El abogado defensor de presos políticos Hipólito Solari Yrigoyen (1933) y el dirigente gráfico Raimundo Ongaro (1925-2016) se conocieron en los turbulentos años 60 del siglo pasado. El primer punto de confluencia fue la Federación Gráfica Bonaerense y luego la CGT de los Argentinos. Radical uno, peronista el otro, ambos lucharon contra las arbitrariedades del poder y fueron perseguidos por la Triple A y la última dictadura cívico-militar. Solari Yrigoyen soportó tres atentados, además de un secuestro y la aplicación de torturas (como consecuencia de los tormentos, murió su colega y correligionario Mario Abel Amaya); Ongaro sufrió el asesinato de un hijo a manos de la banda parapolicial creada por José López Rega. El exilio fue el destino común: Solari Yrigoyen en Venezuela y Francia; Ongaro en Perú, Francia y España. Cada uno desde distintas tribunas condenó las atrocidades del régimen instaurado en 1976 y sumó esfuerzos para lograr el retorno a la democracia. En la nueva etapa del país, Solari Yrigoyen ocupó el cargo de embajador itinerante del gobierno de Raúl Alfonsín y Ongaro recuperó mediante elecciones la conducción de la Federación a través de la Lista Verde.
Solo después de un sinnúmero de presentaciones judiciales, Solari Yrigoyen pudo volver a la Argentina. Cuando la Corte Suprema de Justicia habilitó su regreso, el ex senador afirmó que esa medida debía ser “el punto de partida para que cese la diáspora de los argentinos por el mundo”. En una declaración a la agencia de noticias ANSA, reclamó: “El régimen debe levantar el estado de sitio, aclarar la situación de los desaparecidos y castigar a los responsables de las graves violaciones infringidas a los derechos humanos y de la corrupción administrativa. Jamás podrá legalizarse la impunidad”.
Al volver a pisar suelo argentino, el 11 de junio de 1983, en el Aeroparque Jorge Newbery lo esperaba un grupo de jóvenes del Movimiento de Renovación y Cambio, la línea interna radical que había fundado junto con Raúl Alfonsín y otros dirigentes opuestos a la conducción envejecida de Ricardo Balbín. “Ahora como antes, mi lucha se inscribe en la defensa de las libertades públicas, los derechos humanos, la justicia social, el imperio del derecho y el rechazo a la violencia de todo signo”, expresó en una declaración repartida a la prensa. Más tarde, fue recibido por Alfonsín, Carlos Contín y Juan Carlos Pugliese en el Comité Nacional de la UCR. Sus raíces radicales se remontaban al fundador del partido, Leandro Alem, y al dos veces presidente Hipólito Yrigoyen, de quien era sobrino nieto.
Solari Yrigoyen, que había sido abogado de Agustín Tosco y los presos fugados y luego fusilados en la Masacre de Trelew, se sumó de inmediato a la campaña electoral y las actividades militantes. A los pocos días de llegar, concedió una entrevista al mensuario Redacción, dirigido por Hugo Gambini –primer presidente de la agencia Télam en democracia–, que la convirtió en la nota de tapa de la edición de julio. Semanas más tarde, participó de la tercera Marcha de la Resistencia, organizada por las Madres de Plaza de Mayo, junto con Adolfo Pérez Esquivel, Saúl Ubaldini, Augusto Conte, Néstor Vicente, Vicente Solano Lima, Alicia Moreau de Justo, Alberto Martínez Baca y Susana Valle, entre otros. Allí se produjeron dos hechos que unían distintos universos: el Siluetazo y el abrazo de Ubaldini con Hebe de Bonafini.
Vidas paralelas
“Mi cabal conocimiento de su personalidad, de su ejemplar trayectoria gremial, de sus convicciones democráticas, de sus ideas cristianas, humanistas, de su oposición a todos los autoritarismos, me permite asegurar que el ejercicio de su derecho constitucional de regresar a la Argentina será un importante aporte de la causa de la vigencia de las instituciones constitucionales y del estado de derecho.” Con estas palabras, Solari Yrigoyen se sumaba a los múltiples reclamos para que el juez federal José Nicasio Dibur hiciera lugar a un habeas corpus y permitiera el retorno de Ongaro, símbolo del sindicalismo combativo desde el peronismo.
