Patricia Aguirre, doctora en Ciencias Antropológicas de la UBA, especialista en alimentación, advierte sobre el problema de la malnutrición y la “talla baja” en los chicos debido al alto precio de los alimentos. “Este es un problema importante para la salud pública actual, los gordos petisos y anémicos”.
La especialista, que se desempeñó como antropóloga en el Departamento de Nutrición en la Dirección Nacional de Maternidad e Infancia del Ministerio de Salud y Ambiente y es docente e investigadora del Instituto de Salud Colectiva de la Universidad Nacional de Lanús, sostiene que “los humanos comemos nutrientes y sentidos” y bajo ese paradigma define a la alimentación como un derecho y no como una capacidad individual de autosustentarse.
–¿Cuál es el déficit alimentario característico de la Argentina?
–El hambre marcada en el cuerpo no se ve en la antropometría de los grandes estudios poblacionales de la Argentina. Entre la población más vulnerable no hay una desnutrición aguda importante sino que está dentro de los rangos estadísticamente normales para la población infantil. Ese no es nuestro principal problema de salud colectiva como país o sociedad. El problema está en el déficit de talla y en el sobrepeso, que sobrepasan en mucho los valores esperables. En estos chicos de talla baja que no desarrollaron su potencial genético de altura está el hambre marcada en el cuerpo, porque es desnutrición crónica. Han comido pero han comido mal, y cuando su cuerpo pegó el estirón no tenían los micronutrientes necesarios para soportar ese crecimiento y este déficit de talla se ve en las líneas de detenimiento de crecimiento en los huesos largos. Los chicos quedan acortados porque les faltó calcio, hierro y un montón de micronutrientes que en nuestras sociedades son caros. Para tener hierro o zinc hay que comer carne y para tener calcio hay que comer lácteos. Estos nutrientes en nuestra sociedad están en alimentos que son relativamente caros frente al pan, los fideos o la polenta. Los hidratos de carbono son los más baratos de la estructura de precios. ¿Los chicos comieron? Sí, pero comieron pan, papa, fideos, torta frita y nada del resto, entonces tenemos chicos malnutridos por exceso, son gorditos, pero cuando llegan al hospital público y se hacen análisis de sangre son anémicos, esconden en su gordura todas sus carencias. Este es un problema importante para la salud pública actual, los gordos petisos y anémicos. Hay muchos, pero no se ven, a pesar de que hayan sido registrados por el sistema de salud público, las organizaciones comunitarias, las iglesias y los comedores. Todo el mundo detecta el problema de la falta de comida y le da una solución con los recursos que tiene y como puede. Ha habido una gran movilización para cubrir la emergencia. Pero hay que trabajar para ir más allá de eso. La emergencia está cubierta y registrada, sabemos dónde están, quiénes son, ahora tenemos que tratar de hacer algo con la obesidad y la talla baja porque son malnutridos, comen mal, no es una alimentación adecuada.
–¿Cuál es el principal factor que provoca este fenómeno?
–El precio de los alimentos ha evolucionado por encima de la inflación. La capacidad de compra del salario industrial bajó. La distribución del ingreso ha sido regresiva, creció la desocupación, las mujeres han sido sistemáticamente desocupadas y tienen un índice de desocupación más alto que los varones porque el mercado de trabajo es sexista y ellas son las que se dedican con los ingresos propios a comprar alimentos. Las estrategias de consumo todavía las definen fundamentalmente las madres. El gasto público social a través de los programas asistenciales, como la AUH, muestra que ese dinero va para alimentación, y cubre el 50 por ciento de la canasta básica. Pero la madre sesga la canasta y la hace cubrir el 100 por ciento para poder comer todos los días inadecuadamente. Hay que trabajar sobre la inadecuación, sobre la malnutrición. Nuestro problema son los gordos pobres. Hay 23 programas asistenciales, miles de millones de pesos puestos en asistencia. Además, hay un extraordinario saber de las mamás –porque hay que ser muy inteligente para sobrevivir en la pobreza–, que han podido sobrevivir, pasar la emergencia. Pero eso deviene en obesos pobres, sobrepeso en la pobreza y chicos acortados. El problema del hambre en la Argentina es la lucha contra la malnutrición y contra la pobreza.
–¿Entonces es un problema de seguridad alimentaria?
