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Caras y Caretas

           

SERIES FENOMENALES O FENÓMENOS SERIALES

El streaming cambió la forma de consumir productos audiovisuales que ya existían pero que, por sus modos de difusión, tenían una recepción acotada. Gracias a las plataformas, estalló una nueva y específica manera de producir contenidos.

Por Ezequiel Boetti. Qué serie estás viendo?” La pregunta se escucha en reuniones familiares, en el trabajo o en una salida un sábado a la noche. La formulan chicos, adolescentes, jóvenes y adultos. Hombres y mujeres. Los padres a sus hijos y los hijos a sus padres. En un país agrietado, donde cada vez más temas –políticos, pero también culturales, sociales y hasta deportivos– están vedados de las charlas cotidianas para evitar conflictos, las series se han convertido en un elemento conciliador y ameno, un bálsamo recreativo entre tanta disputa discursiva. El fenómeno crece exponencialmente desde que Netflix puso a un clic de distancia una oferta finita aunque inabarcable que hoy supera las 250 millones de horas (el equivalente a ¡29 mil años!) de contenido. Ese crecimiento es notorio en la Argentina, el segundo país de la región con más suscriptores después de México y el 14° entre los 190 en los que la plataforma está disponible, pero no es la excepción. De mantenerse la tendencia alcista por la que actualmente hay 125 millones de abonados en todo el mundo, y si finalmente logra penetrar la férrea censura de China, Netflix llegaría a más de 450 millones de hogares en 2022.

LA ERA DE LA LATA

Pero la empresa afincada en California no descubrió la pólvora exportando series. No al menos aquí, donde el consumo de productos estadounidenses data desde comienzos de los 60, cuando las principales cadenas televisivas de aquel país desembarcaron en los tres canales de aire privados de la ciudad de Buenos Aires como accionistas y proveedores exclusivos de tecnología y contenidos. Así fue como NBC se vinculó con Canal 9, la CBS con Canal 13 y ABC con Canal 11. Ese expansionismo, a su vez, se enmarcó en otro aun mayor. Según afirma Elizabeth Fox de Cardona en su trabajo “La televisión norteamericana en América latina”, para 1970 las ventas de contenidos enlatados a los países del sur del río Bravo ya deparaban más de 100 millones de dólares de ganancia. Por aquellos años, escribe Mirta Varela en el libro La televisión criolla. Desde sus inicios hasta la llegada del hombre a la Luna, la Argentina era el país más televisivo de la región: si en Brasil había 30 aparatos por cada mil habitantes y en México 42, aquí la cifra llegaba a 82. Siempre nos gustó la pantalla, la diferencia es que ahora nos gusta otra.

Aquellos fueron años dominados por series de acción y comedias blancas. El fugitivo, Bonanza, Combate, Ruta 66, Rin Tin Tin, Yo quiero a Lucy, Hechizada, Los tres chiflados y Lassie, entre otras, moldearon el gusto de la primera generación que se enfrentó al consumo audiovisual episódico pero situado en tiempo y espacio: un programa, a una determinada hora, un determinado día, en un determinado canal. Parte de esa programación foránea fue perdiendo terreno en manos de productos locales a cargo de directores y guionistas que habían aprendido de sus pares estadounidenses un know-how hasta ese momento ausente. La censura impuesta en el gobierno de Isabel Martínez de Perón, y luego elevada a la enésima potencia durante la dictadura iniciada en 1976, implicó la salida del aire de numerosos programas y publicidades de contenido “inmoral” que atentaba contra las “buenas costumbres”. Nuevamente estatizados y bajo un férreo control de las Fuerzas Armadas, los canales basaron sus programaciones en series sin atisbos de conflictos sociales ni políticos, como El hombre nuclear, Los ángeles de Charlie y S.W.A.T.

Muchas de estas series presentaban narraciones autoconclusivas, es decir, historias que empezaban y terminaban en un mismo episodio y dejaban a los personajes en un lugar similar al que se hallaban al inicio. Usada en Hechizada y Yo amo a Lucy, por citar dos ejemplos anteriores, esta circularidad se amoldó perfectamente a los requisitos de la comedia, un género en el que la historia suele funcionar como excusa para los chistes y las escenas humorísticas. Las comedias de situaciones (sitcom) se masificaron desde mediados de los 80, con títulos instalados en la memoria de los sub-40, como ALF y Blanco y negro (que empezó en 1978 pero sus repeticiones se extendieron durante dos décadas), y alcanzaron su esplendor en los 90, con La niñera y, sobre todo, Friends como emblemas. Las series tenían seguidores pero no eran prestigiosas ni masivas. Hasta que empezaron a serlo.

