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Caras y Caretas

           

Radawski, al margen de las tendencias

De origen polaco, Alejandro Genes Radawski reparte su tiempo entre Europa del Este y la Argentina, donde está presentado su obra La pelea de la carne. En esta entrevista cuenta los pormenores de ese proceso creativo y repasa su trayectoria.

Tenaz y punzante, dueño de una ironía que se construye en los límites del absurdo, Alejandro Genes Radawski es un viajero sin punto fijo, un dramaturgo cuyo hogar es la escritura. Una de esas personas que se nutren del recorrido para engrosar sus ideas y conformar una puesta novedosa de la realidad. La Argentina y Polonia son los escenarios donde desarrolla un teatro que pone en tela de juicio a clásicos y no tan clásicos. De Witold Gombrowicz a Federico García Lorca, de su pluma al cántaro, su trabajo se mueve ecléctico como un baile donde actores y actrices trabajan con la elegancia de los equilibristas de circo.

En su más reciente obra, La pelea de la carne, el contexto bélico se cruza con la espera y la seducción construyendo una línea de continuidad de ese universo crítico, moral y absurdo que supo plasmar Gombrowicz a lo largo de su trabajo. Desde una puesta minuciosa, disciplinada y lúdica, en obras en vigencia como El alemán que habita en mí y Ferdydurke, Radawski se erige como un director alejado de toda etiqueta. Un autor que avanza a través del ensamble de lenguajes y disciplinas, construyendo una estética singular anclada en los bordes: en los límites entre la vigilia y lo onírico, entre lo correcto y lo inmoral, entre lo reflexivo y lo disparatado.

–¿Cuál es tu vínculo con Polonia y qué raigambre artística asumiste desde temprana edad?

–Toda mi familia llegó a la Argentina desde Tomaszów Lubelski, una pequeña ciudad al sureste de Polonia. En mi casa siempre estuvieron la bandera y el escudo polaco, libros en idioma polaco, el vodka y muchas tradiciones polacas que me acompañaron en mi niñez. Mi abuelo tenía una biblioteca gigantesca, donde comencé con la lectura desde muy temprana edad. Con 9 años, solía ir también a bibliotecas públicas a sentarme a leer. A los 14 me regalaron la primera máquina de escribir, donde comencé a garabatear mis primeros ingenuos escritos.

–¿Cómo apareció la escritura en tu vida?

–Apareció como aparecen todas las cosas hermosas, sin buscar llamar la atención. Para cuando me quise dar cuenta, ya estaba escribiendo a rienda suelta. Digo a rienda suelta porque nunca fue un problema para mí la escritura, me siento a escribir y fluye, como una canilla con el cuerito flojo, hay un flujo continuo de palabras que se tropiezan y se pelean por ser escritas. No hay mucho pensamiento, es más que nada pulsión e intuición, un fluir de los sentimientos.

–Arrancaste en cine y televisión, ¿qué encontraste en el teatro para sumergirte de lleno en ese mundo? ¿Cuáles eran tus referentes en ese momento?

–No es que me haya sumergido, es que el teatro me atrapó. De todas formas, sigo escribiendo y dirigiendo cine. Pero el teatro se adueñó de mi vida tan profundamente que para mí no hay nada más importante, y cuando digo nada es nada. Hace unos años, en otra entrevista, dije que el teatro es el amor de mi vida, y ese amor sigue intacto. En el cine hay una pantalla como marco por el cual expresar el arte, en el teatro me siento más libre, siento que puedo influir de manera más directa en la audiencia, me permite jugar con el público, que es lo único vivo que tiene el teatro, desde mi punto de vista, ya que considero al teatro un arte muerto, porque todo está previamente ensayado y pautado, los actores saben qué decir y cómo moverse, la música suena donde tiene que sonar, las luces ya están grabadas, es como escuchar una cinta ya grabada. Entonces, jugar con el público es la garantía de tener por un momento un rapto de algo vivo. En cuanto a mis referentes de aquel entonces, de mi adolescencia, eran Eduardo Pavlovsky y Griselda Gambaro.

