• Buscar

Caras y Caretas

           

Flora Tristán: la peruana que inventó la frase más famosa de Carlos Marx

Padeció el maltrato de la sociedad patriarcal francesa y el desprecio de su propia familia en América. Los viajes y su visión de mundo la acercaron al socialismo, del cual se convirtió en una activa militante y teórica.

“Todas las desgracias del mundo provienen del olvido y el desprecio que hasta hoy se ha hecho de los derechos naturales e imprescriptibles del ser mujer.” La autora de esta frase, escrita en 1843 –cinco años antes que Marx publicara el Manifiesto comunista–, es Flora Tristán, que nació en París el 7 de abril de 1803, mientras Napoleón abolía sin piedad los pocos derechos que la Revolución Francesa les había reconocido a las mujeres.

Más precisamente: Flora nació un año antes de que el Código Napoleónico devolviera a la más absoluta minusvalía legal y social a las francesas, las mismas que habían traído de Versailles a Luis XVI y María Antonieta, precipitando la caída de la monarquía. Así quedaron sometidas sin apelación a la autoridad del padre o del marido y les quitaron cualquier derecho sobre sus hijos.

Ignorante de las desgracias que se cernían sobre su futuro, la niña fue recibida con alegría y bautizada Flora Celestina Teresa Enriqueta Tristán y Moscoso Laisney. Era la hija de don Mariano Tristán y Moscoso, hijo mayor de una de las familias más poderosas del Virreinato del Alto Perú, educado desde muy joven en Francia y ex coronel de la armada española. La madre, Anne Laisney, provenía de una familia monárquica que había escapado de la Revolución Francesa de 1789 y encontró refugio en Bilbao.

En 1802 la pareja se casó clandestinamente. La ceremonia fue oficiada por un sacerdote emigrado, el abate de Rocelin, sin que la boda quedara registrada en el consulado francés y sin que don Mariano Tristán pidiera autorización al Rey, como lo obligaba su linaje. Es probable que sospechara que Fernando no iba a avalar que un descendiente de virreyes y altos prelados de la Iglesia se casara con una francesa más plebeya que el croissant.

Poco después de la boda, el matrimonio se trasladó a París, donde nació la primogénita, y en 1806, su hermano. Nada permitía sospechar que la mimada niñita de rizos y grandes ojos oscuros, dócil y graciosa, se convertiría en una de las pensadoras más excepcionales del siglo XIX, militante contra la esclavitud, pionera en el análisis de la doble opresión de las mujeres, agitadora infatigable por los derechos de las y los trabajadores.

En la casa del elegante barrio de Vaugirard las risas y los bailes alternaban con interminables discusiones sobre la convulsiva situación política en Europa y en América. Esas tertulias eran frecuentadas, entre otros, por el naturalista Aimé Bonpland, por un joven Simón Bolívar y por el educador Simón Rodríguez. Bolívar, un joven desolado por la prematura muerte de su esposa, se encandiló con Anne y durante algún tiempo le escribió dolientes cartas que Flora supo conservar.

En 1807, un accidente cerebrovascular mató a don Mariano. Atónita, Anne descubrió que su casamiento carecía de validez legal y por lo tanto no tenía derecho a heredar de su marido ni la renta familiar que cada mes le giraba a Mariano su tío, arzobispo de Granada; ni la pensión por sus servicios en el ejército español, ni los honorarios como representante del reino de España en París. Un hermano menor de Mariano, el general realista Pío Tristán y Moscoso, entonces alcalde de Arequipa, había recibido plenos poderes para la administración de los bienes del difunto. Ninguna de las cartas que le dirigió Anne tuvo respuesta.

Para peor, al año siguiente Napoleón invadió España y ordenó confiscar los bienes de los españoles residentes en Francia. Anne fue expulsada de la casa de Vaugirard, que Flora siempre recordará como un paraíso perdido. En la miseria más absoluta, la joven viuda empezó a peregrinar con sus dos hijos por los barrios marginales de París, hasta que huyó al campo.

La Flora que regresó a París a sus 15 años era una niña criada en el hambre y conocedora del desprecio a las huérfanas sin recursos. Pero tenía una cuidada educación impartida por la madre y era de una altivez y una belleza perturbadoras. Corría por sus venas, dice uno de sus biógrafos, “sangre de aztecas, de incas, de Borbones, de italianos, de franceses”. También de papas y cardenales, incluyendo un santo como san Francisco de Borja, duque de Gandía y virrey de Cataluña antes de entrar en la Compañía de Jesús.

