El problema de muchos historiadores es pensar la historia como un acontecimiento, como un (hecho) acontecido. Y no como lo que realmente es: “un sido”; es decir, un hecho que sigue siendo. El ayer vive inoportunamente en el presente, vive como queja, como dolor, como síntoma.
Civilización y barbarie, unitarios y federales, buenos y malos, héroes y villanos discurren impiadosamente en nuestra frágil historicidad soportando esa matriz que definimos como identidad. Freud afirma de la neurosis que en el origen está el destino: lo que nos constituyó nos constituye hoy. Y estamos condenados a repetir (la historia) si no podemos reinterpretarla, si no podemos resignificarla.
Tal vez el trabajo inexorable es exorcizar ese relato fallido que nos ha fundado, donde los vencidos –como sostenía Walter Benjamin– insisten en la memoria colectiva. De eso se trata, de vencedores constructores de relatos y vencidos despojados de significados.
América “descubierta” se constituyó en la cantera del poder y la riqueza de Occidente. No vinieron a traernos nada, vinieron a llevarse todo y a dejarnos por relato la historia de los que dijeron “tierra”, nunca el de los que dijeron “barcos”. Ese es nuestro origen, de la factoría española-portuguesa pasamos a la granja de la reina, y después de Yalta a ser el patio trasero del imperio yanqui: y sin duda al devenir incansable de un cipayismo obsceno.
En el sur, la administración española constituyó una doble elite, la aristocracia latifundista y la oligarquía comercial, que dio origen a la subjetividad iluminista criolla que pensó América a la europea, concertando sus intereses al puerto de Buenos Aires. Pero, paralela a esa subjetividad, en las grandes llanuras que se dilatan al este y oeste del río Uruguay se constituyó una subjetividad absolutamente genuina: la subjetividad de la gauchería. En ese gran corral distribuido a los márgenes del río Uruguay, el ganado ingresado por Asunción se reprodujo inconmensurablemente, y los pueblos charrúas y guaraníes fueron detrás de él, de vaquerías. A esos pueblos nómades se le sumaron afros esclavos, mestizos y criollos creando un sincretismo superador: la subjetividad de la gauchería.
De ese sincretismo nace una matriz de pueblo que se funda en la igualdad y en el desprecio común que sentían los europeos por ellos. Nace la barbarie. Barbarie que construye un modelo de patria único para la América conquistada, modelo insuperado hasta el día de hoy. Nace el federalismo de la gauchería de manos de Artigas, nace otra revolución: la de los “naides”, nace una independencia, la de la Liga de los Pueblos.
CONSTITUCIONES IGUALITARIAS
Libres en junio de 1815 (Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones y la Banda Oriental), y con la independencia, las constituciones igualitarias que dan origen al campo nacional y popular. Campo que enfrenta el proyecto porteño, unitario, centralista y monárquico de la subjetividad iluminista, clasista, aristocrática, oligárquica y para unos pocos. Sujeto político que se explicita en la declaración de julio de 1816 que intentó ser independentista bajo los auspicios de un San Martin (traicionado) y de un proyecto proinglés. Nace la patria liberal y unitaria.
Dos patrias se enfrentan. En el congreso independentista federal de 1815, en Concepción del Uruguay (Entre Ríos), los congresales son hombres y mujeres, ricos y pobres, afros, originarios. Una subjetividad proclamando y defendiendo sus derechos igualitarios y sin clases, y sin discusiones de género. El fundamento del pueblo libre se sintetiza en la frase de Artigas: diferentes, pero iguales. Son un pueblo, familias en armas defendiendo su identidad frente al cipayismo porteño que anda buscando reyes y privilegios comerciales.
Se enfrentan y se descarnan los intereses que definen esa larga historia de luchas inconclusas bajo un sentimiento desgarrador pero indiscutido, que ordenó la vida de este país a la fecha: la traición, y más específicamente, la traición a ese pueblo libre e igualitario que pulsionaba y pulsiona en ese mal llamado “interior”.
Desde 1810, la mayoría de los iluminados de Mayo solo pensaban en los auspicios de Inglaterra. ¡Ah, la noble Albión!