El premio Nobel de la Paz Pérez Esquivel había enviado una presentación similar, mientras que el escritor Ernesto Sabato, el peronista Carlos Menem, el intransigente Oscar Alende y el obispo de Neuquén, Jaime de Nevares, testimoniaron en favor del desterrado.
Sin embargo, el juez Dibur rechazó el habeas corpus poco antes de las elecciones del 30 de octubre, en base a informes del Ministerio del Interior que señalaban que la actividad de Ongaro “se caracterizó por una estrecha alianza con los gremios combativos y sectores radicalizados de la juventud peronista inspirados en una línea sindical marxista leninista”.
Un apartado judicial: con la democracia Dibur abandonó su cargo, pero se recicló como asesor en el Ministerio de Justicia hasta 2008. Otro juez de la dictadura, Norberto Giletta, había actuado en la causa contra Solari Yrigoyen. Las trabas fueron constantes, hasta que intervino la Corte. Giletta, conocido por rechazar habeas corpus de los familiares de detenidos-desaparecidos, fue destituido de su cargo durante el gobierno de Alfonsín y se dedicó a la actividad privada: defendió al general retirado Jorge Olivera Róvere, condenado por delitos de lesa humanidad.
El mito del “exilio dorado”
–Los que vivimos en el extranjero sabemos que usted es el político argentino más conocido en los foros internacionales. Sin embargo, allá en el país la prensa le da muy poco espacio. ¿Está en la lista negra o lo han olvidado?
–Estoy proscripto. Este es el primer reportaje que se me hace en la Argentina desde 1976, ¿qué le parece?
La conversación pertenece a una entrevista que el escritor Osvaldo Soriano, también en el exilio, le hizo en París a su amigo Solari Yrigoyen para la revista Humor, que salió publicada un año antes de las elecciones, en octubre de 1982. Previamente, ambos habían coincidido en un proyecto común, la revista Sin Censura, en la que denunciaban las crueldades de las dictaduras latinoamericanas. De la iniciativa participaron Julio Cortázar, Carlos Gabetta, Oscar Martínez Zemborain, Gino Lofredo y Matilde Herrera, entre otros.
Tres de esos protagonistas –Solari Yrigoyen, Soriano y Gabetta– se reencontrarían en Buenos Aires en diciembre de 1983 para presentar sus libros más recientes: Los años crueles, Artistas, locos y criminales y Todos somos subversivos, editados por Bruguera.
La lucha contra el régimen había convertido a Solari Yrigoyen en un hombre de prensa. El boletín diario Télex Latino-Américain y el diario La República, editado por la Oficina Internacional de Exiliados del Radicalismo Argentino (Oiera), fueron otras dos herramientas de combate impulsadas por el dirigente de la UCR.
En aquella entrevista en Humor, el militante radical planteaba su postura frente a la polémica sobre el exilio y sus caracterizaciones y desarmaba el mito “exilio dorado” de los argentinos en el exterior: “El problema no pasa por buscar una oposición entre los que se exiliaron y los que se quedaron en el país, sino entre los que fueron cómplices con el régimen y los que no se entregaron. No se trata de ser héroes sino dignos”.
Durante el destierro, se graduó en Estudios Superiores en Economía Internacional en La Sorbona. A su entender, para salir del desastre que dejaba la dictadura, el futuro gobierno debía “reactivar la economía con un enfoque opuesto al neoliberal aplicado en los últimos años. Lo peor del régimen no ha sido su pésima gestión sino su concepción económica”.
Y en cuanto a cómo encarar el tema de los derechos humanos postulaba: “Ni olvidos ni venganzas ni amnistías tramposas: hace falta justicia”. En el testimonio para el libro La Argentina exiliada, de Daniel Parcero, Marcelo Helfgot y Diego Dulce, Solari Yrigoyen mantenía distancia de la teoría de los dos demonios: “Condeno desde el fondo de mi alma todos los crímenes de la violencia, los haya efectuado la guerrilla o el terrorismo de Estado. Pero hay una diferencia en contra de este último, que no es solo numérica; es la desprotección en que se encuentra un país en el que cometen crímenes quienes debieran tutelar el orden jurídico, delitos que además quedan sin castigo”.
