• Buscar

Caras y Caretas

           

Stalin, el hombre que convirtió la Revolución de Octubre en un matadero

Se cumplen setenta años de la muerte del hombre que gobernó durante casi tres décadas la Unión Soviética, bajo el signo del terror y del culto a la personalidad. La historia del verdadero Gran Hermano, creador de la figura de “enemigo del pueblo”, que usó para reprimir a propios y ajenos.

El 5 de marzo de 1953 –se cumplen 70 años–, el pueblo ruso amaneció con la noticia de la inesperada muerte de José Stalin, el hombre que gobernaba desde hacía casi tres décadas la inmensa Unión Soviética bajo una bandera de dos caras: la del terror y la del culto a la personalidad. Tembló –de alegría, de pena, de espanto– el corazón de cada ruso y temblaron también los corazones de infinidad de obreros, campesinos, intelectuales, científicos, poetas, en cada rincón de la Tierra.

El georgiano estaba seguro de que iban a asesinarlo y eso le tendió una trampa mortal. Para preservarse, Stalin vivía en una fortaleza, una antigua mansión del siglo XVIII, en medio de bosques de abetos y jardines, a la que se accedía por una única entrada abierta en un muro altísimo y electrificado. Lo protegía su guardia caucasiana, los únicos en los que confiaba y que podían estar armados en su presencia.

El 1 de marzo, una hemorragia cerebral derribó a Stalin en su Dacha de Kúntsevo, a unos 80 kilómetros de Moscú. La noche anterior había invitado a comer y a ver una película a algunos miembros del Politburó. Después de emborracharse a discreción, como era habitual en esos encuentros, los invitados se fueron y el jefe se retiró a alguna de las tres habitaciones blindadas, todas idénticas para evitar que se supiera dónde realmente descansaba.

Al día siguiente, Stalin no pidió ni el desayuno ni el almuerzo. Pero nadie se atrevía a molestarlo, ni siquiera los caucasianos. Hacia la medianoche, el jefe de la guardia citó con urgencia al Politburó. Desde distintos puntos de Moscú, sin entender qué sucedía, los máximos jerarcas del Kremlin se dirigieron a Kúntsevo. Era un recorrido peligroso no solo por la furiosa tormenta de nieve. Nikita Jrushchov, en sus memorias, cuenta que al despedirlo su mujer lo abrigó y le sirvió dos vasos de vodka al hilo: “Cada vez que Stalin me llamaba, sabíamos muy bien que era posible, muy posible, que no volviera nunca”.

Ya en la dacha, la guardia los impuso de la situación y decidieron forzar las puertas. Finalmente, en una de esas habitaciones que ninguno había pisado jamás, encontraron a Stalin tirado sobre la alfombra, vestido con uniforme de mariscal. Lavrenti Beria, otro georgiano, el jefe de la NKVD, la temible policía política, responsable de decenas de miles de asesinatos y millones de prisioneros, constructor de una red de más de quinientos campos de trabajos forzados distribuidos por toda la URSS, fue el único que, apresurado, gritó: “Ha muerto el tirano, ha muerto el tirano”.

Jrushchov fue más cauteloso. Se arrodilló junto a la cabeza del caído y entonces, aterrado, vio “sus ojos, grandes, abiertos, alucinados, que me miraban. No eran ojos de muerto. Eran los ojos de Stalin vivo”.

Rígido y moribundo, en el suelo y sin habla, Stalin logró que todo el Politburó, que se había permitido fusilar a una generación completa de revolucionarios, huyera despavorido de la habitación.

Los médicos recién llegaron entrada la madrugada. Vale decir en su descargo que no era fácil encontrar médicos en Moscú. Desde noviembre del año anterior, 1952, la plana mayor de la medicina soviética estaba en prisión –quedaban seis, dos no habían sobrevivido a la tortura–, acusados de ser espías occidentales aunados por el propósito de matar a los jefes soviéticos. Para marzo de 1953, los médicos presos se contaban por cientos. Como fuera, dijeron que ya era tarde para ayudarlo. 

El sórdido escribiente

Nadie hubiera sospechado que el Kremlin iba a ser el destino de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, “Soso”, nacido en Tiflis, Georgia, el 21 de diciembre de 1878. Su padre era un zapatero borracho y brutal con el niño y con la madre, Ekaterina, que logró garantizarle una educación –es un decir– consiguiendo una beca en el seminario ortodoxo de Tiflis.

