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Caras y Caretas

           

PANDEMIA Y REDISTRIBUCIÓN

La Argentina estaba en recesión desde 2018 y convivía con la asfixia de una deuda externa insostenible cuando estalló una crisis global. Los desafíos del Estado para proteger a los sectores más postergados y el debate sobre las estrategias de desarrollo a mediano y largo plazo.

En la Argentina, la pandemia mundial implica tomar medidas de aislamiento social que conllevan una parálisis productiva, que a su vez profundiza y continúa la serie de crisis que nuestro país ya vivía. El país está en recesión desde abril de 2018, con pérdida de empleos y salario real. También está estancado desde 2012, sin crecimiento, creación de empleo ni mejoras significativas en los indicadores socioeconómicos. Más aún: desde 1975, la Argentina arrastra una sucesión de crisis que ha destruido el tejido social y productivo y que ha deteriorado significativamente nuestra productividad y competitividad a nivel mundial. Y mientras nos preguntábamos cómo salir de esta nueva etapa de crisis llegó la pandemia de la Covid-19 y la debacle económica global.

Como en toda crisis, los sectores populares son los más expuestos y perjudicados. Las desigualdades se exacerban y visibilizan al extremo: quienes más sufren las consecuencias de la actual política de salud pública son también quienes peor estaban antes de esta pandemia. La suba del desempleo, las reducciones de salarios y la desaparición de cualquier changa o trabajo (por informal que fuese) implican un alza en la pobreza monetaria, que ya a fines de 2019 abarcaba a más de la mitad de los niños y niñas menores de 14 años de nuestro país, complicando cualquier proyecto de desarrollo a mediano y largo plazo.

La pobreza está además feminizada: es mayor en los hogares con una sola mujer adulta percibiendo ingresos y niños/as a cargo. Es lamentablemente lógico, ya que en nuestra sociedad patriarcal las tareas de cuidado recaen en mayor medida sobre mujeres y la consecuente discriminación laboral lleva a que trabajen más horas por salarios menores.

Además, no hay una sola pobreza. Las pobrezas son múltiples y se multiplican. Menos dinero implica también la necesidad de internalizar más tareas dentro del propio hogar, ampliando aún más la cantidad de horas que esas personas deben trabajar. A sus empleos “de mercado” (formales o informales) deben sumar muchas más horas de trabajo (no remunerado) en el hogar que en otras familias. Para peor, quien no posee recursos materiales y simbólicos suficientes también debe destinar más tiempo a cuestiones como resolver trámites burocráticos (públicos y privados), conseguir atenderse en una guardia médica o viajar a sus lugares de trabajo y/o estudio. No es posible descansar, formarse, prepararse adecuadamente para una mejora laboral si no hay tiempo más allá de las tareas de cuidado. Así, la pobreza de tiempo retroalimenta la fragmentación social y la desigualdad de oportunidades educativas, culturales, laborales y de desarrollo personal.

POBREZA Y HACINAMIENTO

La pobreza es también estructural. Esta cuarentena implica mandar a quedarse en sus casas a gente que, por ejemplo, vive hacinada (una de cada veinte personas, según el Indec al primer semestre de 2019) o no tiene baño con descarga de agua (una de cada trece). Salir de la vivienda se vuelve también absolutamente necesario, por ejemplo, para ir a buscar comida al comedor barrial más cercano. Ni hablar del cuidado de la salud mental o de deseos: si alguien quisiera hacer uso de las recomendaciones para vínculos sexuales del Ministerio de Salud nacional… ¿Cómo tener sexo virtual o masturbarse si el hacinamiento impide tener intimidad? Las desigualdades preexistentes en nuestra sociedad también impactan en las diferentes herramientas con que cuenta cada familia para atravesar y salir de esta pandemia.

La desigualdad en la distribución del ingreso venía ya en aumento en la Argentina: por ejemplo, la brecha de ingresos (entre el 10 por ciento de la población que más gana y el 10 que menos gana) se amplió de 14 veces a fines de 2016 a 16 veces a fines de 2019. Esa inequidad se amplificará en 2020, con menor caída de ingresos entre la minoría que tiene un empleo formal que puede hacerse a distancia, algo peor para trabajadores/ as cuyos sindicatos negociaron reducciones salariales con el argumento de sostener los puestos de trabajo, y con mucha pauperización de una mayoría que se quedó sin ingresos y cuya única esperanza es sostenerse con las reducidas transferencias que pueda hacer un Estado al que tampoco le sobran los recursos.

Una sociedad muy desigual implica que la mayoría de la población tiene bajo poder adquisitivo, poco tiempo para formarse y en general menos oportunidades de mejora. Esto reduce el mercado interno al que las empresas pueden vender hoy y dificulta que esa población se capacite para desafíos a futuro. Mejorar los ingresos de la población más vulnerada es, por ende, parte del camino al desarrollo: fomenta mayores niveles educativos, consumo y capacidades laborales. Pero no se trata de repartir equitativamente los recursos en una economía pobre, sino de generar más ingresos en esa economía. En el largo plazo, el crecimiento debe ser un componente clave para el desarrollo.

REDISTRIBUCIÓN Y CRECIMIENTO

Idealmente, debe haber equilibrio y retroalimentación entre políticas redistributivas y de crecimiento. En palabras del doctor en Economía Juan Graña, “el punto de partida tiene que ser el reconocimiento de las heterogeneidades estructurales que se han ido profundizando a través del proceso neo-liberal. Por ende, hay que pensar estructuras de política orientadas a cada nivel: mercado de trabajo, distribución del ingreso, etcétera, y también una política general de desarrollo de cambio estructural y productividad que intente resolver esas heterogeneidades”. Opciones para encarar una redistribución del ingreso hoy no faltan, pero no siempre se piensan en relación a su impacto en el crecimiento y desarrollo de largo plazo.

Entre las propuestas recientes, ideas como un impuesto a las mayores riquezas requieren preguntarse por la factibilidad de su implementación en un único país, ya que se intentaría obtener pagos impositivos por parte de capitales que siempre pueden migrar (si no lo hicieron ya) a otros mercados menos gravados. Obviamente, no lo harán si esa medida redistributiva no afecta significativamente su ganancia, lo cual retoma la pregunta sobre qué oportunidades de negocios a futuro puede prometer una economía sin perspectivas de crecimiento. Más aún, estos impuestos deberían plantearse en el marco de una reforma integral de un sistema tributario que hoy es regresivo, engorroso y difícil de transparentar.

Por otra parte, un ingreso básico universal implica movilizar montos tan masivos que obliga a indagar sobre su eventual fuente de financiamiento y sobre por qué priorizar extender esta red de contención social a sectores menos afectados, cuando los recursos hoy ya no alcanzan para quienes más los necesitan. Es una propuesta que merece ser debatida en profundidad como parte de la pregunta sobre qué sociedad, con qué cantidad y calidad de puestos de trabajo y qué estrategia para el desarrollo queremos a futuro.

En cambio, sí parece a priori sustentable, eficiente y provechoso institucionalizar un sistema de cuidados, tal como comenzó a plantearse en el Gobierno nacional en los últimos meses. Con una inversión relativamente baja, podría generar una dinámica de retroalimentación virtuosa entre ingresos, calidad de vida y oportunidades de desarrollo personal y social, concentrada además en los hogares más vulnerados y perjudicados por esta sucesión de crisis.

Escrito por
Martín Kalos
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