EL MENGELE ARGENTINO
Eran casi las 8.50 del 5 de abril de 1996 cuando una camioneta azul que venía lentamente por la calle Magallanes, de Quilmes Oeste, estacionó a metros de la esquina con O’Higgins. Tres de sus ocupantes permanecieron en la cabina y el cuarto abrió el capó para simular algún arreglo. Así transcurrió media hora. Hasta que, desde un chalet situado a mitad de cuadra, emergió un tipo cincuentón, no muy alto pero corpulento, que lucía un bigote tupido. Iba del brazo de quien parecía ser su esposa.
Era el momento de entrar en acción.
En este punto es necesario ir hacia el pasado. A finales de 1976, durante un acto en la jefatura de la Bonaerense, un tipejo esmirriado con raje oscuro arengaba a la tropa:
–La subversión, señores, es ideológica. Sus artífices están agazapados en el ámbito de la cultura. Porque todo esto fue a causa de personas, llámense políticos, sacerdotes, profesores y periodistas.
El orador era el ministro de Gobierno provincial, Jaime Lamont Smart. Y su remate fue:
–Hay mucho aún que averiguar en el país.
Pocos en ese instante comprendieron que tal declaración de guerra tenía un destinatario: el director del diario La Opinión, Jacobo Timerman.
Desde el palco, el jefe de la Bonaerense, general Ramón Camps, y su segundo, el comisario Miguel Etchecolatz, aplaudían a rabiar.
En un costado, junto a otros uniformados, había un tipo treintañero, no muy alto pero corpulento, que lucía un bigote tupido.
Se trataba del oficial-médico Jorge Antonio Bergés.
Timerman, secuestrado en abril de 1977, fue –diríase– su “paciente”, ya que él le sostenía la mandíbula durante las sesiones de picana para que no se ahogara con la lengua al mordérsela.
Ocurre que una de sus funciones era “controlar” el estado de salud de las personas secuestradas cuando eran sometidas a torturas.
Pero Bergés también tenía otra responsabilidad en el “Circuito Camps”: intervenir en los partos de las cautivas embarazadas.
EL MÉDICO DEL HORROR
Ahora, 19 años después, bajo el cielo agrisado del otoño, caminaba sin prisa con su cónyuge, doña Silvia Magdalena, hacia la esquina, sin prestar atención a la camioneta azul ni al sujeto que fingía arreglarla.
Este, con una escopeta Bataan, se irguió al aproximarse la pareja. Y uno de sus acompañantes descendió del vehículo con una Browning. Otro lo cubría desde la cabina con una Glock, mientras el conductor encendía el motor. Recién entonces, Bergés vaciló en su andar.
El plan del cuarteto estaba cifrado en su captura. Se trataba de un acto algo extremo de protesta contra el indulto menemista para los represores de la última dictadura. La idea era hacerle un “juicio popular”.
Pero todo se desmadró cuando, a modo de advertencia, el muchacho de la Bataan efectuó un disparo al aire.
Por toda reacción, Bergés usó a su señora de escudo. Pero ella cayó de bruces, mientras él giraba sobre sus talones para correr hacia la otra esquina.
En ese instante, arreciaron los tiros.
¿Qué imágenes habrían desfilado por su mente durante aquel desaforado repliegue? ¿Acaso se veía a sí mismo al pasear por esas calles nada menos que con Etchecolatz, al que presentaba a los vecinos como “amigo y compañero de trabajo”? ¿O acaso evocara la figura del cura Christian Von Wernich?
Lo cierto es que con él había formado una dupla singular: era la Santa Alianza del Estetoscopio y la Cruz. Y con una misión muy delicada: procurar hogares cristianos a los bebés de las “subversivas” secuestradas.
Eso –como bien se sabe– constituía uno de los planes sistemáticos del régimen cívico-militar.
No en vano, en el campo de la medicina, nuestro Mengele de entrecasa se había especializado en la obstetricia. Y con un estilo muy personal.
De hecho, solía prodigar latigazos con su cinto a las parturientas para acelerar el nacimiento del bebé. Bergés solía enfurecerse y las insultaba. Hubo mujeres que dieron a luz en el frío suelo de algún pasillo del Pozo de Banfield. Después les ordenaba limpiar la placenta, antes de separarlas definitivamente de sus criaturas. A Bergés se le atribuyen más de quince alumbramientos en tales
condiciones. El resto quedaba en manos de Von Wernich.
Todo esto adquirió estado público a mediados de la década siguiente, al ser el médico reconocido por Adriana Calvo, una de sus víctimas durante su cautiverio en la comisaría 5ª de La Plata. El testimonio que brindó durante el Juicio a las Juntas resultó lapidario para él.
Pero la sacó barata en razón a la Ley de Obediencia Debida, impuesta por Raúl Alfonsín en 1987. Aquello le permitió seguir regenteando su propia clínica, en la calle Rodolfo López en Quilmes Oeste.
La vida le sonreía de oreja a oreja.
Pero el pasado siempre regresa a través de la hendija más inesperada.
DURO DE MATAR
Bergés seguía corriendo por la calle Magallanes hasta que un tiro lo desplomó, en medio de una sinfonía de estampidos.
En total, fue blanco de 23 impactos, entre balazos y perdigonadas. Un solo cartucho de escopeta le produjo heridas en una mano, en un pie y en el bajo vientre. Y un balazo de la Browning le partió la médula espinal.
Su estado era desesperante. Varios centros asistenciales rechazaron su admisión. Finalmente, fue atendido en el Hospital Militar. Bergés sobrevivió, pero condenado a una paraplejía por el resto de su vida.
Al día siguiente, el diario Clarín tituló: “Ya hay una pista sobre los que balearon a Bergés”. Aludían al identikit de uno de sus agresores. Y también señalaban que “podría ser una represalia por la represión ilegal”.
En efecto, fue el primer (y único) ataque violento a un genocida de la última dictadura. Sus hacedores pertenecían a la Organización Revolucionaria del Pueblo (ORP), una célula tardíamente foquista que ya se había adjudicado las voladuras de cajeros automáticos con explosivos de escasa potencia.
Su líder –el muchacho de la escopeta– era Adrián Krmpotic, quien fue detenido algunas semanas después.
Juzgado por ese y otros delitos, su condena fue de doce años, aunque salió en libertad condicional en 2004.
Hasta entonces, Bergés permanecía únicamente confinado a su silla de ruedas. Pero, justamente en ese año, el juez federal Rodolfo Canicoba Corral lo condenó a perpetuidad por sus crímenes.
En la actualidad aún cumple su condena, pero –por su estado de salud– con el beneficio del arresto domiciliario.
Al respecto, una paradoja: la calle Magallanes ha sido rebautizada con el siguiente nombre: “Madres de Plaza de Mayo”