Democracia formal, democracia real
En diciembre de 1983, finalmente la Justicia le concedió a Ongaro la posibilidad de volver. Había sido detenido en diciembre de 1974 y puesto a disposición del Poder Ejecutivo. Al año siguiente, mientras permanecía en la cárcel de Villa Devoto, se enteró del asesinato de su hijo Alfredo Máximo, en manos de la Triple A. Meses después, las autoridades le daban la opción de salir del país junto con su familia. Todavía gobernaba Isabel Perón.
“He vivido el exilo con el alma, el corazón y la cabeza en la Argentina”, dijo en La Argentina exiliada. Durante ese tiempo, denunció el accionar de la facción de ultraderecha y alertó sobre un posible golpe contra las instituciones. A partir del 24 de marzo de 1976, se dedicó a recorrer el mundo, en especial Europa, para denunciar el terrorismo de Estado. Su trabajo en la Organización Internacional del Trabajo (OIT) fue decisiva para dar a conocer la represión, en especial la sufrida por los trabajadores.
“Tuve siempre –enfatizaba– una actitud como de sacerdote, de apóstol, de predicar, hacer el bien y el deseo de ver a todos los demás en una situación de justicia, de libertad creativa e imaginativa, desarrollando todas sus capacidades. Por eso también no puedo llorar mi exilio, ni la despedida violenta que hicieron de mi persona, como no lloré en la cárcel, ni cuando estuve pupilo doce años. No me dolió nunca mi cuerpo, ni mi cabeza, me dolió siempre la persona de personas, el cuerpo plural, que es la comunidad en que he vivido.”

Antes del regreso, ocurrido el 17 de marzo de 1984, Ongaro dio una entrevista a la revista Caras y Caretas. “Hay una democracia de dirigentes, no de pueblo organizado”, afirmaba, y lanzaba una reflexión sin duda polémica: “Los puntos principales del programa del presidente constitucional, lo que tal vez le ha dado mayor apoyo en la sociedad argentina, sin distinción de sectores, fueron también las principales banderas de la CGT de los Argentinos”. Luego, enumeraba: “La denuncia del pacto sindical-militar, que le significó al presidente Alfonsín no menos de un 15 por ciento del apoyo de la población, era una bandera de la CGT de los Argentinos. Habló de una política de no alineamiento y de reafirmar la posición de la Argentina dentro de los países no alineados, y esa era nuestra bandera. Ha hablado de la desnutrición infantil, de la afligente situación social del país, de dirigentes que representan más a los opresores que a los oprimidos, y han sido todas posiciones de la CGT de los Argentinos”.
Sin embargo, cuestionaba el contenido del proyecto de ley de Reordenamiento Sindical impulsado por su antiguo colega del gremio gráfico, el ministro de Trabajo Antonio Mucci, criticado por parte del sindicalismo, porque “no guarda mucha diferencia con la ley que ilegítimamente había sancionado la dictadura militar” en 1979, la 22.105 de Asociaciones Gremiales.
Su enfrentamiento con la burocracia sindical, representada en la CGT-Azopardo, que había mantenido un diálogo constante con la dictadura, le ocasionó un entredicho con Jorge Triaca, quien lo acusó de hacerle el juego al alfonsinismo.
A pesar de todo, Ongaro cobijaba un sueño para la Argentina de la posdictadura: “Hubiera propuesto que yrigoyenismo, peronismo, intransigencia, socialismo, los humanismos cristianos, todos los movimientos que están por la transformación de las viejas estructuras de nuestro país, se expresaran unidos, hubiera promovido esto, aunque tal vez no hubiera sido oportuno, tal vez no haya todavía una mentalidad favorable para llevar adelante semejante propuesta”.
Tenía razón. Semejante propuesta chocaba con la inevitable realidad política.