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Caras y Caretas

           

ENTRE EL TIEMPO Y LA SANGRE

Por María Seoane. Directora de Contenidos Editoriales

Recuerdo la primera vez que lo vi. Ocurrió una tarde de abril de 1984, a mi regreso del exilio. Mi amigo y colega Edgardo Silberkasten debía verlo en la Casa Rosada y le pedí que me llevara: “Me muero por conocer a ese hombre”, le dije. Entendió. Ambos veíamos a Raúl Alfonsín como al padre de una refundación democrática que debía, esta vez, quedarse para siempre. Cuando llegamos a la antesala del despacho presidencial, vi al Presidente avanzar hacia nosotros. Abrazó a Silberkasten, que me presentó como amiga y periodista. Le dijo que yo regresaba a la patria. Entonces, le extendí la mano pero no la apretó: la besó. Y dijo: “Bienvenida a casa”. A partir de entonces, quise a ese gallego seductor y apasionado o, para muchos, cascarrabias.

Pasaron algunos años antes de que lo volviera a ver. Mientras cubría como periodista la sublevación carapintada en la Semana Santa de 1987, lo vi en el balcón de la Casa Rosada minutos antes de que pronunciara la famosa frase “La casa está en orden. Felices Pascuas”. Lloré y me sentí defraudada. Como me sentí defraudada por las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida en 1987, que cedían a la extorsión militar por impunidad. A Alfonsín se le notaba en el cuerpo el crujido de la contradicción madre de la política entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción, asunto que desarrolló Max Weber en su famoso libro El político y el científico de 1919. El sociólogo alemán dijo que había una diferencia enorme e insalvable entre obrar según una convicción, con fundamento en la moral, o la responsabilidad, el terreno absoluto de la política, que siempre debe tener en cuenta las consecuencias de cada decisión.

Alfonsín intentó romper o atenuar lo insalvable de ese dilema, en un ejercicio tenso y feroz, que Carl Schmitt definía, en síntesis, así: la política es siempre conflicto si se quiere cambiar algo del statu quo. Los libros de ambos teóricos fueron parte de la bibliografía que devoraba Alfonsín. La comprensión de esos textos no lo salvó de los padecimientos concretos de comandar la política argentina entre 1983 y 1989, cuando le tocó gobernar luego de la mayor tragedia del siglo XX: los crímenes del Estado terrorista y la herencia maldita de la deuda externa que tomaron los mismos grupos empresariales que hoy también cogobiernan con el capital financiero la Argentina.

Ya en el llano, vi a Alfonsín muchas veces en la década menemista. Algunas como periodista, en reportajes que concedía a los medios en los que yo trabajaba. Pero también en una intimidad amistosa, compartiendo una buena mesa con amigos, y no poco conspirativa en los prolegómenos de la formación de la Alianza que impulsó. En una de esas tertulias circa 1999, mientras abría un vino Rutini Malbec que tanto le gustaba, le pregunté:

–Raúl, ¿por qué tuviste que legislar para la impunidad de los crímenes de la dictadura? ¿Por qué no indultaste?Me contestó con su habitual rezongo ante una pregunta repetida:

–Porque las leyes dependen de la correlación de fuerzas políticas, pueden cambiar… Reflejan los acuerdos amplios de la sociedad, pueden sostenerse en el tiempo esas decisiones. Del perdón presidencial no se puede volver.

Recuerdo que su cara, su mal humor al referirse a ese tema, volvía a mostrar el dilema madre de la política entre la ética de las convicciones y la de la responsabilidad: él, entre el tiempo y la sangre, había elegido el tiempo. ¿Más Weber que Schmitt? Se tardó 16 años en abolir las leyes de impunidad, con la consecuente privación de justicia para miles de argentinos víctimas de aquella tragedia.

Una de las últimas veces que lo vi fue una noche tórrida de enero cuando, hacia las dos de la mañana, cantó con todos mis amigos mi feliz cumpleaños. Después se acercó, me miró a los ojos y, otra vez, como la primera vez, me besó la mano. Y volví a sentirlo definitivamente inolvidable.

 

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