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Caras y Caretas

           

Las páginas de una memoria en llamas

Cuarenta años atrás, durante la dictadura militar, un juez federal ordenó la mayor quema de libros de la historia nacional. Aquellas 24 toneladas de papel ardieron durante dos días.

Más allá del olvido no hay nada. Apenas niebla gris que tapa un vacío sin sentido. Recordamos para evitar ese abismo.

El 7 de diciembre de 1978 por la mañana, varios inspectores del Municipio de Avellaneda, apoyados por la policía provincial, se presentaron en un depósito de compraventa de papel ubicado en O’Higgins y Agüero de esa localidad, por falta de habilitación. La que era una rutinaria inspección burocrática se topó con cientos de miles de libros “con marcada ideología marxista-leninista”. Los policías secuestraron ejemplares a modo de prueba y se llevaron detenidos a los trabajadores del lugar.

Pocas semanas después, la Dirección de Inteligencia de la Policía bonaerense (la célebre Dipba), elaboró un informe que clasificó aquellos libros en dos grandes grupos: “material no cuestionable” (entre ellos El matadero y La cautiva, de Esteban Echeverría) y “material cuestionable”, que incluía desde libros de Nietzsche hasta textos revolucionarios vietnamitas. Según ese informe, sólo el 30 por ciento de los “cuestionables” atentaba contra “la realidad social actual de nuestro país”. A su vez, informaba que ninguno de aquellos libros estaba prohibido y que, además, ninguno hacía “mención de organizaciones subversivas proscriptas”.

EL JUEZ Y EL EDITOR

El juez federal de La Plata Héctor Gustavo de la Serna inició la causa 84.669/78 por infracción a la ley 20.840/75, que reprimía las llamadas “actividades subversivas”. Los cuatro trabajadores del depósito quedaron detenidos. El 13 de diciembre allanaron otros dos depósitos del Centro Editor de América Latina (CEAL), ambos en Capital Federal, que fueron clausurados y sus empleados encarcelados.

En 1974 la Triple A había secuestrado y fusilado a un empleado del CEAL, editorial que sufrió toda clase de amenazas, atentados, libros prohibidos y autores perseguidos. En aquel diciembre de 1978 Boris Spivacow, fundador y presidente de la editorial, corría peligro. Pero en lugar de exiliarse, lo cual hubiera sido sensato, optó por ir en auxilio de sus empleados. Se subió al tren en Constitución y se presentó en el juzgado del juez De la Serna para declarar que él era el único responsable de la política editorial del sello y que sus trabajadores se limitaban “a cumplir órdenes e instrucciones… sin poder de decisión alguno”. Todos fueron liberados. (Las citas están tomadas directamente del expediente judicial.)

Asesorado por un abogado y por su bien conocida picardía, Spivacow hizo dos aclaraciones con la esperanza de mejorar la situación. Por un lado, que los libros del depósito de La Plata en realidad eran material de rezago que se iba a vender por kilo. Y por el otro, que los había editado porque unos años antes los libros sobre temas políticos y sociales eran comercialmente interesantes. O sea, sólo un negocio. Debió ser terrible para él tener que defenderse con esos argumentos.

Para darle al caso aspecto de expediente oficial, cumpliendo con los típicos rituales del mundo judicial, el juez De la Serna solicitó dos informes especiales. Uno a la ex SIDE, que respondió que desde sus orígenes esta editorial había sido calificada de “comunista” (documento SIDE 21.737/79 firmado por el vicecomodoro Degano, director de Antecedentes); y el otro a la Policía Federal, que respondió con un informe de 43 páginas que concluye que esos libros atentaban contra la Constitución Nacional.

Informes en mano, como si fueran peritajes científicos, De la Serna dictó sentencia el 25 de marzo de 1980. Concluyó que, como no se había podido demostrar la voluntad del CEAL por alterar la paz social de la Nación, entonces correspondía sobreseer provisoriamente a los acusados. Pero además ordenó que Boris Spivacow, el editor más importante de la historia del libro en nuestro país, debía destruir los ejemplares secuestrados, lo cual tenía que ser acreditado de manera legal en el plazo máximo de un mes. Las personas se habían salvado, lo que no es poco, pero los libros habían sido condenados.

LA CONDENA

La sentencia del juez De la Serna, debajo de la característica retórica judicial, escondía la perversión del cinismo: ya que vos declaraste que esos libros no estaban a la venta y que los ibas a vender como papel viejo, te dejo libre; tu condena será que deberás ocuparte vos mismo de destruir los libros que publicaste.

Antes de ser juez, De la Serna fue militar. Durante el conflicto militar entre Azules y Colorados (1962-1963), se alineó del lado de los Colorados, que identificaban al peronismo con el comunismo. Como ganaron los Azules, pasó a retiro. Se recibió de abogado en la Universidad Católica de La Plata y cuando llegó la dictadura lo designaron juez federal. Con el regreso de la democracia se jubiló. Entre 1976 y 1983, recibió cientos de pedidos de habeas corpus presentados por familiares de desaparecidos. Los rechazó a todos, y con costas a las familias que buscaban a sus hijos. En 1999, durante un juicio por causas de lesa humanidad, le preguntaron cuántos habeas corpus tramitó su juzgado y contestó: “No lo recuerdo, tengo la cabeza en la filosofía”. El ex juez de la dictadura que ordenó la mayor destrucción de libros conocida en nuestro país se doctoró en Filosofía en la Universidad Austral.

Como es de imaginar, Spivacow nunca destruyó un ejemplar. De modo que el 11 de junio de 1980 la policía bonaerense informó al juez que los libros incautados todavía estaban vivos. Su señoría dispuso entonces que fueran quemados, pero en un acto público, como a las brujas, para dejar constancia de su exterminio. Para que nadie piense que protegió esos textos comunistas, el juez De la Serna prefirió pasar a la historia como incinerador de libros.

El 26 de junio de 1980 a las 09.15 horas, en un baldío de la calle Ferré, en el barrio de Sarandí, la policía elaboró el acta de la quema bibliográfica, con tres empleados de la editorial como testigos. Acercaron el fósforo pero los libros se negaron a arder. Estaban húmedos y apretados entre sí después de años en los depósitos. Insistieron, pero los libros no les daban el gusto. Hasta que los policías trajeron un bidón de nafta y consiguieron prenderle fuego a 24 toneladas de libros, un millón y medio de ejemplares, que ardieron durante un par de días. El baldío de Sarandí quedó cubierto de cenizas,  pero el juez no pudo evitarlo: el viento desparramó ese material contaminante en todas direcciones.

Todo esto ocurrió dentro de la sagrada escritura de un expediente judicial. Hubo detenidos y liberados, procesados y fiscal, actas, fotos y testimonios, se siguió el procedimiento, intervino el juez natural, se citaron artículos de leyes entonces vigentes y, por supuesto, el expediente fue debidamente foliado. Actuó la Justicia. Cosa juzgada. En el  mejor de los casos la Corte Suprema diría que el asunto prescribió por el simple paso del tiempo. No obstante, mientras no lo olvidemos, la quema de aquellos libros es un crimen actual contra sus autores, contra sus lectores y contra el derecho a la cultura de la sociedad de la que somos parte.

Escrito por
Hernán Invernizzi
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