A comienzos de noviembre de 1976 una misión visitó la Argentina durante diez días para investigar la situación de los derechos humanos. Pertenecía a una organización todavía poco conocida, que se había fundado 15 años antes: Amnistía Internacional. El resultado fue un informe que describió la mecánica del terrorismo de Estado con un nivel de detalle impactante en una época tan temprana. A través de ese documento, Amnistía hizo saber al mundo que la dictadura había decidido no encarcelar y juzgar a quienes consideraba políticamente peligrosos, sino aplicar el siniestro método de la desaparición.
“El curso normal de los acontecimientos es el de sacar a alguien por la fuerza de su domicilio en horas de la noche, operación llevada a cabo por hombres que se identifican como agentes de la policía o de las fuerzas armadas; cuando los familiares indagan en las comisarías o cuarteles, no reciben información o ayuda de ningún tipo. La persona buscada ha desaparecido”, se lee en el informe de 127 páginas. Fue presentado en marzo de 1977 y estimó la cantidad de desaparecidos durante el primer año de dictadura en entre 2.000 y 5.000 personas.
Amnistía, que tenía su oficina central en Londres, venía siguiendo de cerca la situación argentina. Pero hasta que sus enviados visitaron el país no imaginaron que los crímenes de la dictadura serían de tal magnitud.
REUNIONES EN LONDRES
“Habíamos empezado a compilar una lista de los presos políticos que no habían sido puestos a disposición de la Justicia, y de los desaparecidos. Entonces, esperábamos que los desaparecidos aparecieran en algún momento en cárceles. Así que no hicimos ninguna distinción entre esas dos categorías de prisioneros cuando nos reunimos con diplomáticos argentinos en Londres antes de viajar”, contó muchos años después Patricia Feeney, la investigadora que encabezó la misión.
“Los diplomáticos argentinos nos habían asegurado que, cuando visitáramos el país, comprobaríamos que las denuncias de violaciones a los derechos humanos eran exageraciones y entenderíamos los problemas que generaban los grupos guerrilleros”, agregó.
Como Amnistía sabía que la situación podía ponerse peligrosa en la Argentina para una joven investigadora como Feeney, la hizo acompañar por un parlamentario de Estados Unidos (Robert Drinan, sacerdote católico) y otro de Gran Bretaña (Lord Avebury, miembro de la Cámara de los Lores). Pero sus presencias no impidieron que los visitantes fueran seguidos permanentemente por policías de civil que, bajo el pretexto de proteger a la delegación, se presentaron el primer día en el hotel Presidente, sobre la calle Cerrito, donde los visitantes se alojaban. Lo que buscaban era controlarlos y, fundamentalmente, intimidar a quienes brindaran testimonio sobre violaciones a los derechos humanos.
Emilio Mignone, futuro fundador del CELS, por ejemplo, le contó a Feeney los detalles del secuestro de su hija Mónica y el calvario de su búsqueda mientras caminaban por Florida intentando alejarse de quienes los seguían. Pero lo más grave pasó en Córdoba, donde dos mujeres que se entrevistaron con los enviados fueron detenidas y sólo liberadas al cabo de varios días. Esto se complementó con una campaña de prensa impulsada por la agencia estatal Télam, que atribuía declaraciones falsas a los visitantes, en las que estos manifestaban simpatía por la guerrilla.
EL COMUNISMO INTERNACIONAL
Pero Amnistía también encontró muestras de hostilidad donde no las esperaba. Cuando la organización pidió una entrevista a Jacobo Timerman, director del diario La Opinión, considerado de centroizquierda, recibió una rotunda negativa. Timerman, que sería secuestrado y torturado por la dictadura pocos meses más tarde, se jactó de ello en una nota de tapa, en la que recomendó a la organización que conversara con las víctimas de Montoneros.
Los enviados incluso debieron soportar una manifestación en la puerta de su hotel, a pocos metros del Obelisco, en la que se repartieron volantes que sostenían que Amnistía era “el aparato legal del comunismo internacional”. Era una acusación ridícula para una organización que a esa altura había adoptado a 350 presos de conciencia –encarcelados por su forma de pensar– en la Unión Soviética.
En ese clima, los enviados recibieron los testimonios de más de cien familiares de desaparecidos, visitaron cárceles, se reunieron con funcionarios de la dictadura, periodistas, activistas de derechos humanos y religiosos. Y complementaron la investigación con entrevistas en Europa y Estados Unidos.
El informe, presentado en Londres en el primer aniversario del golpe militar, fue categórico en que la represión ilegal estaba haciendo blanco sobre personas ajenas a la lucha armada: “Nadie puede confiar en contar con protección legal y nadie está a salvo del secuestro y tortura. Amnistía Internacional cree que hay pruebas abrumadoras de que muchos ciudadanos inocentes han sido encarcelados sin juicio, han sido torturados y han sido muertos. Las acciones llevadas a cabo contra los subversivos han resultado, por lo tanto, contraproducentes: a fin de restaurar la seguridad, se ha creado una atmósfera de terror”. En el documento se incluyó una lista de desaparecidos, con los 365 casos que la organización pudo corroborar, cada uno con su nombre, fecha de secuestro, edad y ocupación. Fue la primera lista que se conoció en el mundo, en marzo de 1977. La denuncia de lo que sucedía en la Argentina fue una de las razones por las que, ese mismo año, Amnistía recibió el Premio Nobel de la Paz.