El domingo 13 de marzo de 1904 se respiraban renovados aires electorales en todo el radio metropolitano de Buenos Aires, pero eran especialmente álgidos en el barrio de La Boca, ámbito geográfico de la 4ª circunscripción electoral, proletario e inmigrante, masivamente de origen italiano. La convocatoria uninominal por distrito era un recurso de distensión del régimen conservador, que trataba así de incorporar nuevas voces al Congreso, sin resignar su hegemonía.
En La Boca, un joven abogado “defensor de pobres” se postula como candidato a diputado por el Partido Socialista Argentino. Su triunfo con votos exclusivamente propios es una quimera, porque su base política se nutre de muchos extranjeros sin derechos cívicos, pero sucede un episodio muy típico de la época, de elecciones lentas y engorrosas, casi siempre amañadas. El candidato por el Partido Republicano, de impronta mitrista, Miguel Tedín, les pasa factura a sus contendientes de los partidos Autonomista y Autonomista Nacional, por un arreglo anterior en la elección por la senaduría porteña, y al promediar la jornada, sin visos de ganar, indica a sus electores que voten por el candidato menos pensado. El socialista, que pese a todo venía haciendo una muy buena elección, se ve favorecido por ese caudal de votos “prestados” y se alza con la victoria, sin vueltas.
Esa noche, hay fiesta en los conventillos y en las calles de La Boca. Se canta el “Himno de los trabajadores”. Se festeja que un representante de los suyos va a ocupar un lugar en el Congreso. Su nombre es Alfredo Palacios, y su consagración adquirirá relieve continental. Será, por siempre, “el primer diputado socialista de América”.
Para llegar a esa instancia, el joven Palacios (no cumplió aún los 25 años) se ha subido a hablar a tribunas socialistas, incluso antes de estar afiliado a la incipiente agrupación fundada por Juan. B. Justo a fines del siglo XIX. Su independencia de criterio, que le acarreará tantos trastornos posteriores con sus propios camaradas, hasta llegar a la expulsión del partido, está presente desde el comienzo.
Su inquietud por los desposeídos, los huérfanos y las mujeres, que va a desarrollar a lo largo de una dilatada y prolífica tarea legislativa, le viene de cuna. Nacido en 1879, es hijo de Aurelio Palacios, distinguido abogado y ajetreado político, y la oriental Ana Ramón. La pareja, que nunca contrajo matrimonio, tendrá nueve hijos, intercalados con otros cinco que Aurelio concibe con otra nativa oriental, Dolores Almada, con la que tampoco se casa. Sí lo hace, después de tantas peripecias amorosas, con María Costa, madre de cinco medio hermanos de los Palacios Ramón y los Palacios Almada. Aunque el responsable de la nutrida prole nunca rehuyó a sus compromisos, y a su temprano fallecimiento a los 59 años, sus bienes se repartirán entre todos ellos, Alfredo tendrá muy pocos recuerdos de su padre, en su vida adulta.
Se cría como un lector voraz de los clásicos, que alterna con las Escrituras, por influencia de su madre, que tendrán una honda influencia filosófica en su formación. Palacios será un laico profundamente cristiano, despojado de todo dogmatismo y, sobre todo, de cualquier vínculo con la institución eclesiástica, aunque tendrá amigos sacerdotes que respetarán sus puntos de vista sobre la religión.
Su debut en la oratoria es temprano y promisorio. A los 16 años, se sube a un estrado desde donde se homenajea al respetado educador José Manuel Estrada, fallecido en Paraguay. En su madurez, Palacios contará que estando comisionado para hablar por un centro de estudios sociales, y viendo que no le llega nunca el turno, no tiene mejor idea que colarse en un intervalo y ganarse así la atención del público.
También incursiona en el periodismo. Escribe para El diarito, un vespertino que basa su éxito en el precio de tapa de dos centavos, justo el vuelto de la moneda de diez para pagar el tranvía. De ahí, el futuro abogado saca los ingresos necesarios para afrontar sus gastos de estudiante de la Facultad de Derecho.
