Se podía viajar varias horas hasta llegar a la facultad y desembocar en la estación de Once muy temprano para empezar el día. Clases a la mañana, trabajo a la tarde, militancia a la noche. El orden de los horarios no alteraba esa trilogía. Se podía, entre examen y examen, huir hasta el cine Real a ver dibujos animados o yirar por la calle Corrientes para hacer un via libris sin la intención de comprarlos, sobre todo para integrarse a la fauna de jóvenes que aquel 1966 aterrizaban en el año en que vivimos en peligro.
La dictadura de otro general siempre dispuesto a derramar balas y silencio sobre el pueblo acababa de demoler a palos y bastonazos a la ciencia argentina y la autonomía universitaria vigente desde 1918.Y hasta que terminara la década del 60, la secuencia violenta de las clases dominantes, que proscribía sobre todo al peronismo, no detendría su modus operandi. Pero conspirar contra las dictaduras no sólo no impedía sino que exigía bucear en el ar te, la cultura, las ideas –y también, o sobre todo, en el amor y el sexo, que por principio generacional y por modernidad sesentista debía ser libre– porque, precisamente, en esa panorámica se incubará la rebelión de los jóvenes de los 60, tan lejos pero cada vez más cerca de los obreros que luchaban contra violencias, despidos, quita de derechos y burócratas.
Así que ahí íbamos en la nube de la rebelión, mascullando conspiraciones pacíficas o violentas. Porque, como dijo alguna vez el gran historiador inglés Eric Hobsbawm, la década del 60 fue el corazón, la década de oro, del siglo XX. Donde se alumbraron cambios en la moral, en la vida cotidiana, en las alcobas o en las plazas. Donde el grito de la Revolución Cubana se expandió hasta los confines del mundo. Y se podía pensar en la revolución argelina o vietnamita, tener sexo sin casarse, amar a Marx o a Perón, estudiar Economía o Filosofía y rendir una materia el día siguiente de una noche cualquiera, de septiembre de 1967, por ejemplo, después de hacer una larga cola toda la noche en en el Teatro Colón para ver desde el gallinero la magnífica pareja de Rudolf Nuréyev y Margot Fonteyn bailar Giselle. Y más tarde, visitar el Instituto Di Tella.
Fue entonces que la rebelión renovaba las estructuras políticas. Por ejemplo: una tarde de un sábado cualquiera, en los sótanos de la iglesia Medalla Milagrosa de Parque Chacabuco, muchos jóvenes se separaron del Par tido Comunista y formaron uno nuevo al que le agregaron la palabra “Revolucionario” porque así era el mandato de los tiempos. El tema recurrente sería el debate de si la revolución debía ser sólo pacífica o incorporar la violencia organizada contra el régimen. Otros conspiraban en la formación de la guerrilla para apoyar al Che en su gesta boliviana dando nacimiento al Ejército de Liberación Nacional (ELN). Mientras tanto, Fernando “Pino” Solanas estrenaba La hora de los hornos, inmediatamente prohibida por el régimen, al mismo tiempo que Mirtha Legrand iniciaba –con sus dotes de sumisión al mandato patriarcal– sus famosos almuerzos, mientras la censura del régimen se empecinaba en prohibir en cines o teatros todos los temas vinculados con el aborto, la infidelidad y la prostitución. Un año después, el 1° de Mayo, la CGT de los Argentinos lanzó su periódico dirigido por Rodolfo Walsh, que una década antes había publicado Operación Masacre.
El periodismo, el teatro, la cultura toda comenzó a levantar sus señales de humo de que se iba hacia esa insurrección obrera y popular llamada el Cordobazo, que definió el curso político venidero y la necesidad del retorno a la democracia, mientras en el Instituto Di Tella nos deleitábamos con Canciones en informalidad, del gran Jorge de la Vega, Marikena Monti y Jorge Schussheim.
La década del 60 estaba por concluir. Estos son apenas fragmentos memoriosos. De una década que sedimentó la certeza, ahora lo sabemos, de que nada de lo humano podía sernos ajeno.Y algo más: que la cultura era el caldero de la política entendida como el alma de la libertad.