El espíritu de Mayo para el centralismo mayoritario es el espíritu del libre comercio, ¡el libre comercio con Inglaterra! Ese espíritu es el núcleo estructural que rige la metrópoli porteña, y será la marca fundacional del proyecto de país. Impregnará el sentido de los actos políticos y económicos, lo público y lo privado. En el origen está el destino, afirma Freud: la matriz instituyente de eso que llamamos argentinidad –guionada por los vencedores– y que inerva en la memoria colectiva histórica a título de culto de gobiernos desigualadores. El interior se suma sin comprender al momento el cambio de amo, pero no de yugo, como sostiene Artigas ya en 1811. Y son justamente Artigas y el litoral los primeros en romper con las intenciones de Buenos Aires, que bajo pretexto de libertad intentará someter y domesticar al interior en función de sus prebendas lo que por definición suponía desigualar. En ese sentido, la matriz fundacional del federalismo va a ser la igual distribución del patrimonio, los recursos y las voluntades. Si por alguna razón la lógica federal triunfaba, los perjudicados iban a ser los porteños, los ingleses y sus socios portugueses. Ergo, Buenos Aires acuerda con ellos destruir a Artigas y el federalismo en pos de la libertad… ¡de la libertad de comercio! Lo que consiguen, por cierto.
TRAGEDIA POPULAR
La batalla de Cepeda en 1821 inscribe la tragedia del campo popular. Ramírez vence, traiciona a Artigas y entrega la Liga a los porteños. El pueblo en armas triunfa y es derrotado políticamente. Fin de un sueño de patria de iguales. Los porteños traicionan a Ramírez. ¡Nada nuevo bajo el sol! Rosas a posteriori define los destinos de otro sueño: la confederación, pero gobierna para los porteños y les cuida el puerto. Urquiza, pichón de traidor, va a Caseros (1852) para volverse un traidor de verdad y lleva al pueblo en armas para construir una constitución federal. El pueblo gana la batalla, pero pierde políticamente, Urquiza se entrega a Buenos Aires, que no se cansa de traicionarlo, viene la segunda batalla de Cepeda (1859), gana Urquiza, gana el pueblo, pero pierde, porque los porteños no ingresan a la federación y se quedan con el comercio. La batalla de Pavón (1861) es la gran victoria de la gauchería, con López Jordán a su cabeza, pero es entregada a Mitre y los porteños, sí… ¡nuevamente Urquiza! Urquiza ya es un traidor supino, traición a la que le agrega la entrega del interior y a patriotas como el Chacho y Benavídez, que degolló el carnicero padre de la patria Sarmiento. Y entrega Paysandú, y entrega a Mitre el Paraguay industrial de Solano López en bandeja al Imperio inglés, que no quería competencia. La justicia de López Jordán llega tarde matando a Urquiza. La Argentina es unitaria y civilizada. Roca termina con los originarios y nace la patria agroexportadora de unos pocos… Piratas ayer, hidalgos hoy. ¿Se terminó la barbarie? La inmigración soñada por Avellaneda igualmente iba a convertirse en un revés, vuelve la barbarie, vuelve la domesticación cipaya colonial: pero también un pueblo que siempre está volviendo.
La sangre originaria, la sangre de la gauchería, la sangre de los inmigrantes pobres retorna en nuevos gritos de pueblo libre e igual. La revolución de los “naides” resucita en el peronismo de mediados de siglo. La sangre no descansa: menos aún la “bala” vendepatria; bombardeos, derrocamientos, fusilamientos. Proscripciones… Presos, torturas, desaparecidos.
Hoy como ayer, como mañana, esa sangre mancomunada es una memoria urgente en un “puerto” tan cipayo como siempre. Afirma Artigas: “Me traicionaron porque no quise entregar el rico patrimonio de mis paisanos al vil precio de la necesidad”. Nuevamente hoy la discusión inalterable es la independencia, es la tensión entre los traidores y los traicionados, y es sin duda la capacidad de la conciencia popular de reconocer la diferencia.