Su tesis doctoral, presentada en la alborada del siglo XX, se titula “La miseria. Estudio administrativo-legal”. Previsiblemente, cuestiona la propiedad privada de los medios de producción, despotrica contra las sociedades de beneficencia y plantea, como novedad, las causas de las enfermedades de origen laboral. De postre, denuncia que la proclamada democracia de las palabras no existe en los hechos, y por el contrario, “nuestra degenerada forma de gobierno es la oligarquía”.
Cuando la tesis es rechazada de manera formal por contener expresiones injuriosas contra las instituciones, Palacios ya tiene preparada otra, light, exenta de polémica, con la que aprueba y se convierte en abogado.
Una voz solitaria
Su ingreso en la Cámara, en el viejo Congreso de la calle Balcarce (insólita y felizmente preservado de la piqueta del “progreso” debajo de la estructura del Banco Hipotecario), es una postal de época y una declaración de principios.
Palacios desembarca del carro que lo traslada, secundado por muchos militantes y trabajadores. Lleva el chambergo mosquetero con la visera medio levantada y en su rostro destacan los mostachos con la punta hacia arriba, que serán su rasgo característico, casi una marca registrada.
Cuando le toca el momento del juramento de rigor, sobre los Santos Evangelios, el diputado electo sopesa su conocimiento de las Escrituras, que justamente prohiben jurar, con su rigor ideológico, que lo mantiene independiente de cualquier culto.
Resuena su vozarrón por primera vez en el recinto con un acento inconfundible para negarse a semejante “extorsión” a su conciencia y solicita remitirse a una ” simple declaración solemne” que está dispuesto a hacer frente a sus pares.
En el fondo, todo se reduce a una cuestión de formas y fórmulas, pero Palacios no está dispuesto a transigir nunca cuando de principios de trata.
Al final, se acepta su moción, aunando el caso con otro diputado electo por la provincia de Buenos Aires, que reivindica el mismo derecho y así obtiene lo que se propone. A partir de entonces, tendrán que escucharlo.
Su primera intervención demanda la interpelación del ministro del Interior, Joaquín V. González, por los graves incidentes acaecidos en la celebración del Primero de Mayo obrero, que dejó muertos y heridos. Cuando lo consigue, derriba uno a uno los ya entonces remanidos argumentos que pretenden igualar la violencia de arriba con la protesta de abajo.
Su primer proyecto de ley va en el mismo sentido: pide la derogación de la ley que autoriza la expulsión de extranjeros (casi siempre dirigentes gremiales). Y poco después, el proyecto de ley de impuesto progresivo a las herencias y legados, para ser destinado a la educación pública. También se manifiesta contra los delitos electorales: en la práctica, la compraventa y coerción del voto como libre manifestación ciudadana. Como logro, se anota la primera ley obrera de descanso dominical, aunque acotada a los límites de la Capital.
Muchas de sus intervenciones son coronadas con aplausos desde la barra, que es desalojada por intervención policial, pero su voz, que nunca calla, es solitaria hasta el final del mandato, que se cumple inexorablemente, luego de que el presidente Figueroa Alcorta clausure el Congreso con el Cuerpo de Bomberos.
Volverá recién hacia 1912, y se irá a su manera.

En guardia
Algunas normas han cambiado en el régimen político, cuando Palacios, esta vez en compañía de Juan B. Justo (rival en la interna eterna del socialismo) accede a una banca, merced a la ley Sáenz Peña de sufragio universal. El radicalismo, al que visualiza como potencial aliado, también está presente en Diputados, dadas las nuevas condiciones políticas que pretenden desterrar el fraude.
En 1915, un controvertido asunto de compra de semillas por parte del Ejecutivo tiene consecuencias inesperadas cuando el diputado Horacio Oyhanarte dispara dardos agraviantes contra la bancada socialista (ahora de nueve miembros), cuestionando la legitimidad de sus títulos.