–La producción es una cosa y la disponibilidad es otra. Lo que queda disponible para el consumo humano es parte de la producción, a lo que hay que restarle la exportación. Ese concepto nace en 1948, cuando Naciones Unidas elabora una nueva Declaración de los Derechos Humanos y entre ellos está la alimentación. Para hacer efectivo ese derecho se crea la FAO. Tengo mi corazoncito en el criterio de derecho, y gracias a Josué de Castro, ex director de FAO, se hace este pasaje, porque hasta ese año la alimentación se analizaba bajo el criterio de recursos naturales. No es la producción lo que determina la alimentación de un pueblo, sino la organización sociopolítica. FAO ya habla de geopolítica del hambre. No es un problema de recursos naturales sino de derechos. En los 80 ya no es más el derecho que se va a hacer efectivo al lograr una disponibilidad plena, sino que se transforma en una capacidad, es un gambito neoliberal monstruoso. Porque si es un derecho, su garante es el Estado, y el ciudadano tiene posibilidad de reclamar ante las autoridades. Pero si es una capacidad, es problema del individuo. Y el Estado se lava las manos. A partir de los años 70, la Argentina empezó a tener alimentos cada vez más caros. Nuestros alimentos son mercancías, se tranzan, dependen del mercado de alimentos, se compran y se venden. El punto clave para el acceso es la capacidad de compra, el circuito de alimentos llega al 100 por ciento de la población a través de la capacidad de compra, es la primera forma de distribución. Hemos conocido otras sociedades organizadas con base en otras leyes, pero en las sociedades actuales, que se llaman a sí mismas sociedades de mercado, ese el eje organizador de la vida social. El 90 por ciento de la distribución social depende del mercado, y en la Argentina, con el 93 por ciento de la población urbana, la mayoría no tiene capacidad de producir alimentos.
–¿Cómo se llegó a esta situación a nivel nacional y mundial?
–A partir de 1985 se logra la suficiencia alimentaria global y hay suficiente energía como para alimentar a todo el mundo con una cantidad que los nutricionistas suponen que es la energía adecuada para mantener y reproducir la vida. Será por la agricultura extractivista, una ganadería farmacológica y pesca depredatoria, pero se logró. Se superó la disponibilidad y tenemos muchas más kilocalorías promedio, hay alimentos suficientes en el planeta Tierra para todos los humanos, pero están mal distribuidos, en la Argentina y en el mundo. El mecanismo de distribución es el mercado y es inequitativo. Los alimentos como mercancías son buenos para vender, pero no son buenos para comer. El ejemplo clásico es la comida chatarra, que es top de ventas en la Argentina y en todo el mundo. ¿Son alimentos buenos para comer? ¿Y las gaseosas? No. No va a ser el mercado el que nos lleve a la equidad. Tenemos una industria agroalimentaria altamente concentrada. Ya no son más industrias sino holdings industriales, que tienen bancos y compañías de seguros. Ya no producen alimentos.
–¿Qué respuesta puede elaborar la sociedad civil frente a este fenómeno?
–No hay que perder la mesa, la comensalidad funciona con un criterio distinto, aunque los alimentos hayan llegado a través de un mecanismo de mercado. El otro problema es que los alimentos naturales prácticamente han desaparecido. Las ciudades concentran más población que las áreas rurales, necesitamos la industria alimentaria para 7.500 millones de personas. Los humanos comemos nutrientes y sentidos. Pero el consumidor no sabe qué está comiendo porque lo hemos delegado en sistemas expertos. Lo que hay dentro de una lata no lo podemos juzgar, necesitamos a bromatología. Desde hace 300 años los alimentos han ido transformándose cada vez más en mercancía. A la industria no le importa la diversidad, y cuatro alimentos (papa, maíz, trigo y arroz) sostienen los patrones alimentarios de América y Asia. A la industria le interesa producir mucho, barato, cobrar caro y estandarizar la producción, porque la escala baja el precio. Siempre la alimentación fue un acto colectivo y complementario, ahora son creaciones individuales en laboratorios supersofisticados.
–¿Qué rol juega la publicidad al momento de decidir qué comemos?
–Es que son alimentos sin historia, son alimentos creados. Se necesita sí o sí que la publicidad cuente la historia, la mayor parte de las veces ficticia, inventada, con poco viso de realidad, acerca de qué es eso, para aprender a cocinar. No se le pregunta a la abuela, sino que hay que leer las recetas que vienen en el propio producto. Estamos inmersos en un mercado de alimentos que produce mercancías innecesarias y que busca cada vez más sofisticación, no para nosotros sino para ellos, para vender más caro. Si los alimentos son creados, no se puede recurrir a los sentidos tradicionales. El aparato de comunicación de la industria agroalimentaria no informa, sino que desinforma. Crea deseos y forma una demanda a la medida de la oferta. Les quitan la fibra a los alimentos y después te la venden por separado. Proponen una mediatización de las relaciones a través del consumo. La industria trata de convencerte de que son los productos los que nos hacen mejores. A través del consumo se obtiene ciudadanía. Pero los alimentos son una cuestión de derecho y no de consumo. No hay regulación de la publicidad. La lógica de la ganancia del mercado ha impactado en el corazón de todas las sociedades. Y contra eso hay que dar la pelea, por nosotros y por la salud del planeta y la supervivencia de la especie.