Durante su discurso en el encuentro del Grupo de Puebla, Cristina Fernández de Kirchner hizo alusión a la tapa del diario Página/12 correspondiente al 16 de febrero de 2012, cuyo título reproduce un textual del dictador Jorge Rafael Videla –ya preso en el penal de Marcos Paz– al ser entrevistado por la revista española Cambio 16; a saber: “Nuestro peor momento llegó con los Kirchner”.
Aquella frase remite a una gran escena de la historia, ocurrida el 24 de marzo de 2004 en un salón del Colegio Militar, al conmemorarse el vigésimo octavo aniversario del golpe de 1976. Fue cuando el jefe del Ejército, general Roberto Bendini –acatando una orden del presidente Néstor Kirchner–, subió a una escalerita para descolgar las fotografías enmarcadas en dorado de Videla y Reynaldo Benito Bignone.
Así empezó para los genocidas ese “peor momento”.
El segundo paso de su descenso al infierno terrenal sucedió cinco meses después –durante la madrugada del 21 de agosto– al ser anuladas en el Senado las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.
Solo faltaba que la Corte Suprema declarara su “inconstitucionalidad”, dejando además sin efecto los indultos de Carlos Menem, para así reanudar los juicios por delitos de lesa humanidad.
Aquello recién se cristalizó el 14 de junio de 2005.
Cabe destacar que, casi un año antes de esa fecha, el fallo del máximo tribunal ya flotaba en la atmósfera. Y lo cierto es que su misteriosa inminencia desvelaba a más de uno.
El siguiente diálogo tuvo lugar justamente en esa época:
–¿Sabe usted si la Corte firmará realmente eso? –preguntó el tipo, con una mezcla de nerviosismo y desazón.
–Todo indica que sí –fue la respuesta.
El tipo maldijo por lo bajo.
Se trataba del capitán Héctor Pedro Vergez.
LA CANCIÓN DEL VERDUGO
El represor vivía en un departamento ubicado en la calle Rodríguez Peña 279, de la Capital. Allí lo entrevisté el 2 de julio de 2004.
Su hábitat era austero. En el pequeño living solo había un televisor que emitía imágenes sin sonido, una mesa de fórmica y tres sillas. Tras ofrecerme una, se dejó caer en otra.
Su voz sin matices combinaba con su helada cortesía. Tenía las mejillas hinchadas y una mirada turbia e insondable.
Entonces, como quien da una conferencia, abordó un tema técnico:
–La nuestra fue una guerra de inteligencia y las batallas se libraban en los interrogatorios. Pero eso no siempre implicaba la tortura sino una pugna psicológica muy sutil con el detenido.
También dijo haber salvado vidas, apiadándose a veces de sus presas, algunas de las cuales, incluso –según él–, pudieron salir del país gracias a sus buenos oficios. Luego, agregó:
–Pero ellos me traicionaron, diciendo falsedades sobre mí.
En su tono hubo un dejo de rencor.
Y al rato, ya más en confianza, diría:
–La Perla fue mi hija, mi obra. ¡Yo la hice!
Se refería al centro de detención clandestino más grande de Córdoba.
La fama de “Vargas” o “Gastón” –sus nombres de guerra– había nacido antes de la dictadura, cuando integraba el Comando Libertadores de América, una versión serrana de la Triple A que cosechó más de 500 víctimas, siendo él su verdugo de cabecera.
En noviembre de 1975, fue puesto al frente del penal militar Campo de la Ribera, reacondicionado como centro clandestino. Allí supo destacarse por sus “sutiles pugnas psicológicas” con los prisioneros: en una ocasión, llevó en helicóptero a un militante de la Juventud Peronista (JP) al que amenazaba con tirar al vacío mientras lo tenía colgado de un tobillo.
Después pasó a La Perla, donde asistió a la etapa más fructífera de su carrera, comandando secuestros, interrogatorios y ejecuciones.
LA BALADA DEL CONDENADO
En aquel atardecer de 2004, a los 62 años, acodado sobre la mesa de fórmica y fumando un cigarrillo tras otro, “Gastón” insistía en describirse como un lobo solitario que fue tras la “subversión” sin más armas que su propio olfato.
Entonces se ufanó de haber “doblado” a quien, en 1977, era nada menos que el responsable de inteligencia del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), Javier Coccoz, secuestrado el 9 de mayo en una esquina de Lanús.
Ya cautivo en un sótano del Batallón 601, Vergez lo interrogó durante un mes, hasta lograr un pacto: sacar del país a su mujer, Cristina Zamponi, y al hijo de ambos, además de liberarlo, a cambio de información.
De modo que comenzó a frecuentar a esa mujer, llevándole cartas de su compañero. Su obsesión por ella inquietó a sus propios camaradas. Cristina y el niño viajaron a París en junio.
Pero sus logros en esa empresa con el tiempo se le volvieron en contra. Y al respecto diría:
–Ella al final me cagó porque volvió a conectarse con el ERP.
–¿Cómo lo supo?
–Por un reportaje a Gorriarán Merlo, donde este habla de ella y de mí.
Lo cierto es que Vergez no cumplió con la otra mitad del pacto:
–Ignoro lo que pasó con Coccoz. Creo que está desaparecido.
Pero su paso por el sótano del Batallón 601 había dejado sus frutos. El más visible fue el secuestro de Rafael Perrotta, el dueño del diario El Cronista Comercial, ocurrido el 13 de junio de aquel año.
Vergez siempre negó su vínculo con ese hecho. Pero en su hogar, luego de prender otro cigarrillo, dijo:
–Para nosotros, su vínculo con el ERP fue una verdadera sorpresa. Cayó en una cita envenenada con “Pancho” (el apodo de Coccoz).
–O sea, fue usted quien secuestró a Perrotta –comenté, como al pasar.
Entonces Vergez vaciló:
–No sé cómo fue. El procedimiento no lo hicimos nosotros. Se lo juro.
Las infidencias de Pancho también guiaron a la patota de Vergez hacia Julio Gallego Soto, un antiguo delegado de Perón durante el exilio en Madrid. Su secuestro ocurrió el 7 de julio de 1977.
Años después –en 1998–, amparado por las leyes menemistas, Vergez le confió al hijo de su víctima haber comandado tal operativo. Sería su ticket a la desgracia. Pero para ello faltaba mucho.
Vergez pasó a retiro en 1979. Desde entonces alternó su incorporación inorgánica en la SIDE con la iniciativa privada: integró una banda de usureros y –según una denuncia– también comercializaba muebles de desaparecidos, en sociedad con el ex ministro menemista Julio César Aráoz. Y hasta escribió un libro autobiográfico.
Pero en aquella tarde de 2004 dijo estar económicamente quebrado. Y se ofreció a dar más datos a cambio de dinero.
Un ramalazo de preocupación le azotaba el rostro. Y en el momento de la despedida, murmuró:
–Solo me falta el tiro de gracia de la Corte Suprema. Estos hijos de puta tardaron más de veinte años. Pero al final nos van a encanar a todos.
Dicho esto, cerró la puerta. Nunca más lo vi.
El 8 de agosto de 2006, Vergez fue arrestado.
Horas más tarde, Víctor Gallego Soto lo identificó como el sujeto que en 1998 había reconocido haber secuestrado a su padre.
Eran otros tiempos para la franqueza.
En diciembre de 2012, Vergez fue condenado a 23 años de prisión por los secuestros y desapariciones de Coccoz, Perrotta y Gallego Soto. En agosto de 2016, a perpetuidad en la megacausa “La Perla-La Ribera”.
Actualmente, a los 82 años, aguarda la muerte en la cárcel cordobesa de Bouwer.