Palacios se siente obligado a responder, no solo con palabras, sino intercambiando padrinos para un duelo, que finalmente no se concreta. Pero el partido encuentra en ese propósito la excusa idónea para expulsarlo por incumplir los estatutos que condenan esa práctica propia de “clases privilegiadas y corrompidas”.
En verdad, no era la primera vez que Palacios hacía caso omiso de ese y otros preceptos partidarios. Como respecto a las enseñanzas de Cristo, también tenía sus propias ideas respecto al socialismo. Su versión de un “socialismo criollo” (del que su poncho era todo un símbolo), y por extensión latinoamericano, era inadmisible para los puristas que abogaban por el “internacionalismo”. Ni hablar de andar a los lances a espada o pistola, que tanto eran de su agrado.
Renuncia a la banca frente a una Cámara colmada de expectación, con un florido y emotivo discurso, bien en su estilo. Los mismos que votaron su expulsión, Juan B. Justo a la cabeza, tratan de morigerar los efectos de semejante puesta en escena, rechazando la renuncia, proponiendo sumarlo como “aliado”.
La cuestión se canaliza por vías legislativas internas, pero la decisión personal es irrevocable y la actitud de su partido, al que jamás critica, explícita.
Todavía después de un nutrido y heterogéneo mitin de despedida al que asiste toda la crema intelectual y política de la época (desde un consagrado Leopoldo Lugones hasta un ignoto Alberto Gerchunoff), desde el órgano oficial La Vanguardia se ironiza sobre “el banquete” y le enrostran a Palacios: “¡Qué amigos tienes, Benito!”.
El “hecho maldito” y después
La irrupción avasallante del peronismo en la escena política del país encuentra a Palacios largamente rehabilitado (aunque no sin chisporroteos internos) en el viejo tronco socialista. En todo ese tiempo, llegó al Senado denunciando la dictadura militar implantada en 1930, a la que se opuso ya desde desde su puesto como decano en la Facultad de Derecho de Buenos Aires. Hacia 1938, formó parte de la comisión investigadora del negociado con las tierras de El Palomar compradas por el gobierno fraudulento de Roberto Marcelino Ortiz, quien debe renunciar salpicado por el escándalo.
Y también lleva por primera vez al cuerpo el asunto pendiente de las Malvinas, y publica el primer libro nacional sobre el tema, Las islas Malvinas. Un archipiélago argentino (1935).
La falsa opción entre democracia o fascismo, a la que no escapa casi toda la izquierda con muy pocas excepciones, instala al PS en el seno de la Unión Democrática, ese cocoliche ideológico que comparte con conservadores, comunistas y radicales antipersonalistas, fomentado por la Embajada de Estados Unidos y promocionado desde los grandes medios. Triunfante la fórmula Perón-Quijano, en las elecciones de 1946, Palacios se coloca en la vereda del antiperonismo, pero nunca cae en el agravio a las masas trabajadoras urbanas, menospreciadas por la izquierda “científica”, y tampoco en las afrentas a la figura de Evita. No es caprichoso pensar que su origen ilegítimo debía despertarle sentimientos de empatía. Su veta caballeresca, a la usanza antigua, se expresa en una anécdota referida por Víctor García Costa en su monumental biografía Entre el clavel y la espada.
En una ocasión, el automóvil que lo conduce, a la altura de Plaza Francia, queda a la par del automóvil oficial que traslada a la Primera Dama. En un gesto galante, Palacios se saca el sombrero y Eva le retribuye un saludo con la mano.
Producido el golpe de 1955, Palacios acepta cruzar el charco como embajador en el Uruguay del flamante gobierno militar del conciliador general Lonardi, y luego, continúa un tiempo más, ya decantado, en el país, el rumbo represivo y antiobrero de la llamada Revolución Libertadora.
Vuelve siempre al ruedo, es decir, a la política.
En 1964, en pleno mandato como diputado, se cumplen sesenta años de su primer arribo como legislador. Está enfermo de un cáncer de próstata, pero no se rinde. Quien nunca pudo cumplir un período completo, por distintas circunstancias ajenas a su voluntad, permanecerá en su puesto hasta último momento.