–¿Qué te produjo el acercamiento a la obra de Gombrowicz? ¿Qué tiene su escritura que le permite seguir estando vigente a pesar del paso del tiempo?

–Gombrowicz es un autor que te invita a jugar, a imaginar y romper estructuras que tenemos muy arraigadas desde nuestra educación o, mejor dicho, desde nuestro “adoctrinamiento”, desde que somos niños, porque nos van moldeando para ser adultos y estar enfrascados en un mundo donde debemos pensar de manera más o menos parecida si no queremos que nos metan en una picadora de carne. Hoy en día está mal visto decir lo que pensás e ir en contra de los cánones establecidos por la mayoría, es un horror no ser políticamente correcto, sos el enemigo, el outsider, si no seguís el mismo pensamiento que el rebaño. Witold es justamente todo lo que está bien, porque precisamente se caga en todo lo que dije anteriormente y me veo súper identificado. Encuentro en Witold un desenfreno, un tipo de desfachatez a la hora de escribir que me excita sobremanera, me interesan los autores que se arrojan al abismo, donde la escritura fluye sin tanto raciocinio, donde no existe una lógica binaria y donde dos más dos puede y debe ser cinco. ¿Por qué? Porque sí. Simple. Porque el autor está jugando y si no jugás como lector quedate en tu casa, no vengas a la fiesta a la que te está invitando.

–¿Cómo argentinizaste su mirada tan ácida sobre la sociedad, la moral y la política a la hora de hacer Ferdydurke y La pelea de la carne?

–No hay pecado mayor que hacer a Gombrowicz de manera seria, porque él es un chiste, él encierra al mismo tiempo barbarie y sutileza, tragedia y risotada. Cuanto más lúdico, más profundo, por eso cuando los actores quieren imprimirle seriedad, análisis o psicología, quedan patéticamente expuestos en escena, no entendieron a Witold, y lo que es peor aún, se evidencia el daño que le ha hecho la psicología al teatro en particular y a la vida de las personas en general. Ahora bien, esa traspolación a nuestro país fue la cosa más sencilla, porque nadie está exento a la condición humana del “ser patético”, eso no tiene que ver con nacionalidades, es algo intrínseco de las personas, y justamente Gombrowicz viene a enrostrarnos eso.

–¿Qué tipo de teatro se está haciendo en Europa central, donde estás radicado, y qué particularidades pudiste absorber para tus obras en la Argentina?

–Pude profundizar mi convencimiento de que lo que hago no se condice con nada que haya visto anteriormente, y eso me recuerda una frase del Cholo Simeone: “En la vida hay que pelear por lo que querés, ¿hasta dónde? Hasta el final. Y si viene una curva, acelerá, no bajés, acelerá”. Tengo la firme seguridad de que no me interesa seguir modas ni pertenecer a un grupo que busque validación a través de la imitación de otros. Mi verdadera identificación está en mantenerme al margen de las tendencias, ya que copiar y tratar de encajar en un colectivo no es mi camino ni enriquece mi creatividad. En Polonia o en los países nórdicos donde suelo trabajar, en su mayoría hay un afán por el cualquiercosismo, ya sea a nivel puesta en escena, como a nivel interpretativo de los actores, como que hacer el ridículo es algo creativo. Me da vergüenza ajena, sobre todo cuando veo que parodian los conflictos de la trama, será porque pienso que el campo emocional es un circuito de extraordinario y directo intercambio. No se trata de llorar, pero sí hay una necesidad de transmitir ciertas energías y tonos con los cuales las situaciones dramáticas se tornan afirmativas, porque si no la actuación se despliega lentamente hacia un borde irónico y distante, donde no aparece el signo afirmativo de la actuación. Sin la verdad y la convicción de lo que se actúa, aparece un “como si” falso: como si fuera vergonzoso estar triste. Lo maravilloso de trabajar con estos actores acá en Europa es que nunca ponen ni un pero para ensayar, y eso que la mayoría de los actores en Europa tienen otra profesión, de la cual viven, tienen hijos que llevar a la escuela a la mañana y luego van a la oficina y luego van a ensayar, y si tienen que ensayar hasta las 2 de la mañana lo hacen con felicidad, y luego se levantan a las 6 para llevar a su hijo, y luego van a la oficina. Sin ir más lejos, en la selección nacional de fútbol de Estonia, la mayoría de los jugadores tienen otro trabajo, no viven del deporte, pero la disciplina y la exigencia no se negocian porque no los gobierna la excusa. Otra cosa positiva es que los actores acá tienen una disciplina y concentración superlativa, entienden el riesgo que significa que haya un error en el teatro, lo ven como algo trágico, terrible, y trabajan en la búsqueda de la perfección. Obviamente en el proceso de ensayos, yo como director pienso que el resultado no es exigible, lo que es exigible es el esfuerzo. Y mi corta experiencia me dice que nada que se someta a un arduo trabajo es imposible en el teatro. Ahora bien, en la etapa de funciones, para mí un error es sinónimo de vagancia y no solo es algo inadmisible, sino que me genera una profunda frustración y angustia.

