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Caras y Caretas

           

San Martín y Rosas, un diálogo político

Desde su exilio en Francia, el Libertador de América mantuvo un intenso intercambio epistolar con el gobernador de Buenos Aires, bloqueada por ese país europeo, donde le expresaba su apoyo político y se ofrecía como mediador.

Agosto de 1838. En su habitación del primer piso de una residencia de dos plantas junto al río Sena, que discurre mansamente hacia la cercana París, el anciano de cabellos completamente canos, pero todavía erguido porte, ciñe una pluma para escribirle una carta a un compatriota del otro lado del ancho océano que lo separa del escenario de sus pasadas glorias.

La Confederación Argentina está en guerra con Francia y Buenos Aires sufre las consecuencia de un bloqueo tan riguroso como perjudicial para su economía y el ejercicio de sus derechos soberanos.

“Si usted me cree de alguna utilidad… Tres días después de haber recibido sus órdenes, me pondré en marcha para servir a la patria honradamente, en cualquier clase que se me destine”, precisa el remitente.

Quien firma el ofrecimiento es el general José de San Martín, largamente exiliado, que hace cuatro años compró esa propiedad en Grand Bourg, a siete kilómetros de la capital, donde espera transitar en tranquilidad sus años postreros.

El destinatario de tan generosa y dignísima ofrenda es el brigadier general Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires y encargado de las relaciones exteriores del Estado argentino.

El texto completo de la carta de San Martín, la primera de una correspondencia que pone de manifiesto el mutuo respeto y admiración que se prodigarán de ahí en más ambos personajes, no tiene desperdicio, es un alegato político de alto voltaje, incómodo para los suscriptores de la historia oficial.

“Separado voluntariamente de todo mando público el año 23 y retirado en mi chacra de Mendoza, siguiendo por inclinación una vida retirada, creía que este sistema y más que todo, mi via pública en el espacio de diez años, me pondrían a cubierto con mis compatriotas de toda idea de ambición a ninguna especie de mando”, prologa el gran capitán.

“Me equivoqué en mi cálculo”, se lamenta justamente el estratega de una de las campañas más estudiadas en las academias militares.

“A los dos meses de mi llegada a Mendoza, el gobierno que en aquella época mandaba en Buenos Aires no solo me formó un bloque de espías, entre otros, a uno de mis sirvientes, sino que me hizo una guerra poco noble en los papeles públicos de su devolución”, continúa San Martín una somera descripción de lo que hoy llamaríamos una “operación mediática”.

El gobierno al que se refiere mantenía como gobernador nominal a Martín Rodríguez, pero el poder estaba ejercido en la práctica por su ministro Bernardino Rivadavia, quien previamente le había negado suministros para completar su cruzada libertadora y posteriormente se convertiría en presidente sin consenso alguno.

Concluye San Martín: “Desde aquella época, años de males no interrumpidos han deteriorado mi constitución [en relación a sus recurrentes problemas de salud] pero no mi moral ni los deseos de ser útil a nuestra patria”.

La respuesta de Rosas no se demora más de lo esperado en aquel siglo de comunicaciones epistolares.

“Mi satisfacción habría sido completa si me hubiese sido posible excusar el recuerdo de los funestos sucesos que lo obligaron a ausentarse de este país. Felicito a usted por el acierto con que ha sabido conocer la injusticia de sus perseguidores y le doy lleno de contento las más expresivas gracias por su noble y generosa oferta”, contesta como fórmula de cortesía a comienzos de 1839.

Ya entrado en tema, Rosas es más específico y pragmático: “Para el caso que sean necesarios, debo manifestarle que por ahora no tengo recelo que suceda tal guerra”.

En tanto, lo invita a regresar a la patria para concluir aquí sus días, cuando no existan riesgos de navegación, y le propone: “Permaneciendo usted en Europa podrá prestar en lo sucesivo a esta república sus buenos servicios en Inglaterra y Francia”.

Rosas presume que el prestigio de su interlocutor le puede reportar más réditos en el ámbito político que en el campo de batalla.

Según pasan los años

El conflicto con Francia concluye formalmente con un tratado de paz firmado por los ministros de Relaciones Exteriores de la Confederación, Felipe Arana, y el representante plenipotenciario de la monarquía gala, el barón de Mackau (Rosas había exigido y obtuvo por garante a un diplomático legítimante acreditado), a bordo del bergantín francés “La Boulonnaise”, en octubre de 1840, autorizado por la Junta de Representantes y ratificado por el gobernador.

Mientras tanto, Lavalle, antiguo oficial de San Martín al servicio de los opositores unitarios que complotaban con un desembarco francés que nunca se produjo, inicia su definitivo camino hacia el destierro en el norte, donde encontrará la muerte.