No lo pasó bien: el trato era humillante y estaba prohibido hablar en georgiano. Apenas lo vieron participar de las revueltas estudiantiles contra la rusificación, los popes lo echaron a la calle.

Convertido en socialista, Koba, tal el nombre que adoptó, siguió el derrotero habitual de los revolucionarios en la Rusia zarista: entre 1904 y 1917 fue detenido y confinado diez veces. Su esposa murió de parto y el hijo recién nacido, Yacov, quedó a cargo de la familia materna.

Los compañeros de Koba lo señalaban como un ser oscuro, silencioso, desconfiado y falso, que prefería las solitarias tareas de aparato antes que los debates o el contacto con los obreros en huelga. Pero era un puntilloso administrador del partido, tarea tediosa, gris, que pocos querían tomar.

Después de la revolución de febrero, Stalin abandonó Siberia y se incorporó a la dirección bolchevique en San Petersburgo. El ex seminarista no se sentía cómodo con sus camaradas que iban llegando del exilio, cultísimos militantes internacionalistas que hablaban varias lenguas, hábiles agitadores que habían convertido sus prisiones en escuela de cuadros y recorrido Europa clandestinamente. Para colmo, lo escuchaban perplejos cuando intentaba comentar la vida sexual de Aleksandra Kolontái o hacer chistes subidos de tono.

El georgiano fue escalando en el aparato al punto que en 1922 Lenin lo designó secretario general del Comité Central. Sin embargo, meses después, en su testamento de enero de 1923, Lenin llanamente urgió al partido para que lo retiraran del cargo debido a sus modales groseros, su deslealtad y su tendencia a abusar del poder.

Ya era tarde. Stalin logró que la mayoría del Comité Central votara que el documento iba a trascender solo en parte, y cuando consolidó su poder directamente se negó su existencia. Desde entonces, toda referencia al testamento de Lenin fue considerada un delito de agitación antisoviética.

A la muerte de Lenin, en 1924, Stalin ya controlaba gran parte del partido por medio de pactos y amenazas. Con la URSS en una situación económica dramática, comenzó a exponer la teoría del “socialismo en un solo país”, en abierta contradicción con la prédica bolchevique de que la revolución mundial era una condición necesaria para construir el socialismo en un país atrasado como Rusia.

La derrota de la revolución alemana, el reflujo en la propia Unión Soviética –gran parte de la vanguardia obrera había muerto en la guerra civil–, el descalabro de la economía, el fracaso de la colectivización, la hambruna y la derrota de la primera revolución china colaboraron en los planes de Stalin, que fue anudando alianzas para aislar a Trotski hasta deportarlo en 1929. El XV Congreso de PCUS, en diciembre, expulsó del partido a toda la oposición de izquierda, poniendo a sus integrantes a disposición de la policía política de entonces, la GPU. Los trotskistas y sus familias estrenaban los primeros gulags (campos de trabajo forzado). Los siguientes derrotados fueron Zinóviev, Kámenev y Bujarin, los otros tres dirigentes históricos del bolchevismo, que habían actuado aliados con Stalin contra Trotski y su tendencia.

La gran purga

Para borrar la Revolución de Octubre fue necesario extirparla de la conciencia del pueblo que la había protagonizado. Para eso, el estalinismo implementó una represión de tal magnitud que empalideció la de los zares y empató al nazismo.

En un período de tres años, Stalin y la policía política NKVD, que reportaba directamente a su persona, eliminaron a millones de ciudadanos acusados de atacar a la URSS. Por lo menos veinte millones fueron desterrados a los gulags, que resultaron insuficientes para contener el enorme número de prisioneros, ya bastante nutrido desde finales de la década del 20.

En ese período se eliminó físicamente a la dirección bolchevique de 1917, a los héroes de la Guerra Civil que habían derrotado a los Ejércitos Blancos, e incluso a los dirigentes del partidos comunistas extranjeros, insospechables de trotskismo, que vivían en Moscú como militantes de la Tercera Internacional (Komintern).

Según documentos oficiales conocidos después de la muerte de Stalin, solo en 1938 fueron ejecutados 48.000 dirigentes del Partido Comunista (en Leningrado, el 90 por ciento de los militantes), además de 98 de los 139 miembros del Comité Central, 319 de los 389 secretarios regionales, 1.108 de los 1.966 participantes del XVII Congreso del PCUS y 2.210 de los 2.750 gobernadores de distrito. En general, el exterminio incluía a parientes y amigos. Después de un par de intentos fallidos, Trotski fue asesinado en México en 1940.

