La relación entre deuda externa y represión no indica necesariamente un diálogo lineal o directo en la historia de nuestra adhesión al Fondo Monetario Internacional (FMI). Al menos no a simple vista o en una primera etapa. Como podremos observar, fueron caminos paralelos con esquemas diferenciados que la última dictadura militar se encargó de cruzar y dejar como herencia en democracia. Algunos datos históricos tal vez puedan explicar esta cambiante relación.
La Argentina ingresó al FMI en 1956 por decreto de la dictadura de Pedro Eugenio Aramburu, y en la misma fecha se cartelizaron algunos de nuestros acreedores en otro organismo, el Club de París. Esos comienzos como país miembro del organismo señalaron un aumento de la deuda externa con momentos de crecimiento económico que permitieron saldar sin ajustes algunos primeros tramos.
Hasta mediados de los años setenta, la falta de dólares y su adquisición en forma de préstamos era el límite lógico en un país con industria y pleno empleo, por demanda interna y creación de bienes y servicios. Sin embargo, esas dos primeras décadas estuvieron marcadas por períodos de dura represión política e ideológica que excedían la relación financiera. La economía crecía a la par de la proscripción política de las mayorías, que recibían como toda respuesta la brutalidad del Estado, no por sus reclamos salariales sino por sus ideas.
Nuestros caminos paralelos de represión y deuda comenzaron a cruzarse durante el último gobierno de facto, modificando la composición de ambos términos y su diálogo. La dictadura de la desaparición de personas encabezada por Jorge Rafael Videla aplicó la represión como forma de persecución política e ideológica y así funcionó; pero mientras sucedió la masacre, cambió la composición de la deuda, que pasó de préstamos para la inversión a préstamos para la renta financiera, y esta dinámica modificó paulatinamente la forma de esa represión, creando un diálogo novedoso en posdictadura.
La crueldad con que se desapareció a miles de ciudadanos en los primeros años del “Proceso” pronto se vio superada por sectores sindicales que en dos ocasiones realizaron paros generales en plena dictadura y que apuntaron directamente a los descalabros de la economía y a sus consecuencias inmediatas, con números de inflación exorbitantes para el período. Llegados a este punto, y en un contexto de especulación financrecimiento, los caminos de deuda (por especulación) y represión (por ajuste) comenzaron a cruzarse de forma incipiente pero sostenida.
LA PESADA HERENCIA QUE RECIBIÓ LA DEMOCRACIA
Con el retorno de la democracia, el daño ya estaba hecho: a la pobreza, desempleo e inflación heredados de la gestión militar se les sumaron sucesivas crisis de pagos de deuda, que enmarcaron los nuevos conflictos en el reclamo económico y la puja distributiva. Ya no se criminalizó el factor ideológico sino la protesta social. Es dable mencionar que el gobierno democrático recibió una deuda multiplicada exponencialmente por la decisión de los dictadores de saldar deudas de empresas privadas a través del erario.
En los siete años de dictadura, la deuda se incrementó en más de trescientos por ciento, pasando de unos nueve mil millones de dólares a cuarenta y cinco mil millones de dólares. Una locura. Pero también es cierto que este proceso de estatización de obligaciones privadas se inició en 1982 y duró hasta 1992, cuando se aplicó el Plan de Convertibilidad y la semidolarización de la economía.
Con ese nuevo esquema monetario y las reformas legales que lo acompañaron, se les permitió a los bancos poseedores de bonos venderlos al mejor postor, comenzando así una degradación de la deuda pública hacia negocios de bancos, acreedores privados, tenedores de bonos que compraron y vendieron esas obligaciones, y un rosario interminable de negociados. El dinero ingresó, se multiplicó en complejas operaciones financieras y se transformó en beneficio para pocos, mientras el Estado argentino continuó pidiendo dinero para sostener esa trama. Una deuda indeseable en estos términos, que podemos llamar ilegítima con justa razón, pero que tiene legalidad (pues las reformas mencionadas en dictadura y en los años noventa se realizaron modificando leyes y decretos ad hoc), generó en las dos primeras décadas democráticas un extenso empobrecimiento de la población y números de desocupación nunca vistos en nuestra historia. A su vez, cada crisis de pago de deuda funcionó como excusa para planes de ajuste, con su lógica reacción social y la subsiguiente represión.
El punto más dramático de este novedoso diálogo entre deuda y represión tuvo su cénit en diciembre de 2001, dejando decenas de asesinados en las calles. Y un grito: “Que se vayan todos”. Once muertes sucedieron en la provincia de Buenos Aires (Diego Ávila, Víctor Enríquez, Julio Flores, Roberto Gramajo, Pablo Guías, Cristian Legembre, Damián Ramírez, Mariela Rosales, Ariel Salas, José Vega y Carlos Spinelli), diez en Santa Fe –ocho en Rosario– (Graciela Acosta, Ricardo Rodolfo Villalba, Ricardo Villalba, Walter Campos, Juan Delgado, Yanina García, Claudio “Pocho” Lepratti, Miguel Pacini, Rubén Pereyra y Sandra Ríos), siete en la Capital Federal (Carlos Almirón, Gustavo Ariel Benedetto, Diego Lamagna, Alberto Márquez, Gastón Marcelo Riva, Rubén Aredes y Jorge Cárdenas), tres en Entre Ríos (Romina Iturain, Rosa Paniagua y José Rodríguez), tres en Córdoba (Sergio Ferreira, David Moreno y Sergio Pedernera), dos en Corrientes (Ramón Arapi y Juan Alberto Torres), una en Tucumán (Luis Fernández) y una en Río Negro (Elvira Avaca).
No podemos obviar la coincidencia: el ministro de Economía que dio inicio a la convertibilidad y a la composición financiera de la deuda externa fue el mismo que le dio fin a ese plan diez años después, en medio de una nueva crisis: Domingo Felipe Cavallo. Un esquema monetario continuado en dos gobiernos de signo político enfrentado, el ajuste brutal como forma de la nueva violencia política y la represión como solución fallida.
En 40 años de democracia ininterrumpida, la memoria traumática del genocidio y la desaparición forzada funcionó como aviso de incendio ante cada acción violenta del Estado. Pero ese aviso también debe funcionar para medir el nivel de inserción que los portavoces del poder económico han logrado en los espacios de decisión institucional, y que ante cada debacle vuelven a proponer soluciones terminales; las mismas recetas fracasadas que solo ameritan recordar las consecuencias crueles de su aplicación. Que no se repita.