Claudio Segovia definió a Roberto Goyeneche como “un emisario” de Buenos Aires. Parece apropia- do imaginarlo así, más que con el pomposo título de “embajador del tango”: como el enviado de la ciudad al extranjero con la misión de comunicar una canción confidencial. El musical Tango argentino, que en 1983 llevaría al género y a Goyeneche al centro de la escena mundial, nació con el espíritu de un homenaje de Segovia y Héctor Orezzoli a la figura de Aníbal Troilo, que había fijado su horizonte en el barrio y apenas había viajado (“¿A Japón? ¿Para qué voy a ir, si allá no conozco a nadie?”). Si Tango argentino triunfó en París, desembarcó en Nueva York y terminó por desatar una “tangomanía” de escala planetaria, fue precisamente reivindicando la esencia popular arrabalera contra los artificios del exotismo. París y Nueva York fueron los escenarios consagratorios para Goyeneche, como medio siglo an- tes lo habían sido para Carlos Gardel, el espejo ideal en el que se mira todo cantor de tangos. En Nueva York, Goyeneche ya había hecho una avanzada en 1971, para actuar con Atilio Stampone en el Carnegie Hall en una única función, integran- do un elenco del que también formaban parte Los Fronterizos y el legendario actor Fernando Ochoa. Antes de salir a escena para cantar “El día que me quieras”, en la misma ciudad en la que Gardel lo compuso y lo estrenó para el cine, el Polaco admitía su nerviosismo. “Ya me debo haber caminado cuarenta kilómetros detrás del escenario”, le decía al cronista de Siete Días, que lo observó fumar sin pausa. Y reprocharle hoscamente a su representan- te, después de actuar, cuando el efusivo público hispano lo abordaba a la salida de la sala: “Vos sabés que la gente me pone frenético, que no me gusta firmar autógrafos. Ya cumplí, ya canté, ahora quiero que me dejen tranquilo”.
LA VOZ Y LA LEYENDA
Diez años de cigarrillos y noches más tarde, su voz acusaba los efectos de su bohemia empedernida. Pero su carisma crecía de modo exponencial y su leyenda comenzaba a recortarse singularmente de la pléyade de grandes vocalistas de las décadas del 40 y el 50 –buena parte de ellos retirados y no pocos confinados en el olvido–. Del apogeo con las típicas de Horacio Salgán y de Aníbal Troilo, del solista que brillaba en la madurez con Baffa-Berlingieri, con Stampone o con Astor Piazzolla, quedaban los discos. El Goyeneche que pisó París en noviembre de 1983, para debutar con Tango argentino en el Festival de Otoño del Théâtre du Châtelet, en lo que hasta ese momento parecía una aventura incierta, ya era el “diceur” sublime que marcaría una época: la sustancia de una exquisita escuela interpretativa –la misma de Ángel “Paya” Díaz, su antiguo compañero en la orquesta de Salgán, pero pasada por el tamiz siempre clave de Pichuco– sobrevivía en su voz trasnochada; la singularidad de su fraseo sacudía un repertorio fatigado para volverlo a escuchar como por primera vez, y el dramatismo de tangos crepusculares como “El moti- vo” o “La última curda” había encarnado en él con la fuerza del propio destino. Aunque las letras parecían importarle poco a la multitud que lo consagró en París, según observó el crítico del diario Libération, Remy Kolpa Kopoul: “Roberto Goyeneche –silueta y voz patéticas– capaz de cerrar de angustia cualquier garganta hasta cantándole la guía telefónica porteña, petrifica toda la sala del teatro Châtelet al interpretar ‘La última curda’”. Justo él, que vivía obsesionado por los poe- tas, reclamando atención sobre las letras y asumiendo con orgullo su preocupación por cantar “hasta las comas”, se transformaba en el portavoz de emociones que para algunos no necesitaban traducción. En ese elenco inicial, del que también formaban parte Jovita Luna, Elba Berón y María Graña, las voces masculinas eran Goyeneche y Raúl Lavié. El yin y el yang del tango. Uno cantando “Garúa” y “Malena” en su veteranía; el otro, en su esplendor vocal con “Cuesta abajo” y “Los pájaros perdidos”. En ese cruce de caminos se cifraba toda una estilística de la canción porteña. Y Goyeneche conquistaba, a once mil kilómetros del barrio de Saavedra, una segunda vida como artista. En París añoraba la comida porteña y pasaba cada domingo por la oficina de Aerolíneas Argentinas para averiguar cómo había salido el partido de Platense (“¡Y, viejo… nos jugábamos el descenso!”). Pero de vuelta en Buenos Aires atesoraba la estatuilla de la Virgen de Notre
Dame en su camarín de Michelangelo. Como es sabido, el fenómeno del debut parisino de Tango argentino se amplificó meses más tarde en el mismo teatro, y un año después llegó al City Center de Nueva York, última escala del Polaco en esa etapa de la compañía, a la que regresaría en 1992 para el demorado estreno porteño del musical. Mientras, su figura siguió creciendo internacional- mente con el clamoroso estreno en Cannes de la película Sur (1988, Pino Solanas): espectral, acompañado por el bandoneón de Néstor Marconi, lleva “Cristal” al límite de un fraseo vacilante que conmueve, hundido en la niebla y clavado en el empedrado de una calle de Barracas. Tres años después, Juan Bedoian lo entrevistaba en su casa de Saavedra, con su patio poblado de pájaros: “Nací en la esquina y no me fui ni me iré, por más que me den dólares que sean más caros que los dólares. ¡Qué sé yo! Uno extraña esto: el adoquín es diferente, el empedrado es diferente”. Habían pasado algunas temporadas desde su última gira, a Japón, que resumía: “Treinta y seis horas de vuelo, buena guita, pero ellos son… no sé, no los entiendo”.