Acomienzos del siglo XX, el anarquismo era, sin lugar a dudas, un fenómeno global que concitaba inquietud y fascinación. En un tiempo brevísimo, esa palabra tomó por asalto la imaginación de quienes, en cualquier ciudad del mundo, abrieran un periódico y leyeran las noticias. En extensas crónicas, las revistas ilustradas y la prensa se detenían en la descripción de resonantes atentados protagonizados en nombre de la anarquía y que tuvieron como blanco privilegiado a grandes figuras de la política internacional. Entre 1894 y 1901, cayeron bajo las balas o el puñal ácrata, en el siguiente orden: el presidente de Francia, Marie François Sadi Carnot; el presidente del Consejo de Ministros de España, Antonio Cánovas del Castillo; la emperatriz de Austria, la famosa Sissy; el rey de Italia, Humberto I, y el presidente de Estados Unidos, William McKinley.
En Buenos Aires, esos asesinatos fueron interpretados como hechos formidables pero lejanos. Para las autoridades, el incipiente movimiento anarquista era, en el peor de los casos, una amenaza que se expresaba en el aumento de la agitación obrera y en el crecimiento de la Federación Obrera Regional Argentina. En otras palabras, se lo creía controlado y debidamente en caja gracias a la policía que, armada de la Ley de Residencia, aprobada en 1902, podía solicitar al Poder Ejecutivo la expulsión de extranjeros identificados como anarquistas peligrosos. Por eso, cuando en la mañana del 11 de agosto de 1905, el tipógrafo anarquista catalán Salvador Planas y Virella, de 23 años, intentó asesinar al presidente Manuel Quintana a metros de la plaza San Martín, el diario La Nación dejó constancia de que se estaba frente a un “suceso felizmente extraordinario”. Las crónicas tendieron a minimizar el asunto, del que al parecer ni el propio presidente se enteró, por lo que el interés se volcó sobre el fallido magnicida. En un procedimiento habitual en los platos fuertes informativos, se hicieron públicos sus hábitos, su marcado ascetismo, su particular alimentación fructívora, su afición al trabajo. Sus fotos, en diversas poses, con o sin sombrero, también circularon con profusión. De la investigación surgía que su arma había fallado, que había actuado solo y que era dócil frente a los requerimientos de la Justicia. Luego de un extenso juicio, en el cual se hizo cargo de su defensa el doctor Roberto Bunge, fue condenado a trece años de prisión. Como dejó apuntado un testigo de la época, un año después, el atentado había quedado reducido a un “simple ademán” del cual ya casi nadie tenía recuerdo en la ciudad. Es posible que el fallecimiento del propio Quintana, a causa de una enfermedad, contribuyera a eso.
LA CÁRCEL DE LA CALLE LAS HERAS
El tiempo parecía entonces darle la razón al cronista de La Nación: se estaba frente a un acontecimiento excepcional. Sin embargo, los hechos lo desmentirían. El 28 de febrero de 1908, el mosaiquista salteño Francisco Solano Regis, de 21 años, arrojó una bomba de fabricación casera contra el presidente José Figueroa Alcorta cuando se disponía a salir de su domicilio. Una vez más, la suerte estuvo del lado del mandatario que, según los diarios, frenó el explosivo, devenido un paquete humeante, con el pie. Solano Regis fue detenido. Nuevamente, el anarquista fue puesto a disposición de la policía, de la Justicia y de los periodistas. En este caso, la condena fue mayor: 20 años de presidio a cumplirse, al igual que Planas y Virella, en la Penitenciaría Nacional.
Unidos en su destino carcelario, Planas y Virella y Solano Regis tuvieron la fortuna de ser acogidos por el movimiento anarquista como dos de los suyos. Las razones que esgrimieron eran convincentes: castigar a quienes se consideraba los responsables de la situación de los trabajadores. En cierto modo, el argumento tenía su peso. Bajo la presidencia de Quintana tuvo lugar la violenta represión de una manifestación del 1° de mayo de 1905 que dejó varios muertos. Durante la presidencia de Figueroa Alcorta se desarrolló la llamada Huelga de los Inquilinos, durante la cual, en una carga policial, cayó muerto el obrero Miguel Pepe. Esa condición de vengadores, entonces, les prodigó el favor de sus correligionarios que, en su apoyo, celebraron jornadas para recaudar fondos y mantuvieron en alto sus nombres. Pero no solo la celebración de sus actos los unió. Juntos se fugaron de la Penitencia Nacional a comienzos de 1911. Nunca más se supo de ellos.
En 1916, el movimiento anarquista se encontraba replegado. La aprobación en 1910 de la Ley de Defensa Social limitó severamente sus campos de actuación. Su prensa y sus espacios de sociabilidad fueron clausurados. La posibilidad de manifestarse en el espacio público era ínfima. A su vez, el surgimiento de corrientes más conciliadoras dentro del movimiento obrero abría alternativas menos confrontativas que las sostenidas por los libertarios. Esta vez sí, parecía improbable que algún anarquista intentara aquello en lo que habían fallado Planas y Virella y Solano Regis. Pero no fue así. El 9 de julio de ese año, una bala quedó incrustada en el marco de una de las ventanas de la Casa de Gobierno, en momentos en los cuales el presidente Victorino de la Plaza encabezaba, desde un balcón, las celebraciones por el centenario de la Declaración de Independencia. El disparo había sido efectuado por el albañil Juan Mandrini, que a poco estuvo de ser linchado por la multitud. Objeto del mismo raid informativo y policial, Mandrini fue condenado a una pena muchísimo menos grave: un año y cuatro meses de prisión. En su favor, parece haber operado una hábil defensa de su abogado, Carlos Caminos, que logró que se lo enjuiciara por disparo de arma de fuego y no por intento de magnicidio. El ensayista Christian Ferrer, en un bello escrito titulado “Punto para el abogado”, reconstruye los persuasivos argumentos del defensor. Realmente eran notables. Pero si la suerte judicial de Madrini fue buena, su acogida en el seno del anarquismo no lo fue
tanto. Nunca fue considerado como un héroe o un vengador. Es más, un año después lo consideraban “un badulaque cualquiera”.
Independientemente de las diferentes valoraciones que hicieran quienes se identificaron con el anarquismo, no deja de ser significativo que tres presidentes fueran víctimas de atentados. La suerte, la impericia o la mala puntería convirtieron en anecdóticos hechos que podrían haber sido notorios. Sus protagonistas fueron un tipógrafo, un mosaiquista y un albañil, cuyos perfiles y trayectorias eran indistinguibles de la de una multitud de obreros que pululaban por la ciudad. Ese anonimato les permitió estar armados a pocos metros de presidentes. Como emergentes rabiosos del malestar social o como individuos con determinadas predisposiciones emocionales, en realidad ambos niveles se conectaban, sus momentos de fama señalan que incluso prominentes figuras políticas debían andar con cuidado. Algo que los porteños y porteñas ya sabían por leer en los periódicos las noticias internacionales.
En los tres casos sorprende, o no tanto, el grado de exposición pública de los presidentes.