El tipo concurre diariamente –menos los domingos– a su estudio jurídico, una pequeña oficina sobre la avenida Gobernador Galíndez, donde se desarrolla la vida nocturna de San Fernando del Valle de Catamarca. La noche atraía en sus años mozos a ese individuo alto, espigado, con facciones angulosas y cabello entrecano. Ahora, ya sexagenario, pone todas sus energías en el ejercicio de la abogacía y –diríase– con una perspectiva de género: la mayoría de sus clientes son abusadores sexuales y proxenetas acusados de trata.
En los últimos años su existencia transcurrió sin sobresaltos. Hasta junio de 2019, cuando su ex esposa –con la que tiene dos niños de nueve y cuatro años– le hizo una denuncia ante la Justicia por violencia y amenazas.
El asunto mereció algún recuadro en los diarios locales El Ancasti y La Unión, pero no pasó a mayores. Y para él todo volvió a su cauce normal.
No obstante, en las últimas semanas se fue apoderando de su espíritu una creciente ansiedad por venírsele encima el trigésimo aniversario de un hecho que lo marcó para siempre, cuya conmemoración mediática no lo beneficiaría.
En tales circunstancias, el llamado telefónico de un periodista porteño lo tomó por sorpresa. Entonces, dijo: “Mirá, amigo, ya fue. A mí me han violado (esa es la palabra que usó) todos mis derechos. Esto era político. De Menem para destruir a sus adversarios. Que los políticos se vayan a hinchar los huevos a otro lado, capo. Yo no tengo nada que ver”.
Dicho esto, Luis Tula cortó la comunicación.
Es posible que días después tal párrafo fuera leído en el portal del diario La Nación por un sujeto entrado en kilos, con frente amplia y mirada gélida. De ser así, tal vez entonces maldijera por lo bajo. Era Guillermo Luque.
En la actualidad reside con su mujer y dos hijos ya adolescentes en un departamento de la calle Junín, cerca del campus universitario. Y administra edificios, además de otros negocios inmobiliarios. Parco y taciturno, su vida social es escasa, casi inexistente. Pero la suple con una intensa actividad en las redes sociales, donde acostumbra a subir fotos de sus escapadas playeras.
Consultado telefónicamente por la prensa sobre esa misma efeméride, supo expresar de mala gana su voluntad de no decir ni una sílaba al respecto. Un silencio que, desde luego, sería insuficiente como para evitar que su mente retrocediera una vez más al fatídico 8 de septiembre de 1990.
LOS HIJOS DEL PODER
Durante la madrugada de ese sábado, Tula fue a buscar a María Soledad Morales, de 17 años, al boliche Le Feu Rouge, donde, con sus compañeras del Colegio Del Carmen y San José, participaba de un baile a fin de juntar fondos para el viaje de egresados. Ella estaba muy enamorada de aquel hombre, pese a ser 12 años menor que él. Además creía que su esposa, Ruth Salazar, era en realidad una ex novia. Esta sabía del vínculo del marido con la estudiante.
Tula llevó a María Soledad a la disco Clivus a bordo de su Fiat 147. Allí se encontraba Ruth. También estaba Luque con unos amigos en un reservado del primer piso. Y él –literalmente– le entregó su acompañante, ante la mirada aprobadora de Ruth.
¿Acaso en semejante acto subyacía por parte de Tula –hijo de un sereno de Obras Sanitarias– alguna ambición de “movilidad” social?
El receptor de su generosidad –primogénito del diputado Ángel Luque, con un empleo bien pago en el Congreso Nacional, un departamento capitalino en la Avenida del Libertador al 1500, autos de lujo y estudios de Derecho en una universidad privada– manifestó su agradecimiento con un guiño.
Poco después, María soledad salió de allí “obnubilada” –según dijeron luego los empleados del lugar–, rodeada por el grupete de Luque, formado por “Arnoldito” Saadi (primo del gobernador Ramón Saadi), Pablo y Diego Jalil (sobrinos del intendente José Jalil), Miguel Ferreyra (hijo del jefe de la policía provincial, Miguel Ángel Ferreyra), Eduardo “El Gordo” Méndez y Hugo “El Hueso” Ibañez, vástagos de acaudaladas familias locales. Todos partieron de allí a bordo de tres vehículos.
A las 9.30 del lunes 10 de septiembre de 1990, en una zona conocida como Parque Daza (a siete kilómetros de la capital catamarqueña sobre la ruta 38), el cuerpo de la piba fue hallado por operarios de Vialidad Nacional. Su rostro tenía la mandíbula fracturada y quemaduras de cigarrillo; le faltaban las orejas, un ojo y parte del cuerpo cabelludo. Más tarde se determinó que había muerto de un paro cardíaco por una sobredosis de cocaína que sus victimarios le habían obligado a consumir.
EL ENCUBRIMIENTO
A partir del momento del hallazgo se puso en marcha la maquinaria del encubrimiento. El primer paso fue la orden del comisario Ferreyra de lavar el cadáver, borrando así huellas y señales de modo irrecuperable. A eso se sumó un cúmulo de manipulaciones en la pesquisa.
En medio de tal contexto, el diputado Luque esgrimió: “Si mi hijo fuera el asesino, el cadáver no hubiese aparecido”. Impunidad al palo.
Pero tal suma de situaciones no alivió el impacto público de esa muerte. Si en febrero de 1988 el crimen de Alicia Muñiz en manos de Carlos Monzón (condenado 16 meses después a 11 años de cárcel) había instalado el concepto de femicidio, el caso María Soledad lo retomó, encuadrándolo en la temática de los “hijos del poder”. Aquella lectura fue imposible de tapar, al igual que la enorme crisis política que envolvió a Catamarca.
La lucha de sus padres, Ada y Elías Morales, junto a la hermana Martha Pelloni (rectora del Colegio del Carmen y San José), obligaron al gobierno de Carlos Menem a intervenir la provincia, destituyendo al gobernador Saadi, un gran aliado suyo. Pero también tomó cartas en la investigación, al enviar allí al subcomisario Luis Abelardo Patti (actualmente condenado por delitos de lesa humanidad), quien al final se sumó a la lista de encubridores.
Así, entre idas y vueltas, la causa fue elevada en 1996 a juicio oral. Ya se sabe que el “realismo mágico” del lugar hizo que tal instancia naufragara al verse por televisión cómo el presidente del tribunal, Juan Carlos Sampayo, le hacía señas a la jueza Alejandra Martínez Azar para que rechazara un pedido de detención por un falso testimonio. El juicio fue suspendido.
El segundo proceso transcurrió entre mediados del año siguiente y el 27 de septiembre de 1998. Allí Luque fue condenado a 21 años de prisión; Tula, a nueve. Asimismo el tribunal ordenó investigar la complicidad del asesinato y su encubrimiento (con casi medio centenar de imputados) en otro proceso oral. Eso finalmente cayó en el olvido.
Tula salió en libertad tras cumplir la totalidad de su condena. Y lo hizo con el diploma de abogado bajo el brazo.
Fue entonces cuando comenzó a convivir con la madre de sus dos hijos, quien además tiene otro –ahora, de 22 años–, fruto de un matrimonio anterior.
En medio de la última reyerta con ella, Tula amenazó al muchacho con una navaja, al grito de “¡Salí de acá, que te voy a cagar matando!”
Luque, quien también fue excarcelado en 2009, parece más afable. Tanto es así que en su muro de Facebook hay una foto con su pareja en el estadio Maracaná, y un epígrafe: “La felicidad no es un estado de ánimo, es un estilo de vida”. Conmovedor.