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Caras y Caretas

           

Paz y rebelión

Como parte de aquella generación, el autor intenta adentrarnos a la filosofía del cambio que se pregonaba por entonces y algunos aún desean.

Los años sesenta del siglo XX constituyeron una avalancha de novedades históricas que protagonizaron los jóvenes de esa época, al punto de implicar una monumental transición generacional que recibió escasas interpretaciones de los cronistas sociales y los historiadores. Fue una década de potentes novedades reales que trastocaron las rutinas de las sociedades establecidas.

Como una especie de amor de primavera, la energía creativa de la época se expandió por los continentes del planeta Tierra grabando señales inequívocas de renovación y creatividad colectiva. Y sobrepasando los tabúes ideológicos fijados por las mentes anquilosadas desde los prejuicios de la llamada Guerra Fría, peleada tenazmente por los ideólogos capitalistas y comunistas.

La magnitud del vértigo transformacional incluyó a los movimientos sociales, la poesía, la música de rock, la vida universitaria, el cine de vanguardia, las revistas contraculturales, los festivales musicales, el budismo zen, y otras siembras afines se multiplicaban en las Américas, Asia, Europa y África con rotunda nitidez y expansiva energía, sobre las fronteras ideológicas y los prejuicios sectoriales.

Fue una década visionaria, expresada con nitidez y pasión generativa. A grandes rasgos, la Revolución Cubana, el poder negro de los afronorteamericanos, la nouvelle vague del cine francés, la generación beat estadounidense, la bossa nova brasileña, la poesía de Yevtushenko y Voznesenski en Rusia, la nueva solidaridad de los poetas latinoamericanos, los angry young men británicos, los manifiestos de Woodstock, la generación hambrienta de la India,  la beatlemanía, el nuevo cine polaco, el new american cinema de Estados Unidos, el jazz moderno, la ecología social, la revista Planeta, la antipsiquiatría, el rock progresivo argentino y mucho más.

En 1961, el crítico de arte Rafael Squirru decía: “Un hombre integral conoce otras situaciones que no son la de su condición histórica: a través del sueño, del ensueño, de la comunión estética que le colocan en un ritmo atemporal, como el de estar enamorado, que le reintegran a un presente eternizado y que cuanto más despierta su conciencia tanto más le colocan por encima de ese condicionamiento histórico”.

En los años sesenta, el movimiento hippie internacional, bajo el lema de “hacer el amor y no la guerra”, a la par del auge de los grupos ecologistas planetarios, y del inaugural credo feminista, dieron pasos fundamentales para lo que hoy apunta a la creación de una “sociedad alternativa”. Su vigor es todavía difuso por la cerrazón discriminante de la prensa comercial, pero avanza lateralmente con gran ímpetu.

PAZ Y AMOR

Cuando se llegue a la hora de las confluencias, mientras se agudizan las advertencias sobre el cambio climático, el sentimiento transformador implícito producirá una vida cotidiana completamente nueva en la cual podrá crearse una inédita facultad, un nuevo poder, una flamante capacidad para ver, asumir y realizar. Como esteta, Squirru anticipó visionariamente impulsos que hoy ya no son patrimonio exclusivo de los artistas (o poetas) dispersos que él ponderaba en sus escritos pioneros, a la par de los pintores Xul Solar o Pérez Celis, abarcando la idea de lo esencial del ser humano y la intuición de su renovación existencial. Nos decía que en griego tal potencia fundacional se llama metanoia (en he- breo “shub”) y apunta no a lo que suele entenderse como arrepentimiento, sino a un cambio de dirección, a la modificación de aspectos que la experiencia y el dolor implícito nos indican que eran y son errados. Esta toma de nueva conciencia es la que subyace en todo renacimiento, ya se entienda como movimiento histórico o ya como fenómeno personal. Y manifestaba luminosamente: “En las capas más hondas de la conciencia establecemos comunicación con fuerzas que nos trascienden y que no siempre son benéficas. Se trata de nuestro microcosmos, cuya contrapartida está en el macrocosmos. De allí las correspondencias anatómicas, propias del budismo tántrico, y las astrales. En su lenguaje que en el fondo no por mera casualidad intenta un esoterismo parcial, se vuelve Xul Solar campeón del Gran Juego, dueño y señor del lenguaje universal que sólo él puede descifrar y los pocos a quienes él ha iniciado y quieran tomarse el trabajo de seguir sus irónicos laberintos”.

En los 60, durante los rituales de los hippies del Festival de Woodstock se declaró sin discursos la caducidad de las antiguas costumbres celebratorias de la armonía universal. Durante tres días de amor y paz, sin discursos, los hippies fundaron una nación arquetípica que se implantó ritualmente cerrando varios siglos de violencia beligerante. Ellos demostraron que el “Gran Juego” dejaba de ser laberíntico y se abría ante el mundo fundacionalmente: lo asumimos, lo practicamos y lo celebramos. Sabíamos que estamos en un momento crítico de la historia de la Tierra, y es en tal tiempo que la humanidad debe elegir su futuro.

A medida que nuestro planeta se vuelve más y más frágil e interdependiente, el futuro se configura al mismo tiempo como un enorme peligro, o como una inmensa promesa. Apostemos a esto último, en el contexto inequívocamente americano. En este continente, donde el poeta José Martí proclamó: “El hombre es el Universo unificado. El Universo es el hombre verificado”.

Los sesenta representaron a la juventud mundial como la avanzada del futuro en el presente. En todas partes brotaba como una contracultura contagiosa, irresistible. La guerra de Vietnam en territorio asiático (a la par de la guerra de Corea) fue el paroxismo de las pesadillas imperiales de la especie humana, iniciada por la tragedia entre Abel y Caín. Hacer el amor en vez de hacer la guerra ha sido el trajinar de generaciones y generaciones de gente contaminada por el afán de conquista por las buenas o por las malas, con la espiritualidad como energía nutritiva de nuestra especie, dentro de una tradición profética, corriendo a la par de titulares trágicos y desesperantes. Mientras, se incubaba una crisis ecológica planetaria sin precedentes, que ahora se presenta como realidad apabullante.

La humanidad está en vías de reformulación radical. Se vuelve perentorio recordar que la diferencia entre religión y espiritualidad es una forma inequívoca de veneración ritual y de afirmación del “Gran Ser” en medio de las torpezas ideológicas de los hombres, como una organización que sostiene los valores supremos y el espíritu.

La espiritualidad, contenida por los protagonistas del fervor de los sesenta, se expande sin cesar, invisible e irresistible. Nuestra tarea como seres humanos es ser parte del gran himno de alabanza que es la existencia. Esto se llama pensamiento cosmológico. Pues cuando se participa del misterio sagrado, se descubre qué significa ser plenamente humanos.

Escrito por
Miguel Grinberg
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