Internado, mientras su vida se apaga lentamente, manos anónimas intentan introducir en su cuarto toda clase de crucifijos y símbolos religiosos, en contra de su voluntad ya inerte, pero otras manos amigas lo impiden.
Alfredo Palacios fallece el 20 de abril de 1965.
Cuando el cortejo fúnebre que traslada sus restos al cementerio de la Recoleta tropieza con las honras militares dispuestas por el Poder Ejecutivo, más que el último adiós a un veterano legislador de un Congreso anodino (que sería disuelto al año siguiente por un nuevo golpe militar) parecerá la despedida épica a un líder guerrillero (las que no tardarían en ocurrir).
Hay pedradas, gases, corridas y más pedradas. Recién con la caída de la tarde, sus seguidores cumplen con la misión de depositar el féretro con sus propias manos.
“!Palacios socialista!”, se escucha corear como consigna durante la procesión.
También podría ser su epitafio.
Genio y figura
Excéntrico, ególatra, dueño de una cultura enciclopédica, austero hasta el ascetismo, la figura de Alfredo Palacios puede resultarnos hoy deliciosamente anacrónica. Sin embargo, todo el derecho laboral argentino que quiere socavarse cíclicamente (Banelco mediante y otras yerbas), se sustenta en las primeras leyes que él militó en solitario, allá lejos y hace tiempo.
Sus inquietudes y desvelos tienen plena vigencia: la explotación del trabajo de mujeres y niños, la función social de la universidad, la unidad latinoamericana, la intervención económica del Estado, el salario mínimo vital y móvil ajustable por inflación. Su último proyecto proponía la prohibición de desalojos de villas de emergencia durante cinco años y la construcción de viviendas dignas (agosto de 1964).
El antiperonismo de Palacios y sus servicios, aunque breves y ad honorem en la embajada del gobierno de la Libertadora, son aún motivo de revisión e incomodidad para muchos socialistas sinceros.
Biógrafo y compañero de bancada durante su último mandato, el dirigente Juan Carlos Coral desliza en su trabajo Alfredo Palacios, el socialismo criollo, algunas claves para comprender aquellas decisiones.
“A pesar de que nunca realizó una autocrítica explícita, Palacios estuvo siempre abierto al análisis crítico de las posiciones asumidas por el socialismo en aquel período traumático para el partido”, escribe Coral, luego fundador del Partido Socialista de los Trabajadores y candidato presidencial en 1973.
“En 1961, desde su banca de senador, interpeló al ministro del Interior de Arturo Frondizi para exigir el levantamiento de las proscripciones y las leyes represivas que tenían –dijo– un destinatario especial: los trabajadores peronistas”, puntualiza.
En 1965, el bloque del socialismo argentino fue el único en acompañar la moción de los diputados justicialistas de homenajear al obrero desaparecido Felipe Vallese, y en condenar la prohibición del festejo por el 17 de Octubre.
A pesar de su aspecto severo, tenía un particular sentido del humor y podía tomarse en broma a sí mismo, como en el eslógan de campaña que lo llevó al Senado en 1961: “En Cuba, los barbudos. En Argentina, los bigotudos. Vótelo al Bigote”.
Eran tiempos de la Revolución Cubana, a la que adhirió cuando visitó a Fidel Castro.
La casona familiar que habitó en el barrio de Palermo se sostiene por los esfuerzos denodados de la fundación que lleva su nombre, y pudo levantar dos pedidos de remate del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, “gracias a la intervención de un militante”, apunta su titular, Eduardo Manfredi. No recibe ningún tipo de aporte oficial. Un juez jubilado paga de su bolsillo la factura de energía que llega mensualmente. Su estado precario se acentúa por la vecindad de una obra en construcción que le causó innumerables problemas edilicios.
Su olvido es una metáfora del olvido del propio Palacios, y de los ideales que pregonó (literalmente) toda su vida.