Ella valoraba su linaje, aunque el tío Pío, a la sazón virrey del Perú, jamás hubiera contestado las cartas que ella y su madre le escribían, más que implorando ayuda, reclamando sus derechos. Con un rencor que la ayudó a sobrellevar tanto desamparo, Flora hizo suya la divisa de la familia paterna: “Nunca servir a un señor que se me pueda morir”.

En París, ambas –el hermanito había muerto– vivieron en condiciones misérrimas hasta que la madre la empleó como obrera colorista en el taller de grabados de un tal André Chazal. Dos años después, en 1821, Anne obligó a su hija a un matrimonio de conveniencia que se vería signado por graves maltratos producto de los celos demenciales y el alcoholismo de Chazal. En los años siguientes Flora tuvo tres hijos, de los que sobrevivieron dos, Ernest y Alina, que sería la madre de Paul Gauguin.

El acercamiento al socialismo utópico

Flora comenzó una lucha desesperada por obtener el divorcio, que se extendió por más de catorce años. En 1826 Flora logró huir por primera vez del marido, empleándose como doncella por una familia inglesa. Con ella viajó por Inglaterra, leyó los primeros libros de los socialistas utópicos, asistió a los primeros mítines políticos: un nuevo mundo comenzaba a abrirse. En los años siguientes recorrió también Italia, Suiza y Alemania.

Dos años después, de regreso a París, logró firmar un acuerdo con Chazal: él se quedaría con el hijo varón y ella con Alina. Chazal, sin embargo, no cesó de perseguirla y Flora debió huir al interior de Francia con la hija. Al duro aprendizaje de ser una niña sin padre en la Francia del Código Napoleónico, se sumó entonces la experiencia de ser una esposa que escapa de su marido, el que tiene el atributo legal de decidir dónde viven y cómo. En ese peregrinar está la semilla de sus reflexiones y también de su enorme furia por la sumisión a la que se obliga a las mujeres.

Un encuentro casual con un marino francés que llega de Perú le abre un nuevo horizonte. Con su ayuda, en 1830 Flora logra comunicarse con otro tío paterno que vivía en Burdeos, don Pedro Mariano de Goyeneche, un Grande de España y antiguo oidor de la Audiencia de Lima.

Goyeneche se compadeció de la joven, que se presentó como viuda, y le otorgó una asignación mensual fija. También la impulsó a viajar al Perú donde, le asegura, la abuela arequipeña, casi centenaria, la reconoce como nieta. Flora le escribe al tío Pío: “He nacido en Francia, pero soy del país de mi padre. Viajo con la esperanza de encontrar en el Perú una posición digna que me haga entrar de nuevo en la sociedad y de refugiarme en el seno de mi familia paterna”.

Flora ni lo duda: dejó a su hija al cuidado de una conocida y se embarcó el mismo día que cumplía treinta años –el 7 de abril de 1833–, en El Mexicano. Viajaba sin acompañante y era la única mujer junto a una tripulación de 18 hombres, algo absolutamente inusual.

El sueño de la joven no se cumplió. Vive en el lujo de los Tristán y Moscoso entre Lima y Arequipa; la familia hasta le ha obsequiado una esclava para que no desentone. Ella tiene las cartas de Bolívar que acreditan el parentesco y apela a sus ojos y a su pelo oscuros –”soy peruana”– como prueba de su origen. Pero la abuela que iba a protegerla murió antes de su llegada y el tío Pío la recibe como “una sobrina querida y hasta una hija” pero declara que la herencia se esfumó y solo accede a darle una magra pensión.

Flora observa ávidamente la sociedad colonial, las diferencias sociales, las costumbres. Compara las libertades de las limeñas con el sometimiento de las parisinas. Todo bulle en su cabeza enrulada, algo está por nacer. El plan de integrarse a la aristocracia arequipeña fracasó, volverá a Europa solo un poco menos pobre. “Siendo paria en mi país, había creído que interponiendo entre Francia y yo la inmensidad de los mares, podría recobrar una sombra de libertad. ¡Imposible! En el Nuevo Mundo era todavía tan paria como en el otro”, escribirá más tarde.

Pero el fracaso también le da la certeza de su superioridad moral. La hija natural, como la considera su tío, ya no necesita que la adopten: va a crear su propio nombre. La mujer que regresa a Francia está pletórica de proyectos y por primera vez de acuerdo con su vida: ha decidido volcar sus pensamientos, comenzar a escribir.

