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Caras y Caretas

           

La fiesta de los monstruos

El regreso definitivo de Perón a la Argentina resultó masacre. No fue un enfrentamiento entre facciones, sino una emboscada planificada con el objetivo claro de amedrentar a los sectores de izquierda del movimiento.

Un palco. Un palco y la promesa de la cercanía del líder después de 18 años en el exilio. Un palco y el cerco de quienes se creen dueños de la fiesta y pretenden decidir quién puede y quién no puede estar ahí, al pie del escenario donde esperan que el general Juan Domingo Perón abra los brazos, sonría y salude a los hombres y mujeres que forman parte del movimiento. Un palco en el que hay tres fotos que pueden ser presagio: la del General en el centro, Evita a la izquierda e Isabel a la derecha. Son los que organizan el acto los que quieren que lsabelita empiece a tomar vuelo para afianzar la idea de la fórmula Perón-Perón. Es el 20 de junio de 1973 y el avión que trae al líder en su retorno definitivo todavía está en el aire. Poco sabe de lo que pasa ahí, en Puente 12, a unos diez kilómetros del aeropuerto de Ezeiza, donde pronto tocará tierra. Nada sabe del armado de la fiesta que le prometió Cámpora. Tampoco que ese palco, púlpito del que retorna a su propia tierra prometida, será la excusa para una embocada que buscará mostrarle quiénes son esos zurdos, putos y faloperos que se hacen llamar peronistas.
Es el coronel retirado Jorge Manuel Osinde el que propuso ese lugar para la recibida. Más apropiado para la multitud que ya empieza a movilizarse. Mejor que la Plaza de Mayo, lugar predilecto del General para el contacto con sus masas; mejor también que la 9 de Julio, donde Evita hizo su renunciamiento histórico empujada por la enfermedad y la presión de los propios que veían en esa mujer el símbolo de la radicalización innecesaria. Es Osinde también el que crea el Comando de Organización que comparte con Norma Kennedy, Lorenzo Miguel y José Ignacio Rucci. También está Juan Manuel Abal Medina, no les quedó otra a los ortodoxos, alguien que tuviera contacto con la tendencia revolucionaria tenía que ocupar una silla en esa mesa, tampoco era cosa de levantar sospechas. Y aunque Abal Medina no era un duro de la izquierda, todavía era un interlocutor válido. Convidado de piedra en la mesa de decisiones –se había opuesto a que el acto estuviera en manos de Osinde–, sostenía que el gobierno era peronista y era el Estado el que tenía que hacerse cargo de semejante operativo. La suerte o la conspiración, nadie lo pudo saber nunca, le dio una mano a Osinde: un auto atropelló a Abal Medina y lo dejó convaleciente, afuera de toda organización. Es Osinde también el que elige el Hogar Escuela Santa Teresa, a quinientos metros del palco deseado, detrás de un bosquecito ideal para apostar francotiradores, como base de operaciones para su guerra sin cuartel. El encargado de la operación para ocuparlo es Alberto Brito Lima, del Comando de Organización, nacionalistas católicos que se habían alejado de la Juventud Peronista en los 60 acusándolos de marxistas. Así, unos treinta hombres armados, al mando del concejal Rubén Domínico, el 8 de junio se instalaron en el lugar por la fuerza, al grito de “Perón, Evita, la patria peronista”. Desalojaron al personal docente y a los niños y se instalaron para que Domínico pudiera organizar la logística. A lo largo de los días, el lugar se iría llenando de hombres. Igual suerte corrieron el Hospital de Ezeiza y la Escuela de Enfermeras.
Desde allí, desde la arboleda, empezarían los primeros tiros. Pero para eso todavía falta.

LA FIESTA QUE FUE MASACRE

Miles de autos y colectivos avanzan por Ricchieri y por Camino de Cintura; van para Ezeiza. Algunos caminan por la banquina. Se agitan los parques por los bombos mientras las banderas de las FAR y Montoneros, de la Juventud Peronista y el Movimiento Villero flamean por el viento de un invierno que todavía no empieza. Son millones los que salen a la calle, no todos son peronistas, no todos pero sí la enorme mayoría que se encolumna detrás de banderas con la P sostenida por la V de la victoria. “Perón vuelve” fue la consigna que desde la Resistencia fue bandera y hoy parece hacerse realidad. Algunos llevan cadenas y palos, otros algún revólver. Armas todas de autodefensa por si hay forcejeos o enfrentamientos con la derecha. Saben que puede haberlos. Saben que se la tienen jurada desde que escoltaron a Héctor J. Cámpora hasta la Rosada cuando juró como presidente. Por eso también hay autos y ambulancias que salen del Ministerio de Bienestar Social preparados para el acto: un arsenal viaja seguro para perpetrar la masacre. Las primeras detonaciones no asustan a nadie. Pueden ser petardos de alguna columna. Pero las balas silban cuando cortan el aire y los cuerpos caen en el césped. Desde los árboles tiran, un bosquecito que sirve de vivac para esas tropas irregulares lideradas por Osinde. La mayoría corre, una desbandada que no tiene destino; otros se tiran cuerpo a tierra y esperan que la balacera termine. Son pocos los que sacan algún fierro y disparan para ninguna parte. No hay combate posible, no fueron a eso y quizá sea más un reproche que una excusa. ¿Cómo no previeron que podrían estar esperándolos? La balacera cruzada tiene un solo objetivo: amedrentar a los zurdos y que todo parezca un enfrentamiento. Hay uno cuyo nombre se desconoce, que esquiva las balas y llega al palco para pedir refugio. Desde arriba parecen atenderlo, pero no es solidaridad lo que mueve a esos hombres que exhiben fusiles en señal de victoria. Lo suben de los pelos. Lo golpean. Mientras por el micrófono Leonardo Favio pide cordura: “Pido a los peronistas que no hagan uso de las armas”, dice con la cadencia de su voz gastada mientras los tiros se multiplican. No mucho antes les había pedido a los que se subían a los árboles, cerca del palco, que se bajaran porque no era seguro. Quizá Favio desconocía que esos también eran parte del plan, más francotiradores dispuestos a tirar a mansalva. Hay disparos, hay gritos, hay corridas. Desde el palco vuelan palomas blancas como un gesto macabro de una paz que no existe. El saldo de la jornada nunca será un número claro. Se habla de trece muertos y de cientos de heridos. Nadie se anima a decir que esa es la cifra definitiva. Lo que pasa en Ezeiza llega a oídos del General, seguramente con la versión del enfrentamiento, seguramente también señalando a los mocosos imberbes como responsables. El avión se desvía por seguridad y aterriza en Morón. Perón ya no tendrá fiesta, al menos no ese día. Pero tendrá sobre la mesa el primer gesto de que las facciones de su movimiento no pueden convivir si no es a los tiros.

Escrito por
Juan Carrá
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