• Buscar

Caras y Caretas

           

Junio violento: el cielo se puso negro

El 16 de junio de 1955, un atroz bombardeo a la Plaza de Mayo terminó con la vida de más de trescientos civiles y dejó centenares de heridos. El objetivo: matar a Perón.

El cielo se cierra. Se torna oscuro. Denso. Más de lo que ya estaba por orden natural del clima. Es el mediodía de ese jueves frío, maldito, del 16 de junio de 1955, cuando tripulantes de aviones de la Armada provenientes de la base aeronaval de Punta Indio empiezan a descargar su odio encarnado en bombas sobre Plaza de Mayo. No importa nada la vida. Las primeras caen desde un North American AT-6, piloteado por el capitán de fragata Néstor Noriega. Y arranca el reguero infernal. Una da sobre varios autos estacionados sobre la calle Hipólito Yrigoyen, frente al Ministerio de Hacienda. Otra impacta de lleno en una de las bocas del subte A, al tiempo que una tercera –cien kilos pesa– se hace un hueco entre la bruma e impacta en el techo de un trolebús de la línea 305, con niños y niñas que iban a la escuela. “Cuando saco la primera foto, veo dos tipos tirados adelante, con la cabeza colgando. Subí al trolebús que era un encharque de sangre. Los zapatos se me habían llenado de sangre. (El trolebús) no se incendió, los mató la expansión de la onda explosiva, murieron reventados. Creo que habría, grosso modo, unos sesenta y cinco cadáveres, no se salvó nadie”, dirá luego Luis Elías Sánchez, fotógrafo de Noticias Gráficas, y testigo directo del desastre urdido por el almirante Samuel Toranzo Calderón, el contralmirante Benjamín Gargiulo y el ministro de Marina, Aníbal Olivieri.

 Eran las 12.40 del mediodía. La plaza estaba entonces habitada por miles de personas, que se habían concentrado en un acto organizado por el gobierno de Juan Perón, cuyo fin era desagraviar a la bandera argentina y al general José de San Martín y que, a partir del primer estallido, entra en un pánico total. En segundos, lo que era una manifestación pacífica muta raudamente en gritos de dolor que se mezclan con el ruido seco de hierros rotos, de paredes derrumbadas, de techos que caen, de autos que explotan. Mil imágenes en sepia, sempiternas, persistentes, dan cuenta del estrago humano. La de esa mujer que se toma la falda observando su pierna derecha totalmente destrozada. La del trolebús con niños y niñas dentro, con su techo destrozado. La de gente aterrada, observando cuerpos sin vida sobre la calle. La de cuerpos mutilados, carbonizados, en medio de la lluvia. La de cadáveres cubiertos con diarios. La de personas buscando refugio en la Casa Rosada. Y vehículos arruinados. Y los pájaros metálicos vomitando metralla. Y más y más cadáveres. Polaroids dantescas. Recurrentes. Retazos de lo que quedó retenido en parte de la memoria colectiva, pese a los sistemáticos intentos de tapar la muerte con una mano.

 El ataque terrorista a la población indefensa –inédito en la historia no solo argentina sino también mundial– tiene su réplica terrestre. Casi cuatrocientos efectivos de la Infantería de Marina, sublevados al mando del capitán de navío Juan Carlos Argerich y munidos de rifles automáticos que habían entrado al país por contrabando, también abrirán fuego contra el enemigo peronista, inaugurando así el ciclo de violencia política en la Argentina, que terminaría en la dictadura de 1976-1983, con similares agresores contando cadáveres y cantando victoria.

Los nombres del horror

Durante y hacia el final de los ataques por aire y tierra, las víctimas se cuentan por centenas. Son más de trescientas. Entre ellas, yace inerte un empleado de la aduana de 42 años. Su nombre: Juan Carlos Marino. Una bala le había dado en el pecho al salir de la estación Plaza de Mayo del subte. La suerte del enfermero Cándido Bertol no es mejor. Sucumbe politraumatizado tras haber socorrido heridos en la plaza. Al suboficial ayudante Manuel Gutiérrez, de 30 años, las balas se le incrustan en la sien y en la espalda. También muere un empleado del Ministerio de Transporte que había caído gravemente herido al estallar una bomba al lado del Ministerio de Hacienda. Y que luego fallece en el Hospital Argerich, sin que los médicos puedan hacer mucho por él. Tampoco es mucho lo que se puede hacer en Asistencia Pública por Bartolomé Batista. El hombre había recibido una bala mortal en la frente, mientras viajaba en uno de los trolebuses alcanzado por los proyectiles.

En la equina de Hipólito Yrigoyen y Balcarce, otro epicentro de los primeros bombardeos, el general Tomás Ricardo Ramón Vergara Ruzo y su chofer de 33 años, Antonio Misischia, pierden la vida mientras uno llevaba al otro hacia el Ministerio de Ejército. A un italiano de 50 años llamado Francisco Bonomini, una esquirla lo aniquila en medio de la calle. Al agente chofer de la policía José Mariano Bacaljá, el oficial subinspector Rodolfo Nieto, y el oficial principal Alfredo Aulicino les cabe una suerte parecida.

Juan Carlos Bacciadonne es uno de los que muere dentro de la Casa de Gobierno, donde trabajaba. Tenía 41 años y las metrallas le destrozan el tórax. El ataque sedicioso también acaba con la vida de José Bacigalupo. Una granada lo desangra por dentro. Elsa Fábregas y Carlos Rodríguez mueren durante la asonada en Plaza de Mayo a causa de fractura de cráneo, al igual que María Irene González, de 17 años, y María Esther Volpe.

León Shiff, un alemán nacionalizado argentino que había podido escapar del Holocausto pero no de la violencia antiperonista, pierde la vida carbonizado frente al Ministerio de Hacienda. Su auto se incendia, producto de la caída de cables de la red eléctrica. Héctor Pessano, obrero que se había tomado en serio eso de dar la vida por Perón, fue fulminado mientras intentaba bajar un avión ¡con un revolver! Igual suerte corre en la plaza el secretario general del gremio de tintoreros, Juan Carlos Cressini.

Fernando Miguel Sarmiento se llamaba el pibe de 15 años que perece cuando uno de los explosivos destinado en este caso a la residencia presidencial “extravía” el rumbo e impacta en un trolebús en la esquina de Las Heras y Pueyrredón, en cuyos derredores mueren además una sirvienta, y un barrendero que cae fulminado en plena vereda, ante la mirada estupefacta de los transeúntes.

Indescriptiblemente peor hubiese sido todo de no haber mediado la represión leal, encarnada en principio por los casi trescientos granaderos, que defendieron la Casa de Gobierno ofrendando vidas que engrosan la lista. Entre ellas, las de Enrique Cocce, Rafael Inschausti, Pedro Paz, Laudino Córdoba, Víctor Navarro, Ramón Cárdenas, Mario Díaz y Oscar Drasich, atravesados por las balas fulminantes de las ametralladoras Oerlikon calibre 20, que lanzan los primeros aviones.

Según las actas de defunción plasmadas en el registro civil, Rubén Alberto Bevilacqua –malditas bombas– había sufrido “traumatismos múltiples de cráneo”.

Tenía 3 años

Fragmentos Junios violentos, libro del autor a publicarse próximamente a través de la editorial Mil Campanas.

Escrito por
Cristian Vitale
Ver todos los artículos
Escrito por Cristian Vitale

A %d blogueros les gusta esto: