La deuda externa es un fenómeno que recorre buena parte de la historia económica argentina. En 1824, la Argentina contrajo su primer préstamo por un millón de libras esterlinas con la banca Baring Brothers de Londres, en el marco de un ambicioso programa de reestructuración económica, cuyo mentor era Rivadavia. Finalmente, los fondos no fueron aplicados a las obras programadas y se calcula que la Argentina terminó pagando 44 libras por cada una recibida. Doscientos años después vemos que la historia no ha cambiado demasiado, los préstamos no se utilizan para lo que se piden y las formas de pago son arbitrariamente usureras con un país al que siempre quisieron sometido.
En 1957 desembarcaron los organismos multilaterales: el FMI y el Banco Mundial, cristalizando la disputa de dos modelos de país. Por un lado, el de desarrollo nacional tomando a la industrialización como base de un modelo de crecimiento económico; por el otro, un modelo de enriquecimiento sin sustento productivo, llamado “valorización financiera”.
En tres momentos de la historia argentina se implementó este modelo de precarización de la economía. El primero fue la última dictadura cívico-militar, entre 1976 y 1983. El gobierno de facto puso fin a uno de los procesos de industrialización por sustitución de importaciones más exitosos experimentado por un país periférico a comienzos de los 70. Todo esto se pudo llevar a cabo con el generoso financiamiento del FMI, que otorgó más de 2.600 millones de dólares.
El segundo fue bajo el mandato de Carlos Menem. La entrada de capitales durante los primeros años fue obscena; hasta 1994, el Banco Central sobrevivió con la deuda, las reservas que tenía y los dólares que consiguió gracias a la venta de empresas del Estado. A partir de 1999, los acreedores externos comenzaron a percibir que el país no podría pagar la creciente deuda externa, y la peor parte llegó con el gobierno de Fernando de la Rúa, que armó un programa de ajuste brutal y, aun así, no pudo contener la crisis de deuda. El estallido se produjo cuando, en diciembre de 2001, el FMI decidió no desembolsar más dólares producto del “incumplimiento de metas”.
El 25 de mayo de 2003, Néstor Kirchner, con una popularidad improbable y un país diezmado, tomó la decisión de sostener el default en el que se encontraba la Argentina consagrándose con la famosa frase de “los muertos no pagan”. Tanto el gobierno de Néstor como los dos de Cristina tuvieron un plan de desendeudamiento con respecto al porcentaje del PIB, pero también un achicamiento de la representatividad de la deuda en dólares por sobre la deuda total. En 2003, la deuda representaba el 118 por ciento del PIB, de la cual el 89 por ciento era en dólares; hacia finales de 2015, la deuda representaba el 52,6 por ciento del PIB, de la cual solamente el 36 por ciento era en dólares.
LA BATALLA PERDIDA
El fallo del juez Thomas Griesa en el tribunal de Nueva York le dio la razón a un grupo de financieras que habían apostado por el hambre del pueblo argentino, y fue un capítulo sin concluir en la historia económica del kirchnerismo.
En 2016, durante el inicio del gobierno de Mauricio Macri, una de las primeras medidas que se tomaron fue pagar la totalidad de lo que dichos fondos exigían. En los hechos, esta cancelación de deuda implicó la emisión de bonos por 16.500 millones de dólares a una tasa de interés promedio del 7 por ciento. Adicionalmente, incluyó el canje del Bonar 2022, 2025 y 2027 (con una tasa alrededor del 7,8 por ciento y una quita del capital del 15 por ciento) por letras intransferibles que tenían una tasa de casi cero por ciento. Dichas letras habían sido en tregadas al Tesoro por parte del Banco Central para cancelar la deuda con el FMI en 2006 y con acreedores privados en 2010. Dado que dichos bonos fueron luego entregados a diversos bancos como garantía por otra operación de préstamo, el canje no solo aumentó la carga de intereses sino que también modificó la deuda intra sector público en deuda exigible en manos del sector privado. La deuda externa pública, al cabo de un año de gobierno, se incrementó en 43 mil millones de dólares. No existe ningún período de la historia económica reciente en el que el endeudamiento externo haya aumentado en esa magnitud.
Esta tendencia de endeudamiento externo se repitió durante todos los años de gestión hasta que, en junio de 2018, en un escenario de corrida cambiaria, salida de capitales y desequilibrio en la balanza de pagos, sumado al cierre de los mercados voluntarios de crédito, las autoridades decidieron recurrir al Fondo Monetario Internacional, que desembolsó un préstamo récord de 44.500 millones de dólares.
Si ponemos el foco en la composición de la deuda, veremos que se divide entre bonos (acreedores privados en moneda nacional y moneda extranjera) y organismos internacionales (incluyendo el acuerdo con el FMI). La deuda tomada por el gobierno de Macri superó los 100.000 millones de dólares; con organismos internacionales fue superior a 55.000 millones de dólares, y con el sector privado, superior a 60.000 millones de dólares.
Así fue cómo, nuevamente, nuestro país pasó de tener una deuda sostenible a una impagable. Para 2019, la deuda representaba el 90 por ciento del PIB y el 70 por ciento era en dólares.
VENCIMIENTOS DE DEUDA
Tanto con los acreedores privados como con el FMI, los vencimientos a pagar se concentraban principalmente entre 2020 y 2023 inclusive, cuando había que pagar en promedio 20.000 millones de dólares todos los años; entre 2024 y 2028 inclusive, con un promedio de 9.500 mi llones de dólares, y luego, a partir de 2029 hasta 2034 inclusive, con montos inferiores a 5.000 millones de dólares.
El eje central de la negociación con acreedores privados rondó en la quita de intereses, una pequeña quita de capital y un atrasamiento de los vencimientos, concentrándose entre 2025 y 2034.
Con respecto al FMI, los dos años de mayor vencimiento eran 2022 y 2023; la negociación se centró en la distribución del pago entre 2026 y 2034. Entre las condicionalidades más fuertes que le impuso el organismo a nuestro país se encuentran las metas de déficit fiscal, la reducción de la emisión monetaria, las metas de reservas y la imposibilidad de intervenir en el mercado cambiario.
La gran mayoría de estos préstamos fueron contraídos a tasas elevadísimas y condiciones lesivas para la soberanía nacional. Sobre todo, no sumaron recursos a la producción y distrajeron una parte sustancial de las disponibilidades de capital hacia la especulación y el consumo suntuario. En la medida en que las obligaciones financieras con el exterior no se anudaban con un fortalecimiento del aparato productivo, al final de cada ciclo de endeudamiento desencadenaron profundas crisis monetarias, fiscales y de balance de pagos.