–En tus obras El alemán que habita en mí y Ferdydurke hay una burla picaresca hacia los fundamentalismos. ¿Cómo analizás estos factores en la realidad social argentina?

–Creo que la clave está en romper ese mundo binario en el que la mayoría de las personas tiene configurada su cabeza, sobre todo en la Argentina, donde prima la necesidad de etiquetar y definir a las personas con un título, como si eso fuera una adicción y al hacerlo diera cierta tranquilidad. Hay una frase de Wisława Szymborska que me vuelve loco: “Todas las cosas tienen como mínimo seis puntos de vista: desde los cuatro lados y desde arriba y desde abajo”.

Alejandro Genes Radawski.

–En tu flamante obra La pelea de la carne, basada en Pornografía de Gombrowicz, hay un importante trabajo multidisciplinar que ya habías planteado en El alemán… ¿Cómo pensás de los cruces disciplinares a la hora de pensar una obra? ¿Estamos en una transición hacia un paradigma más tecnológico en el teatro?

–Lo multidisciplinario es como yo veo al teatro, porque lo concibo como una obra de arte, como una fusión de lenguajes, no sé hacer teatro de otra forma. Por eso, siempre antes de comenzar un proyecto, lo primero que defino es la estética, la fusión de lenguajes, la obra en sí no es importante y muchas veces es una excusa para crear algo artístico. Este proyecto lo dirigí cien por ciento online, primero desde Tallin y terminando en Cracovia, los actores se juntaban en una sala y yo estaba por videollamada conectado a un parlante y así les iba dando las indicaciones a ellos y a la camarógrafa. Mis obras son sincronizadas y precisas en busca de la perfección. La exactitud y lo técnico son todo, ya que la coordinación tiene que ser exacta. El desafío mayor es encontrar personas que consideren al teatro lo más importante en la vida. Gente que no vea la disciplina y exigencia como una vía negativa que expone sus limitaciones, sino que lo entienda como una forma de potenciar su arte, la disciplina y constancia son los únicos canales que le ganan al talento. O al menos me gusta pensarlo de esta forma; vos y yo nos vamos a subir a una cinta de correr y solo van a suceder dos cosas: que te bajes primero o que yo me muera ahí. Como director podría considerarme bilardista, porque comparto muchos de sus pensamientos, uno en particular que él aplica al fútbol: “No puede haber distraídos, no puede haber errores, imaginate que un doctor está operando a un familiar tuyo, entonces sale el médico y dice ‘Mire, me distraje y está muerto’. No hay médicos así, porque no te podés distraer nada, tenés que estar concentrado todo el día, todo el día, todo el día”. Esa misma lógica es la que aplico al teatro, con el lamentable atenuante de que si un actor se equivoca no pasa nada, y hasta muchas veces es producto de risa o chiste. Por ejemplo, en mi obra El alemán que habita en mí, actúa un nene de 8 años (Patricio Pérez Piñero), y a veces se equivoca en función, pero al finalizar la obra, luego de saludar y que el público se fue, se pone a llorar porque se equivocó, no le da lo mismo el error, él no quiere convivir ni naturalizar el error. A mí dame esos actores. Fusionar teatro y cine era algo que como director de cine hacía tiempo que quería hacer, que los actores no actúen para un público sino para una cámara, que el público vea actores de espaldas, pero sus rostros en primer plano de cine en pantalla gigante. Es cierto que el cine es mucho más técnico que el teatro, y esa precisión es la que me servía para esta obra donde yo iba a estar virtual y los actores necesitaban límites muy claros y acotados, era mi forma de controlar y al mismo tiempo ayudar a los actores. Tengo cierta manía u obsesión por no repetirme. Entonces no me permito sonar en la misma melodía; ya sea desde los temas, o de la estética, o la puesta. Es como una premisa, no quiero que todos mis discos suenen iguales, por más que tengan una impronta propia. Por eso elegí esta fusión de lenguajes, música clásica de Bach, las pinturas de Francisco de Goya y el cine en blanco y negro.

