Hace unos años, ante una consulta sobre el significado que tuvieron los años 60 para la cultura, la artista plástica e ícono de aquel tiempo Marta Minujín respondió con una comparación tan insolente como los mejores momentos de su propia obra: “Los 60 fueron como el Renacimiento. Y ya sabés: después del Renacimiento, trescientos años de pavadas”.
La creadora de “La menesunda” (1965) pensaba seguramente en Andy Warhol, el pop art, el happening, Los Beatles, Bob Dylan, el Nuevo Periodismo, Federico Fellini y Jean-Luc Godard. Quizá también en Astor Piazzolla, la Nueva Canción, Luis Alberto Spinetta, Jorge de la Vega, el Instituto Di Tella, el boom de la literatura latinoamericana encabezado por Julio Cortázar y Gabriel García Márquez, las librerías insomnes de avenida Corrientes, Mafalda de Quino, el romance de los porteños con la bossa nova y las primeras películas de Leonardo Favio. Hiperbólica y desafiante, Minujín no estaba del todo equivocada. En el plano mundial, la idea de que los años comprendidos entre la Revolución Cubana y la llegada del hombre a la Luna –respectivas metáforas de la liberación social y el progreso científico/tecnológico– conformaron un período excepcional no es antojadiza: alcanza con echar un vistazo a algunas manifestaciones culturales sobresalientes para comprobar la excepcionalidad de aquel tiempo en el que todo fue sometido a crítica y revisión, ningún tótem quedó de pie ni hubo mandato de la generación anterior que pudiera escapar de la máxima “desconfía de toda persona de más de 30 años”.
Así fue incluso en la remota Argentina de la larga proscripción del peronismo, el inacabado proyecto desarrollista de Arturo Frondizi y el autoritarismo ultramontano del general Onganía. Este último, llegado al poder tras el golpe contra al presidente radical Arturo Illia el 28 de junio de 1966, terminaría generando las condiciones de violencia política que marcarían a fuego los años 70. Si bien “los 60” argentinos avanzaron a los tumbos, en medio de un proceso de industrialización desigual, una fuerte extranjerización de la economía, graves contrastes sociales –se hablaba entonces de “países en vías de desarrollo”, aunque esto acabaría en el inventario de las promesas incumplidas– y las primeras acciones guerrilleras, nada pareció frenar el ritmo de una modernización cultural aliada a un extendido gesto de rebeldía. Gesto que debió convivir, no sin tensiones, con la figura del ejecutivo de las grandes corporaciones, aquel que, al decir de María Elena Walsh en su célebre canción, tenía “la sartén por el mango y el mango también.” Paradójicamente, la década pareció ser buena para todos: para quienes soñaban con la revolución, así como para los que deseaban mejorar sus negocios. En el horizonte del aquel tiempo brillaban los ideales de la igualdad, pero también los de la abundancia.
MODERNIZACIÓN Y POLÍTICA
Dos campos magnéticos se disputan la representación de la época. Por un lado, estaba el cosmopolitismo burlón y liberal. Lo encarnaba el mandarín cultural Jorge Romero Brest, a la sazón al frente del Centro de Artes Visuales del prestigioso Instituto Di Tella. Por otro lado, existía un “arte comprometido” del que La hora de los hornos (1968), de los integrantes del Grupo de Cine Liberación, Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino, y los afiches épicos del amigo de la CGT de los Argentinos, Ricardo Carpani, serían sus exponentes más recordados. No casualmente en una secuencia del film de Solanas se critica ácidamente el pop art y la psicodelia como productos del colonialismo cultural, en un momento en que Nueva York le disputaba a París la centralidad en materia artística. Sin embargo, el montaje nervioso y disruptivo de aquel cine político, así como la renovada confianza en el poder comunicativo de los afiches, el muralismo y los grafitis –la rebelión de los estudiantes franceses de 1968, tan pródiga en frases en la pared, lograría armonizar la contracultura con la revolución política, al menos por unas semanas– revelan que la radicalización de la cultura no estuvo completamente ajena al influjo del ligero pop.
