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Caras y Caretas

           

Las marcas que Quino nos dejó

El querido humorista gráfico mendocino, fallecido el 30 de septiembre último, atravesó con sus creaciones la vida y generaciones y generaciones de argentinos (y también de extranjeros), a quienes supo interpelar desde la ternura y la inocencia de sus personajes, y provocar con sus ácidas observaciones sobre un mundo en decadencia.

Notas publicadas en el país y en el exterior; dibujos de colegas; mensajes de lectores en las redes; títulos agotados en las librerías; flores en las esculturas de sus personajes, devenidas espontáneos altares profanos; chistes citados en conversaciones; condolencias de personalidades de un arco ideológico diverso y hasta antagónico; la declaración de duelo nacional en su memoria… La reciente muerte de Joaquín Lavado, Quino, puso en negro sobre blanco (como corresponde a un dibujante de cuadritos) lo que ya era sabido: la dimensión de la producción y la figura del humorista mendocino es inconmensurable.

Imposible delimitar sus alcances no sólo por la devoción que genera; la originalidad artística; la afilada lucidez conceptual y su humor muchas veces impiadoso, sino también por su contraparte: la inconfesable aceptación de que nosotros, sus lectores, no logramos embellecer el mundo ni siquiera con las cremas de la mamá de Mafalda.

Quino publicó su primer trabajo de humor gráfico en el semanario Esto Es, el 9 de noviembre de 1954, el día “más feliz” de su vida, según refirió. Sus dibujos aparecieron hasta abril de 2009, cuando en una carta pública anunció que interrumpiría su labor hasta tanto no encontrara nuevos aportes gráficos, signo de esa conducta de respeto que tuvo también cuando, en pleno éxito de Mafalda, decidió no hacerla más: saber detenerse justo antes de dejar de ser fiel consigo mismo y con los lectores.

En esos 55 años, colaboró en cerca de veinte diarios y revistas; realizó por lo menos tres mil cuadros de humor gráfico y aparecieron más de doscientos libros en ediciones nacionales y extranjeras. Además, publicó las casi dos mil tiras de la historieta Mafalda, traducida a 23 idiomas (entre ellos el chino, el japonés, el griego, el indonesio, el armenio y el hebreo) y leída en 43 países.

Desde su primera compilación, Mundo Quino, presentada en 1963, se vendieron más de 20 millones de ejemplares de títulos de su obra.

Todo esto sin contar las publicidades que hizo periódicamente, incluida la inicial para una sedería; ni las campañas de bien público en las que colaboró; ni los textos de diferentes autores que ilustró; ni las infinitas tiradas piratas.

ÍCONO

En abril de 1968, el primer editor de la historieta, Jorge Álvarez, lanzó unos pósters de Mafalda. La eligió junto a Los Beatles, a Robert Kennedy y a Jane Fonda, basándose en  una encuesta que buscaba identificar a los ídolos de los argentinos. Ya entonces el personaje había alcanzado el podio del afecto popular que todavía comparte con Gardel, Maradona y la Coca Sarli. Los nombre de Quino y sus personajes bautizaron  bibliotecas, jardines de infantes, agrupaciones políticas… Fueron grafiteados, fileteados y pintados en murales callejeros, en negocios y en kioscos de diarios.

Todo esto sin contar la plaza en Colegiales que homenajea a la enfant terrible, el pasaje en Angouleme y la calle en Bruselas que llevan su nombre; ni el mural en la estación de Perú de la línea A de subtes de Buenos Aires y en el metro de París; ni las esculturas en San Telmo, Mendoza capital y Oviedo; ni el nanosatélite Manolito, lanzado al espacio con fines científicos y educativos, con el que la popularidad del humorista cruzó la órbita terrestre para ganarse –literalmente– el cielo.

Tempranamente, la obra de Quino escapó de las páginas impresas y del formato papel.

Dos meses antes de que Mafalda y sus amigos de despidieran de Siete Días, 260 tiras de la historieta se emitieron por televisión. Estuvieron a cargo Jorge Martín –Catú– , Oscar Desplast y Daniel Mallo, quienes unos años después transformaron ese material en un largometraje.

Lo que continuó –en los 80– fueron los Quinoscopios, animaciones basadas en sus páginas de humor, realizados por Juan Padrón. Fue también quien, en 1995, concretó los 104 cortos mudos de Mafalda.

Ya en 1974, en Italia, la niña –en su versión animada– se  transformó en conductora de un ciclo de ocho programas semanales llamado Mafalda y Música y al año siguiente fue convocada como entrevistadora de Deporte así, otra iniciativa televisiva italiana

Todo esto sin contar las exposiciones que se hicieron de su obra desde 1962, cuando Quino colgó por primera vez sus trabajos, en la librería Galatea, en Buenos Aires; ni las estampillas con sus personajes emitidas en España, Uruguay y la Argentina; ni las viñetas de humor y las tiras que se utilizan en clases escolares, en tesinas, en manuales y  los libros de enseñanza de idioma, en las consultas psicoanalíticas.

