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Caras y Caretas

           

La flor que ladra

La peruana Blanca Varela (1926-2009), cuya obra completa acaba de editarse, propone una poética de la desolación que tiene la vigencia de los universales.

Se lee un poema como se pisa la orilla del mar descalzos: dejándonos abandonar por la imagen que una pequeña ola desdibuja sobre nuestros pies. El poema no es el agua moviéndose sino la escritura ardiente de su murmullo. El poema no está a la vista sino dentro de la imagen pactada. Y no es casual la metáfora del mar para referirse a la obra de Blanca Varela (Lima, 1926-2009), porque el poema “Puerto Supe”, que abre Las cosas que digo son ciertas / Poesía completa 1949-2000 (Gog y Magog-Caleta Olivia editoras, 2023), reivindica, desde una lírica simbolista cargada de amor y de furia, este pacto entre la palabra y el mar del recuerdo:

“Está mi infancia en esta costa,
bajo el cielo tan alto,
cielo como ninguno, cielo, sobra veloz,
nubes de espanto, oscuro torbellino de alas,
azules casas en el horizonte.

Junto a la gran morada sin ventanas,
junto a las vacas ciegas,
junto al turbio licor y al pájaro carnívoro.

¡Oh, mar de todos los días,
mar montaña,
boca lluviosa de la costa fría!

Allí destruyo con brillantes piedras
la casa de mis padres,
allí destruyo la jaula de las aves pequeñas,
destapo las botellas y un humo negro escapa
y tiñe tiernamente el aire y sus jardines.

(…)

Aquí en esta costa tengo raíces,
manos imperfectas,
un lecho ardiente en donde lloro a solas.”

Qué nos queda después de este comienzo sino una obra compacta, de apenas 250 páginas, pero que implosiona hacia una extensión imposible de medir. Blanca Varela traza una poética de la desolación que empoza el aire hasta tocar la roca líquida, incandescente, del lenguaje. “Se abren súbitamente mil calles,/ arrecifes en llamas/ retienen tu cuerpo helado como una lágrima,/ nada te hiere,/ el coral clava su garra en tu sombra,/ tu sangre se desliza, inunda praderas,/ salta de las ventanas como un rojo sonido/ y todo esto no es sino el otoño.”

Todo es derrame calcinante hasta dar con la precisión y la forma adecuada que exige el poema. Varela despliega una voz sin medias tintas, una voz que resuelve la elocuencia en la síntesis. Así se la lee, descalzándose y dejándose arrancar de la zona de confort: “soñé con un perro/ con un perro desollado/ cantaba su cuerpo su cuerpo rojo silbaba/ pregunté al otro/ al que apaga la luz al carnicero/ qué ha sucedido/ por qué estamos a oscuras// es un sueño estás sola/ no hay otro/ la luz no existe/ tú eres el perro tú eres la flor que ladra/ afila dulcemente tu lengua/ tu dulce negra lengua de cuatro patas”.

La aparición de lo onírico, temática y formalmente, conduce a pensar que el surrealismo rasgó sus telas y aventuró su estética. Sin embargo, ella misma declaró en una entrevista que no se consideraba surrealista, a pesar de la evidencia en la construcción de sus imágenes. “Creo que en la época que yo escribí, en la anterior también, el surrealismo ya había teñido de alguna manera, digamos, una forma de imaginar diferente. Creo que he tenido el paso normal, accidentado, que tiene cualquier poeta o cualquier persona que pretende escribir poesía y que ha sido abierta a lo que pasaba alrededor de ella en el mundo. He tenido la suerte de haber contenido la influencia primerísima del surrealismo, es verdad, pero más que a través de Breton –a quien conocí más tarde– a través de lecturas.”

La brevedad –un puñado de libros cortos en cincuenta años– también constituye rasgo propio e infiere una apología de la condensación. “He dejado de escribir por épocas y después soy una gran jardinera. Puedo escribir muchas páginas y de pronto me quedo con muy pocas líneas, porque el poema está allí metido, hay que saber encontrarlo.”

Rebelde y delicada, la poeta nos dice “la palabra/ reptando/ será tu huella”. ¿Es una creencia? ¿Una definición? ¿Una manera de partir?

Rozando a Baudelaire

Hay una zona maldita. Diría que cercana a la belleza descarriada de Baudelaire. Cuando en su emblemático poema “Carroña” el autor de Las flores del mal nos dice “Entonces ¡oh, mi belleza! Dile al gusano/ que te comerá a besos,/ que he guardado la forma y la esencia divina/ de mis amores descompuestos”, la poeta peruana arremete con oscuro esplendor una visión existencialista de la justicia, en la misma sintonía: “vino el pájaro/ y devoró al gusano/ vino el hombre/ y devoró al pájaro/ vino el gusano/ y devoró al hombre”.

La depredación silenciosa y ajustada en un hábitat de seis versos nos instiga a una lectura ambientalista. Este poema titulado “Justicia” (justicia natural, justicia poética, justicia existencial) habilita en la entrelínea y por fuera del lenguaje, una idea desestabilizadora del ecosistema donde detonan las tantísimas catástrofes post industriales. El poema señala con crudeza baudeleriana lo inevitable, pero lo que no dice, aunque podría inferirse, son los desastres causados por la mano del hombre.

Una obra poética mantiene vigencia cuando los movimientos del mundo incitan su resignificación. A fines del siglo XIX, Baudelaire, además de lograr un giro estético sostenido en una mirada diferente (“el ojo es la carroña”, dice el filósofo español Alberto Santamaría en su magnífico ensayo Baudelaire y el asco), desmantela las categorías estéticas y replantea el camino hacia una nueva sensibilidad, un nuevo modo de instalarse corporalmente en el poema: el poema es el ojo que mira y nombra. El poema está en el ojo como un suceder despierto. Un estado de suspensión, de violenta vigilia, de efecto extraordinario que no da tiempo ni para la reflexión ni para el juicio. Es un golpe certero, una implosión. Así se nos presenta la poesía toda de Blanca Varela: “Pienso en esa flor que se enciende en mi cuerpo. La hermosa, la violenta flor del ridículo. Pétalo de carne y hueso. ¿Pétalos? ¿Flores? Preciosismo bien vestido, muerto de hambre, vaderretro”. O “tu náusea es mía/ la heredaste como heredan los peces la/ asfixia/ y el color de tus ojos/ es también el color de mi ceguera/ bajo el que sombras tejen sombras y/ tentaciones”.

No hay nada que pensar: el efecto del poema se antepone a la vida y nos desarticula. El lenguaje poético nos demora y nos desarregla. Es la idea. Molestar y desencontrar el rumbo. “Siempre he tenido la sensación de que pasamos de una zona tenebrosa a una especie de iluminación y que, cuando creemos haber hallado un camino, encontramos que en esa luz que aparentemente nos guía hay una profunda oscuridad. Camino y vivo entre esos contrastes porque siempre estoy tratando de encontrar en dónde poner los pies.”

Escrito por
María Malusardi
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