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Caras y Caretas

           

Sol negro

La liberación de los detenidos políticos de la cárcel de Villa Devoto fue también una oportunidad para que algunos presos comunes escaparan. Esta es la historia de François Chiappe.

El séptimo número de la revista Satiricón, correspondiente a mayo de 1973, exhibía un elocuente título de tapa: “El sol del 25 viene asomando”.
Pues bien, ese martes fue un día radiante, cuya trascendencia histórica se puede resumir en dos escenas. Una, a la mañana, cuando un helicóptero se llevaba de la Casa Rosada a quien hasta entonces había sido el presidente de facto, Alejandro Lanusse; junto a él iban los comandantes de la Armada y la Fuerza Aérea, Pedro Gnavi y Carlos Rey, mientras la multitud los despedía al grito de “¡Se van, se van y nunca volverán!”. La otra, a la noche, cuando parte de aquella misma multitud envolvió la cárcel de Villa Devoto para “apurar” la liberación de todos los presos políticos del régimen militar. Tal circunstancia guardaba cierta semejanza con la toma de la Bastilla. Del enorme portón de la calle Bermúdez emergían cientos de muchachos con un puño en alto o los dedos en “V”. Casi todos pertenecían a las organizaciones armadas.
Pero hubo excepciones. Por caso, un hombre cincuentón, ya canoso, de bigote tupido y gafas de lectura con marco de carey. ¿Acaso se trataba de un veterano intelectual marxista? Eso parecía. Pero en realidad era un colado. El tipo caminó entre el gentío con cierta lentitud hacia la calle Nazarre; allí, en la esquina con Cervantes, lo esperaba un Peugeot 504 con el motor en marcha, que arrancó cuando él aún se acomodaba en el asiento.
En el trayecto intercambió con el conductor algunas frases en francés.
El que acababa de escapar no era otro que François Chiappe, un alto dignatario de la Unión Corsa.

EL BUEN VECINO

En otras circunstancias políticas, el carácter irregular de su “excarcelación” no hubiera pasado desapercibido dada su estatura delictiva. De hecho, se dice que Alain Charnier, el mafioso de ficción que interpretó Fernando Rey en el filme Contacto en Francia (The French Connection), está inspirado en su figura. Sin embargo, en un vano intento de mantener un perfil bajo, él lo desmentía.
Lo cierto es que se instaló de inmediato en su hogar, un dúplex situado en la esquina de Santo Tomé y Desaguadero, del barrio de Villa del Parque, donde lo esperaba su esposa, Margarita Naval, de 34 años, y una pequeña hija. Allí circulaba como un vecino más. Costaba creer que ese sujeto parco, pero cordial, acarreara una historia tan vidriosa: alcahuete de los nazis durante la ocupación de París, paracaidista francés durante las guerras coloniales de Indochina y Argelia, integrante de la ultraderechista Organization de l’Armée Secrete (OAS) y, como ya se dijo, jerarca de la mafia corsa. Había llegado a Buenos Aires en marzo de 1965 con un pasaporte falso a nombre de Silvio Bianchi. En su país lo buscaban por dos muertes en una pelea territorial vinculada con la venta de drogas. Y ya en esta ciudad se abocó con ahínco al envío –en cantidades industriales– de heroína, opio y hachís hacia los Estados Unidos, además de traficar armas y de poner algunas fichas a la trata de mujeres.
Pero para él no todo eran negocios. En sus momentos de esparcimiento acudía a la Unión Francesa de Ex Combatientes, en el barrio de Constitución. Allí cenaba, jugaba al bridge y despotricaba con otros socios contra el general Charles de Gaulle, sin que ninguna sombra, en apariencia, cabalgara sobre su destino. Estaba lejos de suponer que sería víctima de, digamos, una paradoja. O de varias, a través del tiempo.

LA LEY DEL GARRÓN

Casi al mediodía del 15 de mayo de 1968, Chiappe leía el diario Clarín en una mesa de la confitería El Americano, de Villa del Parque, cuando Margarita y la nena lo fueron a buscar con fines de paseo. De modo que él dejó un billete sobre la mesa, antes de salir del local.
La calle estaba concurrida a esa hora. Los rayos de sol lo enceguecieron, y él se restregó los parpados. Quizás entonces escuchara un lejano sonido de sirenas.
Y ese sonido se fue tornando más audible.
De pronto, se vio rodeado por tres patrulleros y otros tantos autos sin identificación, que escupieron un número indeterminado de policías armados. Chiappe, ya esposado, fue llevado al Departamento Central. Allí, de muy mal talante, el francés no dejó de protestar, argumentando que esta situación lo privaba de cerrar un negocio, sin dar detalles al respecto. Pero no faltaba a la verdad: esa misma tarde debía enviar un cargamento de heroína a Canadá. Lo cierto es que recién al anochecer le informaron la causa del arresto, pero no sin una pregunta capciosa:
–Che, franchute, ¿dónde escondiste la tarasca?
Por toda respuesta, Chiappe enarcó las cejas.
Entonces los policías le soltaron todo el rollo. Estaba sospechado de ser uno de los autores del asalto a la sucursal Boedo del Banco Nación.
El asunto había ocurrido un mes antes; la prensa lo llamaba “el robo del siglo” por una cuestión de peso, y en el sentido literal: 68 millones de dólares, un botín nunca superado. Sus hacedores tenían las caras cubiertas con medias de mujer. Pero, según testigos, cometieron el descuido de intercambiar una frase en francés. En eso se basaba la imputación en su contra.
Aquel mismo miércoles, los de la Federal también capturaron a Lucien Sarti, otro CEO de la Unión Corsa afincado en Buenos Aires.
Al día siguiente ambos fueron llevados a Villa Devoto.
Chiappe, ya en su celda, maldijo por lo bajo. Y con justa razón: él era uno de los criminales más prolíficos del momento, y estaba preso por un delito que no había cometido. Sarti compartía ese pesar. Los habían “engarronado” como a dos “perejiles”.
Un mes después, el juez Ángel Inchausti les dictó la falta de mérito al reconocer que ellos nada tenían que ver con ese asalto.
Pero, a raíz de tal “malentendido”, sobre Chiappe corrieron ríos de tinta. Y su anonimato quedó hecho añicos.

TRISTE, SOLITARIO Y FINAL

Chiappe jamás volvió a ser el mismo. Aunque retomó las actividades con la solvencia profesional de siempre, su indeseada celebridad lo convirtió en un ser desconfiado e inseguro. Sentía que en cualquier momento podía “perder” otra vez. Y no se equivocó.
En septiembre de 1972 fue detenido luego de que se le decomisara un cargamento de 46 kilos de heroína destinado a Nueva York. Y terminó en el penal de Devoto, mientras la Justicia estadounidense pedía su extradición. Tal instancia la evitó al escaparse el 25 de mayo de 1973.
Su siguiente paso fue afincarse en la localidad cordobesa de La Falda, desde donde continuaría con los negocios. Meses después blanqueó su situación a cambio de una abultada fianza. Fue su último golpe de suerte con el Código Penal. En 1976, ya bajo la última dictadura, fue secuestrado por una patota del general Luciano Benjamín Menéndez. Y terminó en el centro clandestino de La Perla. Otra mueca del destino para alguien de su ideología. Unas semanas después se dispuso su extradición a los Estados Unidos, donde cumplió una condena de doce años de prisión.
Al concluirla, regresó a La Falda.
François Chiappe exhaló su último suspiro en un asilo de ancianos, a los 88 años. Era el 2 de febrero de 2010.
El sol de ese día no se asomó para él.

Escrito por
Ricardo Ragendorfer
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