Los más altos funcionarios caían repentinamente en desgracia, incluido Yagoda, el primer jefe de la policía política. Nadie estaba a salvo. Mientras Mólotov, presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, bebía cataratas de vodka y soportaba las humillaciones de su jefe, su esposa Polina languidecía en el gulag, de donde no salió hasta la muerte de Stalin.

Para darle visos legales a la eliminación de la dirección de Octubre se montaron los llamados “procesos de Moscú”, entre 1936 y 1938. El estalinismo responsabilizó de la sequía y la hambruna a “saboteadores contrarrevolucionarios que socavan los cimientos de la sociedad soviética”. El cerebro de esa conspiración, explicaban, era Trotski que, aliado a gobiernos occidentales, buscaba generar un caos que lo devolviera al poder.

Stalin logró que todos los miembros de la vieja guardia bolchevique, algunos con medio siglo de militancia y años en las mazmorras de los Romanov, confesaran crímenes inverosímiles. Tal vez en la ilusión de que salvarían la vida de sus seres queridos, tal vez como un último sacrificio hacia el partido.

Bujarin, verdadero primus inter pares, resistió hasta el final a pesar de las torturas. Audiencia tras audiencia, con brillante ironía, dejó en ridículo las acusaciones del fiscal. Pero, dice el historiador Pierre Broué, un día se sentó en las gradas más alejadas del tribunal un hombre corpulento; vestido a la usanza oriental, apenas si se le veía la cara. Los ojos del falso mongol fueron decisivos para quebrar al que Lenin había llamado el “preferido del partido”. Bujarin confesó con una justificación quizás involuntaria: “Hay que ser Trotski para seguir luchando”.

Todos los ámbitos fueron alcanzados por la Gran Purga. Miles de docentes, profesionales y científicos de todas las ramas, incluido Sergei Korolev, líder del programa espacial soviético. Expertos en el campo de la genética, de las ciencias agrícolas, del mundo de la física, química, matemáticas, botánica, biología perdieron la vida en el pasillo de una prisión o por los rigores del gulag.

Fueron perseguidos intelectuales, periodistas, escritores y publicistas, dos mil socios de la Unión de Escritores fueron apresados. Desde el asesinado Isaak Bábel hasta Ossip Mandelstam, que falleció cuando lo llevaban al gulag. Músicos, compositores, dramaturgos, nadie quedó a salvo. En Mongolia fueron masacrados, en una auténtica limpieza antirreligiosa, más de 35.000 lamas budistas.

La represión se ensañó con pueblos enteros que, en nombre de las necesidades de la industrialización o directamente acusados de “antisovietismo”, fueron trasladados en masa –de a decenas de miles– a regiones remotas de difícil supervivencia (cosacos, alemanes del Volga, búlgaros, turcos, kurdos, chechenios, armenios y muchos más). Una limpieza étnica a escala nunca vista.

Temeroso de un golpe militar –más tarde se comprobó que todas las pruebas habían sido fraguadas–, en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial Stalin aniquiló a la máxima jefatura del Ejército Rojo, incluido al gran Mijaíl Tujachevski, héroe de la Primera Guerra Mundial y de la Guerra Civil, y el más brillante estratega militar de la Unión Soviética.

Un recuento incluye el fusilamiento de tres de los cinco mariscales; trece de los quince generales de ejército, ocho de los nueve almirantes, cincuenta de los 57 generales de cuerpo del Ejército, y sigue la lista. La purga en el Ejército Rojo significó un retroceso letal para la defensa de la URSS ante la invasión nazi. Stalin no solo ejecutó a Tujachevski sino que mandó asesinar a su esposa, su madre y tres hermanos, además de enviar a sus dos ex esposas a un campo de concentración.

El fin de la guerra abrió paso a nuevas purgas, a un nuevo gran terror. Stalin sospechaba de cualquiera que hubiera estado en contacto con Occidente. Así que después de la Segunda Guerra Mundial, alrededor de un millón y medio de prisioneros de guerra soviéticos liberados (lo que quedaba de los más de cinco millones inicialmente capturados por los alemanes) fueron enviados a los gulags. A esos se sumaban dos millones y medio de ciudadanos soviéticos que los nazis habían apresado, muchos de los cuales no fueron liberados hasta tiempo después de la muerte de Stalin. Lo mismo pasó con los brigadistas internacionales que habían combatido al franquismo en la guerra de España. O con el jefe de los espías soviéticos en Europa, Leopold Trepper, el de la Orquesta Roja, que supo infiltrar el gabinete de Hitler y enviar el día exacto de la invasión nazi a la URSS. Terminada la guerra, Trepper pasó una década completa en la tétrica Lubianka, la sede de la KGB.