UN NUEVO FENÓMENO

¿Cuándo empezó la era dorada de las series? ¿En qué momento asumieron el trono del consumo audiovisual del siglo XXI? Lanzada en 1999, Los Soprano marcó un hito porque apostó menos al impacto y a los ganchos narrativos que prometían resolverse en el capítulo siguiente (lo que en inglés se llama cliffhanger), que a la progresiva construcción de un universo complejo y poblado por personajes con matices, además de un desarrollo profundo y sin apremios –toda una subversión del frenetismo asociado a la pantalla chica– de las situaciones que enfrentaba el clan del mafioso Tony Soprano. Los capítulos de la serie creada por David Chase no eran autoconclusivos sino que se encadenaban para formar una historia de largo aliento temporal que crecía y se ramificaba a medida que avanzaban sus seis temporadas. Algo similar hizo The Wire, considerada una de las mejores series de todos los tiempos. Ambos programas fueron producidos y emitidos por la cadena Premium HBO, una señal asociada a la calidad que bañó de prestigio un formato hasta entonces menospreciado y mostró que era posible construir otro tipo de relatos en la televisión. La reputación, entonces, estaba ganada. Faltaba la masividad global. Una masividad encontrada, paradójicamente, gracias a 70 personas perdidas.

Para cuando se lanzó la primera temporada de Lost, en septiembre de 2004, el Netflix que hoy conocemos era una quimera. Desde 1999 la empresa funcionaba como un servicio de delivery de películas en formatos físicos, principalmente DVD y Blu-ray, y aún faltaban años para que se volcara al streaming. Pero internet ya había dejado atrás su etapa dial-up y la banda ancha se establecía como el tipo de conexión más común al mundo 2.0, permitiendo así los primeros pasos de la viralización de contenidos y el encuentro virtual de comunidades aunadas por intereses en común. La importancia de Lost para el consumo radica, principalmente, en haber entendido que internet transforma el visionado de una serie en un acto colectivo a la vez que individual. A medida que avanzaban sus 121 capítulos, afloraron innumerables sitios especializados con complejísimas teorías sobre los sobrevivientes del vuelo 815 de Oceanic Airlines. Lostpedia, por ejemplo, tiene 3.500 artículos sobre la historia de los personajes y los posibles significados de los elementos inexplicables minuciosamente distribuidos por los guionistas a lo largo de seis temporadas. El último episodio de Lost fue el primer fenómeno audiovisual planetario acompañado en tiempo real por millones de seguidores de todo el mundo. Atentos a los vientos de cambio, el canal AXN, que había puesto al aire la última temporada con dos meses de diferencia respecto de Estados Unidos, realizó un maratón el fin de semana previo al desenlace con los capítulos pendientes para emitir el final apenas un día después que en su país de origen. Fue, además, la primera vez que los medios argentinos dedicaron una amplia cobertura a una serie, todo un síntoma de un furor que no haría más que crecer. La historia de Jack, Saywer, Kate, Locke y compañía terminó apenas meses antes de que Netflix, ya volcado al streaming pero aún sin proyección mundial, anunciara la realización de su primera producción propia. Se trataba de una serie que había sido rechazada por varias cadenas, entre ellas HBO, sobre los tejes y manejes del poder dentro de la Casa Blanca llamada House of Cards. De allí en más, Netflix no paró. Año tras año aumentó su presupuesto para crear contenidos acordes con el gusto de los consumidores, a quienes los algoritmos permiten conocer al dedillo. La inversión de 2018 fue de alrededor de 8.000 millones de dólares para 700 películas y series, al tiempo que entre enero y septiembre la empresa reportó una ganancia de 930 millones de dólares. Mientras tanto, otros actores de peso relegados en materia de streaming reacomodan sus fichas con miras a morder una parte del negocio. Disney avanza en la creación de su propia plataforma con la idea de lanzarla en el otoño estadounidense de 2019. Lo mismo hace Warner con un servicio que estaría listo para fin de año e incluiría contenidos de HBO. Amazon Prime Video y YouTube Premium completan el escenario de un modelo de consumo en constante expansión. A alistar el control remoto: la guerra por la conquista del streaming ha comenzado.

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