El mensaje duró 162 segundos. El entonces presidente Mauricio Macri lo grabó en el Salón Blanco de la Casa Rosada, con la bandera argentina a su derecha y el busto de la República a sus espaldas. Anunció que la Argentina retomaría negociaciones con el Fondo Monetario Internacional para conseguir un préstamo con el que frenar la corrida contra el peso. Ya se había producido una devaluación de más del 100 por ciento desde el inicio de su mandato.
Un año y medio después, el Frente de Todos asumió el gobierno. Y tuvo que comenzar a nadar con una bola de hierro atada al tobillo: la deuda con el FMI más grande de la historia.
Martín Guzmán llegó al Ministerio de Economía como una figura nueva: un joven argentino que vivía en Nueva York, desconocido para el público y la mayoría de la dirigencia política. Se había conocido con el presidente Alberto Fernández en 2018, a través del Movimiento Evita. Guzmán –se sabe– era discípulo del premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, un crítico acérrimo de las políticas neoliberales y de los organismos multilaterales de crédito. Quizás esto haya colaborado con que los otros sectores del Frente aceptaran su designación, ya que era una cuota de poder en el reparto de espacios que había pedido el Presidente. Guzmán encaró la negociación de la deuda de un modo distinto a la exitosa experiencia de principios de siglo, liderada por Néstor Kirchner y Roberto Lavagna. Decidió acordar primero con los acreedores privados y luego con el Fondo.
El acuerdo con el FMI fue el mojón principal de la política económica de Alberto. Se suponía que sería un punto de inflexión. Las conversaciones habían comenzado desde el día cero de la gestión del FdT, pero la negociación duró casi dos años.
A fines de enero de 2022, Guzmán anunció las condiciones que había logrado y desató una tormenta interna en la coalición gobernante, que nunca se detuvo. Cuando el acuerdo pasó por la Cámara de Diputados, la mayoría de los votos en contra fueron del propio FdT. Hubo acusaciones de secretismo y un diagnóstico, de los críticos, que lamentablemente parece haber dado en el blanco: el acuerdo no resolvería la inestabilidad cambiaria y su efecto inflacionario. Sería exactamente al revés.
La negociación de Guzmán no consiguió que el organismo le quitara al país el peso de la sobretasa que paga por haberse endeudado por encima de lo que le hubiera correspondido por la cuota que tiene con el Fondo. Esto hubiera implicado una quita y también la aceptación de que el organismo era corresponsable del despilfarro que hizo Macri con el crédito, utilizado para financiar la fuga de capitales y ver si conseguía su reelección.
El punto que sí logró Guzmán, respecto de la impagable deuda del macrismo, fue mejorar los plazos de vencimiento. En el stand by que había firmado Juntos por el Cambio vencían casi 20 mil millones de dólares en 2022 y una cifra similar en 2023. El acuerdo de Guzmán estiró el pago hasta 2033 y con cuotas menos abultadas.
Sin embargo –y este es uno de los puntos de la discordia interna del peronismo–, el mecanismo para hacerlo es que el organismo le presta al país nueva deuda para cancelar la que debía abonarse en estos 24 meses, y esa nueva deuda tiene otros plazos. Pero el otorgamiento de cada préstamo está sometido a que el Fondo revise una serie de metas y las apruebe: déficit fiscal, tipo de cambio, tarifas, reservas, entre otras cosas. El organismo está cogobernando la política económica argentina. Y por ahora los resultados son los mismos que han conseguido históricamente los planes del Fondo: todo empeora.
MASSA, EL BOMBERO
La batalla interna en el FdT desembocó en la renuncia de Guzmán y la asunción de Sergio Massa como nuevo ministro de Economía. Cuando llegó, los dólares paralelos volaban por los aires. Se extendía la sensación de que el gobierno caminaba al borde del abismo.
Guzmán había renunciado el 2 de julio de 2022 y había complicado todavía más la frágil situación financiera de la Argentina. Luego había asumido de emergencia Silvina Batakis y, finalmente, desembarcó Massa.
La llegada del ex intendente de Tigre tuvo un condimento político innegable. Se trataba de uno de los pilares de la coalición panperonista, con públicas ambiciones presidenciales. Su primera medida, antes de jurar y como parte de la áspera negociación interna, consistió en recomponer un Ministerio de Economía poderoso, como lo fue durante las décadas de 1980 y 1990. Bajo su ala quedaron la administración del comercio interior y el exterior, finanzas, hacienda, energía y agricultura.
El ministro desplegó de inmediato su aceitado sistema de contactos en Washington, dentro de los organismos multilaterales y en el mundo político. Logró rápidamente una serie de desembolsos del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y otras entidades. Más allá de los montos, la señal era clara: Massa tenía (y tiene) espalda en el sistema financiero internacional para conseguir algo de oxígeno en un país que se encuentra al borde del cataclismo financiero.
Massa se transformó en –y sigue siendo– un bombero que va consiguiendo dólares para evitar que el incendio se transforme en catástrofe, es decir, que el Banco Central se quede sin reservas. Dólar soja, dólar tecnológico, préstamos de distintos organismos, lo que se pueda para intentar mantener un nivel mínimo de reservas. Todo, por supuesto, monitoreado por el FMI, porque esa es
la bola de hierro que dejó la deuda de Macri.
La peor sequía en décadas dejó más debilitadas las finanzas externas de un país que recibe dólares de la exportación agropecuaria. Hasta ahora no hubo una renegociación integral del acuerdo. La inestabilidad permanente parece imponerlo más allá de lo difícil que resulta hacerlo en un año electoral.
Es complejo evaluar la gestión de Massa porque tiene más peso lo que evitó que lo que mejoró. Y no es sencillo que la sociedad lo ponga en la balanza. Plantear una renegociación completa por momentos parece inevitable; tras quince meses de aplicación, el acuerdo con el Fondo muestra los mismos resultados que tienen los planes del organismo en casi todo el mundo: todo empeora.