Por los años 70 empezaron a venderse muñecos, remeras, pósters, tarjetas. Una creciente producción en torno a su obra: una parte autorizada y otra infinidad –de manufactura y calidad estética variadas– que entra en un terreno pantanoso y abarca desde quienes esconden un negocio ilegal de envergadura a aquellos que tratan de salvarse a lo Manolito o quienes lo hacen con intención de rendir un homenaje.

Los personajes de Mafalda devinieron, además, un símbolo nacional: representación for export para los turistas que pasean por San Telmo, por Palermo o por La Boca y señal de identidad para los argentinos radicados en el extranjero.

Todo esto sin contar los tatuajes que en varias partes del mundo hicieron con sus personajes; ni las tarjetas de casamiento, las de salutación, las de felicitación, las de buenos deseos en las que se reprodujeron algunos de sus chistes; ni las cartas, manuscritas, tipiadas a máquina o por computadora, que le enviaron al humorista (y en muchos casos contestó con misivas, dibujos o llamados telefónicos); ni las frases que le atribuyen erróneamente la autoría al dibujante y así circulan.

Es la cara y ceca de la popularidad. Su obra está tan incorporada a la cotidianidad que lo que ese vínculo diario deja velada es una tensión entre la propiedad de las criaturas creadas por Quino y la apropiación que de ellas se hace una vez que escapan del alcance de su inventor. ¿De quiénes son a esta altura la banda de niños-adultos, esos hombrecitos anónimos de traje y sombreros y esas mujeres resignadas con sueños secretos?

PARADOJA

Quino renovó los cuadritos porque les sumó inteligencia, hondura psicológica, dimensión filosófica y “un humor tan negro como la misma tinta china”, al decir de la diseñadora y escenógrafa Renata Schussheim.

En sus comienzos, el humorista hacía chistes de tipo universal, mudos y sin personajes fijos, de un estilo de línea clara, minimalista, que por los 50 se conocía como “dibujo sintético”.

Con Mafalda, supo aprovechar astutamente los recursos gráficos del género: los expresivos gestos de los personajes (la boca, los ojos que a veces no son más que puntitos, pero que lo dicen todo), las onomatopeyas y las tipografías al servicio de remates sorprendentes. En la tira, el autor tensa una dualidad. Si por un lado, traza fondos y ambientaciones verosímiles, realistas y detalladas; por el otro, construye a los personajes de cabezas desproporcionadas y rasgos mínimos. Quizá las mejores síntesis gráficas y conceptuales de la historieta sean el globo terráqueo y el palito de abollar ideologías.

Todo esto para contar el derrotero de la clase media argentina en los 60 e inicios de los 70; las desigualdades y las injusticias; la geopolítica y las exclusiones del orden internacional; las debilidades democráticas, los autoritarismos militares, los vaivenes económicos y la radicalización ideológica; el poder y los micropoderes familiares, escolares y sociales.

Paulatinamente, el trazo de Quino se volvió más pormenorizado, minucioso, generoso en elementos, en texturas y en ciertos barroquismos; devino humor “contrautópico”, según la acertada definición del filósofo José Pablo Feinmann, porque la mirada no estaba puesta en una ilusión a futuro sino en expresar al mundo tan descarnadamente como él lo veía.

“La ferocidad está dirigida contra la condición humana –explicó al ser entrevistado por el escritor Osvaldo Soriano–. La explotación del hombre por el hombre es inherente al ser humano y se ha desarrollado a través de cinco mil años. No veo que pueda cambiar.”

El dibujante nunca se definió en términos partidarios. Dijo avergonzado que nunca leyó a Marx pese a que lo acusaron de “marxista”; que no reflejó al peronismo porque no llegó a comprenderlo en su complejidad; que el capitalismo ya no resiste más y que, en todo caso, confía en “el socialismo, aunque no igual al que ya fue, sigue siendo el mejor sistema de gobierno”.

Todo esto para contar la crueldad del sistema; la burocracia; la mercantilización de las relaciones humanas; la soledad, el individualismo y la pérdida de la identidad; el consumismo, la incomunicación y la masificación; las consecuencias de la modernidad tecnológica; el doble discurso, las traiciones cotidianas, las mezquindades, las ataduras y la dictadura de lo doméstico.

Contra todo pacto ficcional, no hay en estos relatos final feliz. Las dosis de escepticismo y desesperanza que siempre estuvieron en el pensamiento y en el trazo de Quino fueron profundizándose cuando dejó Mafalda para abocarse a los cuadros de humor gráfico. Lo realmente difícil de digerir es su falta de piedad. El dibujante se sabe desencantado del mundo, su mirada es desoladora y ni piensa facilitarles el trance a los lectores.

He aquí, finalmente, lo inabordable: ¿por qué, luego de tantos libros y traducciones vendidas, tantos análisis e interpretaciones, tantas cartas de lectores y manifestaciones de amor, no logramos torcer el rumbo de ese “manicomio redondo” del que formamos parte?

Es cierto que hubo avances, que cambiaron algunas coyunturas y ciertos escenarios y actores, pero la paradoja no deja de ser dolorosa porque, así las cosas, la vigencia de su trabajo es, al mismo tiempo, su frustración. Cómo revertir esta dualidad es la tarea que nos compete, a partir de ahora, a nosotros, sus lectores.

Escrito por
Judith Gociol
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