José de San Martín.

Aunque la amenaza extranjera toma otro vuelco aun más desfavorable pocos años más tarde, cuando una escuadra anglofrancesa se dirige al río de la Plata pretextando el derecho de la libre navegación de los cursos internos, para colocar el producto de sus industrias. También esta vez hay complicidades e intereses cruzados de orilla. Los opositores exiliados en Montevideo, sitiada por tropas de la Confederación, vuelcan renovadas expectativas en esta incursión conjunta de las dos mayores potencias navales de su tiempo, y Sarmiento, desde Chile, pregona la conveniencia de ocupar el estrecho de Magallanes, en detrimento de la integridad territorial de su propia patria.

Desde Nápoles, donde se encuentra tratando de encontrar alivios a sus males, José de San Martín vuelve a tomar la pluma para hacerle saber a Rosas que se mantiene al tanto de los acontecimientos que se precipitan.

“Bien poca es hasta el momento la mejoría que he sentido, lo que me es tanto más sensible cuando en las circunstancias en que se halla nuestra Patria, me hubiera resultado muy lisonjero poder nuevamente ofrecerle mis servicios como lo hice a usted en el primer bloqueo por Francia”, se lamenta el viejo guerrero, quien concluye la misiva reiterando su confianza en el “triunfo de la justicia que nos asiste”.

Hace algo más San Martín, corroborando aquel consejo de Rosas. Contesta a un pedido del Morning Chronicle londinense para conocer su parecer: “Bien sabida es la firmeza de carácter del jefe que preside a la República Argentina; nadie ignora el ascendiente que posee en la vasta campaña de Buenos Aires y en el resto de las provincias interiores y aunque no dudo que en la capital tenga un número de enemigos, estoy convencido que bien sea por orgullo nacional, temor, o bien por la prevencion heredada de los españoles contra los extranjeros, ello es que la totalidad se le unirán y tomarán una parte activa en la contienda”.

De regreso a Grand Bourg y enterado de la gesta de la Vuelta de Obligado (20 de noviembre de 1845), se dirige expresamente a Rosas: “Los interventores habrán visto lo que somos los argentinos. A tal proceder no nos queda otro partido que cumplir con el deber de hombres libres, sea cual sea la suerte que nos prepare el destino, que, por mi íntima convicción, no sería un momento dudoso, en nuestro favor, si todos los argentinos se persuadisen del deshonor que recaerá sobre nuestra patria si las naciones europeas triunfan en esta contienda, que, a mi opinión, es de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de España” (mayo de 1846).

Hasta la victoria siempre

Todavía una vez más escribe San Martín a Rosas, ahora desde Bolougne-Sur-Mer, adonde había transportado a su familia (hija y nietas convivían con él) para ahorrarle los sobresaltos revolucionarios de mayo de 1848 en París.

“Mi respetado general y amigo. A pesar de la distancia que me separa de nuestra Patria, Ud. me hará la justicia de creer que sus triunfos son un gran consuelo en mi achacosa vejez; así es que he tenido una verdadera satisfacción al saber del levantamiento del injusto bloqueo con que no hostilizaban las dos primeras naciones de Europa. Esta satisfacción es tanto más que completa cuanto el honor del país no ha tenido nada que sufrir y por el contrario presenta a los nuevos Estados americanos un modelo a seguir y más cuando este está apoyado en la justicia”, manifiesta.

Juan Manuel de Rosas.

Después de evaluar las negativas consecuencias de la crisis económica que afecta a Francia, con sus millones de proletarios hambreados por el paro de la industria, continúa: “Un millón de agradecimientos, mi apreciable General, por la honrosa memoria que hace Ud. de este viejo patriota en su mensaje último a la Legislatura de la provincia; mi filosofía no llega al grado de ser indiferente a la aprobación de mi conducta por los hombres de bien”.

Y concluye, a manera de despedida: “Esta es la última carta que será escrita de mi mano; atacado hace tres años de cataratas, apenas puedo ver lo que escribo, y lo hago con indecible trabajo”.

Cuando San Martín fallece, el 17 de agosto de 1850, le toca a su yerno, Mariano Balcarce, encargado de la legación argentina en París, comunicarle a Rosas la última voluntad del libertador de media América.

“El sable que me ha acompañado en toda la guerra de la independencia de América del Sur le será entregado al general de la República Argentina don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que pretendían humillarla.” Así consta en la cláusula tercera del testamento ológrafo, escrito y firmado de puño y letra por José de San Martín.

Escrito por
Oscar Muñoz
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