Parece un lugar común a esta altura hablar de Pino Solanas y el goce, después de tantos homenajes en los que su figura cobra centralidad para debatir aborto, esa urgencia a la que aún algunos sectores no quieren ponerle nombre ni legitimar, y siguen pegando coletazos agresivos en escraches y quemas de pañuelos verdes, ahora que el latido de su despenalización y legalización vuelve a palpitarse un poco más cerca, más posible, en este 2020.
Parece un lugar común volver a citar esa exclamación vibrante del 8 de agosto de 2018 en el Senado, de ese hombre motivado y enérgico, “¡El goce, señora presidenta, el goce!”, que se multiplicaba frente al Congreso, a lo largo de Callao, frente a los televisores del querido Bauen y La Academia, donde una hinchada multitudinaria verde-violeta celebraba la manera rebelde, irreverente, amotinada con que “el viejo” le tiraba por la cabeza ese Goce, con mayúscula, a Gabriela Michetti, tan helada y antiderechos como esa noche del 8A. “8 Aborto”, llegó a resignificar el muy atrevido en estos últimos años. “Esa oleada verde de chicas que está expresando una marcha de las mujeres que lleva años, nada menos que por el reconocimiento igualitario de sus derechos. No sólo el derecho a la vida de las mujeres; el derecho a poder decidir sobre su cuerpo, y por qué no, el derecho a gozar. A gozar de la vida y a gozar de su cuerpo”.
Y ahí están de nuevo, dos sílabas apenas que repitió encrespado, desafiando a Dios, a María santísima y al mismísimo arzobispo Mario Poli, al que más o menos mandó a freír churros para que de una buena vez dejara de meterse “con las políticas nuestras”. Infelices palabras las del obispo, dijo Pino. “Porque nos remonta a otras historias… Adónde estuvo la Iglesia. La Iglesia estuvo en los vuelos de la muerte; la Iglesia sabía que se torturaba a mujeres embarazadas. La Iglesia sabía que se entregaban los hijos de esas mujeres. No los vimos en la calle denunciando ni marchando, como marchaba Nora Cortiñas desafiando la represión frente a la Casa Rosada”. Esa noche, precisamente, Michetti impidió que Norita presenciara el debate parlamentario “por cuestiones de reglamento”. Qué loco y qué perverso todo con el macrismo. Porque conocía de sobra esos gestos de desidia punitiva, Pino fue tejiendo su discurso apasionado y magistral con historias de luchas personales, de pañuelos verdes y blancos, de Madres, de movilizaciones y de denuncia. Al oprobio de una Iglesia ultraconservadora, al lastre de legisladoras y legisladores que persisten en obstaculizar un derecho humano básico, a la clandestinidad en que siguen transcurriendo los abortos en la Argentina, a quienes objetan cómo vivir una vida digna de ser vivida y a quienes obligan a parir a niñas violadas.
Cada tres horas, una niña de entre 10 y 14 años es obligada a gestar y a parir en la Argentina. Entre 371 mil y 522 mil mujeres recurren cada año a abortos clandestinos. De 2012 a la actualidad, la Campaña Nacional por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito registró 73 casos de criminalización de mujeres por abortos u otros eventos obstétricos en todo el país, y la abrumadora mayoría pertenece a sectores sociales vulnerables.
UN DERECHO FUNDAMENTAL
“Estamos en problemas”, completaría el senador, si el goce, que es un derecho humano fundamental en esta vida “de profundos sacrificios”, no va a ser un derecho. “Y qué derecho tiene el pobre, además, si en la crisis brutal que vive la Argentina no le queda por lo menos el derecho de amarse”. Cuántas muertes más, cuántas vulneraciones a la salud psíquica y física, cuántas normativizaciones y estigmas les faltaría atravesar a aquellas personas para las cuales “el bienestar estaría negado”, ese planteo de la escritora feminista Sara Ahmed que linkea directo con la distribución desigual del acceso a aquello que nos permita seguir planeando la existencia. La justicia social, y entonces el goce, en el diccionario de Pino, como sinónimos indivisos del derecho a decidir. A decidir sobre las vidas, sobre los cuerpos, sobre los deseos y sobre cuanta cosa se les cruce por el camino a mujeres, niñas, adolescentes y diversidades. ¿Acaso de qué habló y filmó durante toda su vida, sino de la búsqueda de una autonomía gozosa que se rebelara contra todo ordenamiento represivo? Es verlo y escucharlo en La hora de los hornos, Los hijos de Fierro, El exilio de Gardel, Memoria del saqueo. “No quiero una juventud que les tema al mundo que viene ni a los mayores”, expresó con voz grave y en el temporal de lluvia y frío de esa noche como telón de fondo, cuando miles de chicas y chicos tomaban las calles para hacer cuerpo común contra todos los pactos patriarcales que quieren disciplinar sus vidas bajo la concepción de la mujer descartable, de la mujer tutelada, de la mujer infantilizada, de la mujer incubadora que el discurso enumeró, en honor a “la causa de la ampliación de derechos de las siempre oprimidas y descartadas mujeres”.
Pino murió en París, con todo lo poético y trágico que puede acaecer tratándose de él y de la bruma inevitable que siempre filtró sus películas y que pesa tanto en este 2020. Sin embargo, como en aquel 8A, su partida no se siente como derrota. Estaba en lo cierto ese hombre histriónico y elegante que terminó convirtiendo en un documental maravilloso esa exposición vanguardista de las grandes causas prohibidas. “Que nadie se deje llevar por la cultura de la derrota”, aclara desde la pantalla, como si fusionar este presente y la inmediatez de ese pasado sólo pudiera construir más futuro a una causa que ya tuvo su “pequeño descanso”, como deslizó con ternura. “Nadie podrá parar a la oleada de la nueva generación. Será ley, habrá ley contra viento y marea”. Tenías razón, Pino. Gracias, y hasta la victoria siempre.