 Los muertos de la familia

El que moría tieso y mudo era el artífice de esa tragedia que cambió el curso del siglo XX. En palabras de su hija Svetlana Alilúyeva: “La agonía era espantosa (…) En un momento determinado, evidentemente ya en el último minuto, abrió de repente los ojos y los dirigió hacia todos los que le rodeaban. Era una mirada terrible, tal vez demente, tal vez furiosa y llena de terror ante la muerte y ante los rostros desconocidos de los médicos que se inclinaban sobre él”.

No hay un átomo de compasión en el relato de Svetlana, que tenía una cuenta ilevantable con Stalin desde que se enteró de que su madre, Nadezhda Alilúyeva, no había muerto de apendicitis sino después de una brutal discusión pública con Stalin, que la avergonzó y se burló obscenamente de ella. También sabía que el ex seminarista la obligaba a presenciar sus encuentros sexuales con otras mujeres. Y que se enfurecía cuando Nadezhda se visitaba con su familia, todos miembros del partido.

Nadezhda no era una primera dama. Era una militante socialista y una joven instruida, hija de dos bolcheviques. Tenía treinta años menos que su marido. Había trabajado en el gobierno, en el despacho de Lenin y de otros bolcheviques y era muy cercana a Krúpskaya, la viuda de Lenin.

A pesar de la furia de su marido, Nadezhda estudiaba Ingeniería Industrial en la Academia de Moscú. Allí se enteró de que Ucrania estaba sembrada de muertos de inanición producto de la colectivización forzosa del campo. Y supo de las deportaciones masivas al gulag. En varias ocasiones, Nadezhda criticó abiertamente la política agraria del gobierno.

En el 15°aniversario de la Revolución de Octubre, en 1932, la pareja compartió un lujoso banquete. Pero ella no levantó su vaso cuando el dueño de casa, Kliment Voroshílov, brindó por los logros en el agro. Stalin avanzó iracundo hacia su esposa y se trenzaron en una fuerte discusión.

Nadezhda, de 31 años, se retiró y a las pocas horas apareció muerta en sus habitaciones. Suicidio, fue la información para los jerarcas. Apendicitis, para los hijos y el pueblo. Fue sepultada en el Monasterio Prístino, al lado de la tumba de la esposa del zar Pedro el Grande.

El trato dispensado por Stalin a los familiares de sus dos esposas fue ejemplificador. Alexander, hermano de su primera mujer, Ekaterina Svanidze, y amigo de Stalin en otro tiempo, fue fusilado por espía. Su esposa, detenida y enviada a un campo de trabajo. El hijo de ambos fue deportado a Siberia. María, hermana de Ekaterina, murió también en una cárcel.

Stalin tenía dos hijos. Yákov, de su primer matrimonio, se crio en Tiflis y recién se reencontró con su padre cuando viajó a estudiar a Moscú. Stalin lo consideraba un despreciable cobarde de poco carácter, un georgiano incapaz de hablar correctamente el ruso. Yákov, ingeniero y teniente de artillería, formó parte del Ejército Rojo y fue capturado por las tropas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. Alemania ofreció intercambiarlo por el general alemán Friedrich Paulus, rendido en Stalingrado. La propuesta fue rechazada con el argumento de que la Unión Soviética no canjeaba soldados por mariscales. Yákov murió en el campo de concentración de Sachsenhausen, aparentemente cuando intentaba escapar.

Vassili, el otro hijo de Nadezhda, fue oficial de la Fuerza Aérea y se destacó durante de Segunda Guerra Mundial. Tras la muerte de su padre, fue acusado de actividades antisoviéticas y juzgado por un accidente de aviación generado en estado de embriaguez. Murió a los 41 años, esperando su rehabilitación.

Svetlana, que tenía seis años cuando murió su madre, en la adolescencia tuvo una relación crispada con Stalin, al que no vio por largos períodos. Se casó varias veces y tuvo dos hijos. Enamorada de un comunista indio, cuando él murió intentó radicarse en la India. Las autoridades soviéticas lo impidieron, pero finalmente la autorizaron a vivir en el extranjero a condición de que dejara en la URSS a sus hijos, de 18 y 16 años. En 1967 pidió asilo en la embajada de Estados Unidos, donde escribió un libro explosivo sobre su vida en la URSS.  Murió en un geriátrico en 2011.