–¿Qué ejes te llamaron la atención para poner en perspectiva en La pelea de la carne?

–La seducción por esta novela se despertó al unísono con Ferdydurke, la primera obra que dirigí de Gombrowicz. Por aquel entonces estaba en duda cuál de las dos dirigir y elegí Ferdydurke, con la situación de la guerra en Ucrania que me agarró acá en mi casa en Cracovia, y pude ver de primera mano las consecuencias sufridas por los refugiados. Me pareció un buen momento para hablar del preciso instante en el que las personas están en su casa esperando que los invasores lleguen. En La pelea de la carne el foco está puesto ahí, en esa espera tensa, ya que la trama transcurre en el momento en el cual Rusia y Alemania se dividen Polonia y la atacan por el este y el oeste. Luego de haber ido el año pasado al Festival Internacional Gombrowicz en Radom, Polonia, donde fuimos ovacionados por el público de pie por más de cinco minutos y haber ganado el premio por parte del jurado al mejor grupo teatral, es que resurgieron dos ideas que tenía en mente: llevar a la próxima edición del Festival (que es bianual) una nueva obra (La pelea de la carne), y tener una compañía teatral que haga obras sobre Gombrowicz. Si todo sale bien, a finales de 2024 comenzaré a preparar mi tercera obra sobre Witold.

–En la obra de Gombrowicz está muy presente la afrenta entre generaciones, miradas de mundo que chocan. ¿Cómo llevás ese eje temático a la puesta de La pelea de la carne y cuál es la noción de “deseo” que entra en juego?

–La brecha generacional siempre ha traído y siempre traerá problemas, los jóvenes proponen cambios, son naturalmente los quebrantadores del statu quo, y los viejos los detestan y siempre tienden a ser un poco más conservadores. Gombrowicz justamente propone lo opuesto, propone personajes viejos que aman la juventud, que la admiran, y hasta por momentos son más infantiles e inmaduros que los jóvenes mismos. Esa travesura, ese deseo, esa pulsión por la carne, por la deformidad, por la degeneración, son el leit motiv de la pluma de Witold. El texto que escribí para la sinopsis de la obra dice mucho: “Las casas se desmayan porque el odio ha entrado; el país está ocupado y yo tengo miedo al futuro. Esta espera tensa rebota como un eco asesino en las habitaciones; no tengo a dónde ir, no hay a dónde ir. Mientras afuera el lujurioso plomo baila sensual, adentro todos estamos abismados, pero de golpe, una idea me perforó como una bala, como una sigilosa misión… Aunque en tiempos de guerra no hay lugar para la seducción, porque ya no se besa como antes… Tal vez yo logre encenderlos, tal vez consiga la belleza incluso en el caos más oscuro, quién sabe”.

La pelea de la carne se presenta los viernes a las 21.30 en El Portón de Sánchez (Sánchez de Bustamante 1034, CABA), hasta el 24 de noviembre.

Escrito por
Pablo Pagés y Marvel Aguilera
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