Ciertos libros exigen –por su bien y por el nuestro– un acercamiento verdaderamente desprejuiciado. Así las cosas, una mirada atenta, vigilante, aunque bien intencionada, sería capaz, por caso, de distinguir el (atenuado) fulgor que resplandece bajo las parrafadas de un libro como Porque demasiado es suficiente. Mi historia de amor con Suede (Montacerdos), de Mariana Enriquez. Porque si, en efecto, de una historia de amor se trata, ¿a quién si no únicamente a los enamorados puede llegar a interesarle?
Suede. Banda británica que explotó en la escena de los 90 y que compartió, desde los inicios, ciertas obsesiones con la autora: la ambigüedad sexual y genérica; lo queer; el disfrute del sexo; las drogas, su reviente y su resaca; los esqueléticos cuerpos vampíricos. Y una fan mujer, a diferencia del hombre que tiende a analizar, según Enriquez, una canción como si del motor de un auto se tratara, goza de otro modo de la música. Asegura la autora: “Quería copiarles la ropa, y eso para mí constituye una esencia del fanatismo femenino que sobre todo los críticos han querido disciplinar con ahínco”. Y luego, citando a una periodista cultural: “Negar la atracción sexual es una forma de misoginia internalizada. Disfrutar la música de una manera sexualizada es socialmente inaceptable o no es serio. Negarle a una mujer su sexualidad como amante de la música es problemático y sexista”.
El fenómeno del fandom
Pero antes que en una diatriba contra las prácticas y apreciaciones machistas del campo del periodismo musical (que las hay, o las hubo, y que Enriquez sufrió cuando se iniciaba en el oficio), el libro gana en densidad cuando sabe articularse con el trasfondo mítico que subyace al fenómeno de las fans y huir de los atributos de una constreñida cosmovisión viril. Existiría una genealogía, antigua y prestigiosa, en la que se entronca la experiencia fan: basta pensar en las ménades o bacantes, dice Enriquez, las seguidoras del dios Dionisio y el dios Baco. Bañadas en un clima de oscura fiesta, a la luz de una hoguera o de la luna, entre tambores y flautas, las ménades eran poseídas por Dionisio e, investidas del dios, alcanzaban un poder y una fuerza capaces de destrozar cuerpos ajenos, incluso de comérselos. Y, particularmente a Dionisio, se lo retrataba como un joven andrógino. Son las ménades, también, las que asesinan a Orfeo, el dios poeta y músico. Y a partir de aquí, conjetura la autora, se termina de sellar la idea de que “sobre el escenario empiecen a dominar los varones y las chicas queden abajo, aunque los varones siempre necesiten de esa energía y la encarnen en un pacto injusto”.

Enriquez traza, entonces, un arco que comienza con la mitología clásica, continúa con el desenfreno por Lord Byron y la auténtica Lisztmanía que produjo el compositor Franz Liszt; alcanza el contemporáneo y genial “Las ménades”, el cuento de Cortázar en el que un maestro musical es devorado por los asistentes a un concierto, como lo sugiere la relamida de una mujer al final del relato, y que se sobreentiende, a su vez, como influencia de “Carne”, el cuento de Enriquez de Los peligros de fumar en la cama (2009) y, en cierto sentido, de su novela Este es el mar (2017); para terminar con el inquietante análisis del fandom actual, el mundo de los fans concebido alrededor de algún artista, que se nuclea en grupos, foros y páginas web pero con efectos (virtuales y materiales), a veces válidos y creativos, a veces tóxicos y alarmantes. Entre muchos otros, los trekkies, fanáticos de Star Trek; las swifties, fanáticas de Taylor Swift, y los belibers, de Justin Bieber, hacen pensar en las temibles ménades, por momentos, como carmelitas descalzas.
Claro que las apreciaciones de Enriquez sobre las canciones y los álbumes de Suede no son, sin más, efusiones vacías: su amor desenfrenado desemboca en una percepción febril y filosa, capaz de irradiar sobre la música y las letras la furiosa intensidad del obseso. “Ser fan –escribe la autora, y lo hace en términos muy personales– es tener una relación no solo a distancia, sino con la distancia. Ni siquiera es posible saber del todo quién está detrás, del otro lado.” En el mundo del fandom, que Enriquez ha engordado a su manera, subirse al escenario no es gratuito. Puede implicar la divinidad, seguro, así como el truculento martirio que sabe venir con ella. Un fan pretende, a toda costa, eliminar la distancia con su dios. Qué mejor manera que devorar su carne para sentirlo parte de uno. El problema –tanto para el fan como para el dios– es que este alimento no sacia jamás, porque demasiado no es suficiente.