Los funerales del Gran Timonel

La muerte de Stalin fue celebrada en los campos de exterminio. La heroica gesta de la Gran Guerra Patriótica, la batalla del sitio de Stalingrado, la bandera roja sobre el Reichstag en Berlín, los símbolos de la derrota del nazismo no podían ocultar los millones de muertos y una revolución hecha añicos.

Por el contrario, en Moscú, decenas de miles de personas desfilaron durante tres días y tres noches ante el cuerpo embalsamado de Stalin. Cubierto de flores y de banderas rojas, un enorme retrato presidía el Salón de las Columnas de la Casa de los Sindicatos, en Moscú. De los posibles sucesores, no faltó ninguno. Lavrenti Beria, jefe del servicio secreto y hombre clave en las purgas políticas y el ocultamiento de las hambrunas de 1932 y 1933; Gueorgui Malenkov, mano derecha de Stalin y competidor de Beria en la eficacia de la represión y la propaganda; Viacheslav Mólotov, el que firmó en 1939 el pacto de no agresión con la Alemania nazi (que Adolf Hitler burló rápidamente); Nikita Jrushchov, que dos años después inició el proceso de desestalinización.

Cientos de camarógrafos fueron enviados por el Politburó para que registraran la monumental despedida al Gran Timonel. Como a los jerarcas no les gustó el producto, las infinitas horas de filmación quedaron en un depósito. El material quedó en el Archivo Nacional de Cine y Fotografía Documental de Rusia en Krasnogorsk, en las afueras de Moscú. Hasta que el cineasta ucraniano Sergei Loznitsa llegó y lo pidió. Sobre esa base, cuarenta horas de un material inédito en blanco y negro, y en color, Loznitsa construyó un extraordinario documental, Funeral de Estado, que se puede ver en la plataforma Mubi.

El “hombre de acero” –eso significa “Stalin”– tal vez haya sido, junto con Hitler, uno de los dos más temidos y odiados del siglo XX. También uno de los más amados. Porque cuanto más lejos se estaba de Moscú, más se imponía un Stalin investido del halo de la Revolución de Octubre, el hombre que había sido capaz de industrializar el primer Estado socialista de la historia y, después de la Segunda Guerra, el conductor del ejército que había bajado la cruz gamada para reemplazarla por la bandera roja.

El funeral de Stalin.

El culto a Stalin, adentro y afuera de Rusia, se sostuvo en una enorme estructura propagandística que construyó los mensajes y una iconografía supervisada personalmente por él. Las fotos retocadas que volvieron sedosa su áspera pelambre y borraron las marcas de la viruela infantil son lo más inocente de ese aparato, capaz de retocar fotos para hacer desaparecer a las personas inconvenientes o reescribir documentos para engrandecer la pobre militancia de los años mozos del Gran Timonel. Para legitimar una reescritura amañada de la historia, como genialmente narró Orwell en su terrorífico 1984.

Que todo esto había sido la mayor estafa política del siglo XX, sostenida por el aparato cultural y el aparato policíaco del Partido Comunista de la Unión Soviética, se supo después, el 24 de febrero de 1956, cuando Nikita Jrushchov, ya como secretario general del Comité Central, leyó en el XX Congreso del PCUS el conocido “discurso secreto”. En él, Jrushchov no solo denunció los crímenes del estalinismo sino que dio paso al proceso de rehabilitación de los antiguos cuadros “condenados injustamente”.

“Stalin creó el concepto de ‘enemigo del pueblo’. Este término provocó que resultara innecesario demostrar los errores ideológicos de uno o varios hombres enzarzados en una polémica; este término violó todas las normas de la legalidad revolucionaria y permitió el uso de la represión más cruel contra todo aquel que mostrara su desacuerdo con Stalin de cualquier forma, contra aquellos que fueran sospechosos de intenciones hostiles, contra aquellos que tuvieran una mala reputación en general y, en realidad, la única prueba de culpabilidad utilizada, lo cual contraviene todas las normas de la actual ciencia legal, fue la ‘confesión’ del propio acusado; y, tal y como demostró una investigación posterior, las ‘confesiones’ se obtenían mediante la aplicación de presiones físicas contra el acusado”, dice uno de los párrafos nodales del documento.

La más grande ilusión del siglo XX llegaba a su fin.

Escrito por
Olga Viglieca
Ver todos los artículos
Escrito por Olga Viglieca

Descubre más desde Caras y Caretas

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo