Por Mónica López Ocón. Con sol en Piscis y ascendente en Acuario, y un horóscopo de estratega en derrota y enamorada trágica, nací en Toay (La Pampa) y salí al encuentro de temibles cuadraturas y ansiadas conjunciones que aún ignoraba.”
Así comenzaba Olga Orozco, la poeta esotérica que hacía poesía aun cuando escribiera en prosa, sus “Apuntes para una autobiografía”. Luego la familia se radicó en Bahía Blanca y más tarde se instaló en Buenos Aires. Junto con Alfonsina Storni y Alejandra Pizarnik, Orozco integra la tríada estelar de las poetas argentinas. Alejandra y Olga se conocieron en 1955, y desde entonces hasta la muerte de Alejandra, Olga fue su amiga y también una suerte de “madre literaria”.
Como Fernando Pessoa, Orozco tuvo varios heterónimos. Fue bautizada con el nombre de Olga Nilda Gugliotta, pero fue Olga Orozco la que escribió poesía. En el campo del periodismo, sus heterónimos se multiplicaron. Escribió los horóscopos del diario Clarín bajo el nombre de Canopus. En la revista Claudia fue Valeria Guzmán para responder el correo sentimental de las lectoras; Martín Yañez, para escribir crítica literaria; Sergio Medina, para las notas sobre tecnología y sobre las estrellas de Hollywood; Richard Reiner, para los textos esotéricos; Elena Prado o Carlota Ezcurra, para notas de vida social y puericultura; Valentine Charpentier, para escritos biográficos o de viajes, y Jorge Videla, para notas sobre tango y otras prácticas que eran consideradas masculinas. Así consta en el prólogo de Marisa Negri a Yo, Claudia, el libro que recoge sus trabajos en esa revista en las décadas del 60 y del 70, publicado por Ediciones en Danza en 2012. Con el nombre de Jorge Videla –una casualidad poco feliz– firmó la nota “Otras caras de Gardel”. Un grupo de especialistas de Montevideo invitó a Videla a participar de los almuerzos mensuales que se realizaban en honor del gran cantor de Buenos Aires. Pero al enterarse de que bajo ese nombre se ocultaba una mujer, la invitación fue retirada, lo que constituye una elocuente instantánea del lugar que se le otorgaba a la mujer en la sociedad en ese tiempo.
Quizá por su pertenencia generacional –llegó al mundo en 1920– o por necesidad de encasillamiento, se la asocia con la generación del 40. Además, se la vincula con el surrealismo. Quizás ambas cosas sean ciertas, pero no del todo. Su poesía, como ella misma lo decía, tiene una filiación neorromántica, pero nunca se reconoció en el surrealismo. “Lo que comparte con el surrealismo –afirma Tamara Kamenszain en el prólogo de su Poesía completa, editada por Adriana Hidalgo en 2012– es un asombro en relación con el descubrimiento del inconsciente.” Pero su voz trascendió cualquier tipo de etiqueta hasta volverse única. Tiene una identidad tan fuerte que puede reconocerse de inmediato, igual que se reconoce el timbre de voz de los seres más cercanos.
MÁS ALLÁ DE LAS CLASIFICACIONES
Orozco se defendía de clasificaciones ligeras que pudieran dar a entender que su poesía, por “soltar los lazos del corazón”, como quisieron los románticos, o por ser expresión del inconsciente, fuera un fluir sin estructura. En 1994, les decía a tres poetas que la entrevistaron para la revista Último Reino: “No sé si ustedes se han fijado que en mis poemas hay una estructura muy rígida, son de una arquitectura muy acabada. Es decir, las escaleras no dan al vacío, las ventanas no se abren en un pilar, se abren donde deben abrirse, lo que está en la línea 24 no se contradice con lo que viene en la línea 32”.
Su primer libro de poesía, Desde lejos, fue publicado en 1946. Le siguieron Los juegos peligrosos, Las muertes, Museo salvaje, Cantos a Berenice (poemas dedicados a su gata), Mutaciones de la realidad, La noche a la deriva, En el revés del cielo, Con esta boca en este mundo, Eclipses y fulgores y un libro publicado de manera póstuma bajo el título Últimos poemas. “Mis temas siempre fueron los mismos –aseguraba Orozco–: la búsqueda de Dios, el hecho de acechar más allá de lo visible o lo inmediato, ampliar las posibilidades del yo, el tiempo y la memoria y, claro, la muerte.” La niñez recreada y modificada por la memoria está presidida por la figura de su abuela María Laureana, que le leía un cuento diario. Esa es la cantera en donde Orozco buscó las piedras de su poesía. Dijo alguna vez que la infancia “es como una semilla tatuada”.
Los talismanes y el tarot que aparecen en su escritura dan cuenta de su creencia en otros mundos. Pero en ella lo esotérico es también una de las formas de la poesía. “Una sombrerera de Bahía Blanca, Felicitas Pugni, me encontraba ‘condiciones extraordinarias para cualquier cosa del transmundo’ y me enseñó a tirar el tarot –le dijo al poeta Jorge Boccanera en una entrevista–. Era una señora muy curiosa, andaba con sombrero y cartera en su propia casa. Yo tendría 14 años y acompañaba a la mucama con encargos de mi madre. Un día me hizo levitar (indica con la mano a unos 40 centímetros del suelo); recuerdo que yo le decía a mamá: ‘Hoy va a venir la tía Margarita a la hora del té y me va a regalar una muñeca’ y esa tía, que habitualmente no solía venir, llegaba a las cinco con una muñeca. Siempre tuve esa facultad, videncias, premoniciones.”
También tuvo la premonición de su muerte, que se produjo el 15 de agosto de 1999 en el Sanatorio Anchorena. Presintiendo que ya no volvería a su casa luego de la operación quirúrgica a la que debía someterse, dejó prolijamente ordenados sus últimos poemas inéditos sobre la mesa en la que trabajaba. Siempre supo que las palabras son un conjuro mágico contra el olvido.