Desobediencia a la autoridad, brecha generacional insalvable –y quizás algo sobreactuada a favor de la identidad joven–, auge de las utopías políticas (si bien en un marco de crisis de la vieja izquierda), celebración del Tercer Mundo y confianza en las luchas antiimperialistas: el uso y abuso de estas definiciones sintéticas de los años 60 no han logrado desgastar el encanto que, ya avanzado el siglo XX y en un panorama ideológico tan diferente, sigue gozando entre nosotros el tiempo de la contestación. Un tiempo que, al decir de Oscar Terán, tuvo simultáneamente un alma Che Guevara y un alma John Lennon.
UN GIRO CULTURAL
Cualesquiera sean las razones que puedan esgrimirse para explicar esta vigencia en el imaginario colectivo, es innegable que fueron las transformaciones culturales de aquellos años las que prefiguraron la vida contemporánea. Pensémoslo de esta manera: entre la era dorada del tango y el éxito del grupo de música beat Los Gatos transcurrieron menos años que los que hoy nos separan de los 60, y sin embargo aquella década nos resulta más próxima de lo que la de Gardel pareció serlo para la primera generación de lectores de Rayuela.
Es verdad que el vertiginoso salto tecnológico de las últimas décadas nos hace ver como remoto el tiempo de la TV en blanco y negro. Pero en eso que aún llamamos “cultura”, no parecen haber sucedido cambios tan profundos. ¿No reconocemos en el actual boom de la crónica de calidad literaria la ascendencia del Nuevo Periodismo de los tiempos de Capote y Walsh, originalmente vertido en las páginas de Primera Plana, Confirmado y otros semanarios? ¿Alguien se animaría a asegurar que la música de Astor Piazzolla fue históricamente superada, o que las canciones que produjo el Movimiento del Nuevo Cancionero, especialmente en las versiones de Mercedes Sosa, no conforman la idea dominante que todos tenemos de lo que es “el folklore”?
En estos y otros casos, no basta con la explicación clasicista que adjudica al paso del tiempo la labor de selección canónica. La fruición con la que contemplamos, leemos y escuchamos buena parte de la cultura de los años 60, aun sabiendo las difíciles condiciones históricas de su producción (recordemos que Onganía prohibió la ópera Bomarzo de los consagradísimos Alberto Ginastera y Manuel Mujica Lainez), no es tanto la de quienes reconocen valores atemporales de la cultura como la de quienes reconocen allí un ethos familiar. Formas culturales nacidas o consolidadas en los años 60 siguen siendo nuestro punto de referencia. Cuando saludamos la salida de un nuevo grupo o solista de rock argentino, identificamos una tradición joven –casi un oxímoron– que supo brillar en torno a Manal y Almendra. Si un estreno de stand up nos interpela más vívidamente que otras teatralidades, nos remitimos a los shows de café concert de Nacha Guevara y Alberto Favero. Si en un museo de arte nos encontramos con una muestra de historietas, no nos resulta extraño: ¿no fue Oscar Masotta quien, desde el auge del estructuralismo, legitimó críticamente aquel género de arte “menor”?
Mientras otros sueños se postergaron o desvanecieron (no cayó el capitalismo, la imaginación no se alzó con el poder y el Tercer Mundo no superó su situación de atraso e indigencia), los clivajes culturales fueron fructíferos en distintos órdenes de la vida social. Las relaciones entre padres e hijos, hombres y mujeres, educadores y educandos, artistas y públicos, productores y consumidores culturales ya nunca volvieron a ser las mismas. Ni siquiera la dictadura genocida de 1976-1983 pudo frenar o anular completamente aquellas conquistas, así como la consolidación de la consigna “lo personal es político”, bajo la cual hoy se libran luchas a favor de la igualdad de derechos y de ampliación de libertades, mucho le debe a la década rebelde.