Cada viaje operó en Flora como un amplificador de la comprensión del mundo. Necesitaba plasmar el volcán de ideas en una obra. Si en Inglaterra aprendió que hay algo peor que la esclavitud y son las penurias a la que viven sometidos los obreros ingleses, en Perú registra la tensa realidad social que sostiene la emancipación americana. Flora es sensible al surgimiento de una clase obrera que empieza a diseñar un destino propio y, sobre todo, la preocupa la situación de las trabajadoras, sus vínculos con los hombres de su propia clase.

Los derechos de las mujeres

Apenas llegada a París, Flora mandó a imprenta dos folletos. “De la necesidad de dar buena acogida a las mujeres extranjeras” (1835) denunciaba el estado de sospecha y los maltratos que soportan las mujeres que viajan solas. El otro es un vibrante alegato contra de la pena de muerte. En 1837 publica “Petición para el restablecimiento del divorcio”. Las experiencias de su trágica vida transmutan en análisis sociales que interpelan las condiciones sociales colectivas, denuncia el peso mortífero del clero sobre la libertad de las mujeres, la avaricia de la burguesía para con sus explotados, la complicidad del Estado que los priva de educación y de vivienda.

La publicación en 1837 de Peregrinaciones de una paria –del que se agota rápidamente la primera edición– la hizo conocida en el mundo político y cultural parisino. En Lima, por el contrario, indignan las críticas “de la hija natural” a los primeros años de la República, al militarismo, a la esclavitud y a las rotundas diferencias sociales. El gobierno decide quemar los ejemplares y los Tristán y Moscoso se sienten agraviados y resuelven retirarle la pensión.

Flora entiende que la teoría es estéril si no se mide en la práctica. Recorrerá Francia en una campaña ferviente a favor de la emancipación de la mujer, los derechos de los trabajadores, en contra de la pena de muerte. Las plazas, las uniones obreras, los teatros, todo local será útil para dirigirse a los trabajadores, hablar con ellos, llamarlos a organizarse y a respetar los derechos de las mujeres.

A esa altura Flora tiene la separación legal y la custodia de sus hijos, pero Chazal hierve de celos y envidia. En septiembre de 1838 intenta asesinarla en plena calle, la deja malherida. Una condena a veinte años de trabajos forzados le será conmutada años después.

Al año siguiente Flora va por cuarta vez a Inglaterra y meses más tarde publica el libro de viajes en el que intenta resumir su análisis de la sociedad londinense y de su clase obrera: Paseos en Londres (1840). La indignación frente a la subordinación de la mujer, frente a los crueles vejámenes contra las mujeres prostituidas se une al rechazo de las injusticias que vive en general la clase obrera. Flora empieza a elaborar alternativas basadas en los socialistas utópicos pero con una marca de clase ausente en Saint Simon o en Fourier. El libro fue silenciado en la prensa burguesa, y solo mereció reseñas en las publicaciones obreras. Flora dejaba de ser un personaje simpático y comenzaba a construirse nuevos enemigos.

El trabajo de propaganda y agitación entre los obreros la aleja de los círculos intelectuales y llama la atención a la policía, que empieza a seguirla en cada una de las ciudades que visita. Los diarios también empiezan a retacearle un lugar. Flora, a punto de cumplir los 40 años, está escribiendo la que considera su obra mayor: La unión obrera.

La tumba de Flora Tristán.

La unión obrera universal

La muchacha que se peleaba con los Tristán Moscoso ha madurado de un modo impactante. Antes de que Marx y Engels lo planteen, propone que los obreros se asocien en una Unión Universal de carácter reivindicativo pero también político. Así arrancarán los intereses fundamentales de la clase: el salario, la educación y la participación política. “Es imprescindible pues que los obreros, la parte viva de la nación, formen una vasta unión y se constituyan en una unidad. Entonces la clase obrera será fuerte; entonces podrá reclamar a los señores burgueses su derecho al trabajo y la organización del trabajo; y se harán escuchar”, vaticina. La Unión Obrera, escribe Flora, debe superar los enfrentamientos entre los sexos y garantizar la igualdad plena de las mujeres y los hombres: “La mayor miseria y el peor de los males de la clase obrera, junto con la esclavitud, y la ignorancia, tienen su origen en la división obrera”, proclama. No hay emancipación de los obreros sin emancipación de la mujer, sostiene. El libro concluye con un llamado que Carlos Marx toma para el Manifiesto comunista y por el cual millones de seres humanos se jugarán la vida: “Proletarios de todos los países, uníos”.

La paria impugna las fronteras y llama al internacionalismo: “La Unión Obrera, procediendo en nombre de la unidad universal, no debe hacer ninguna distinción entre los obreros nacionales y los obreros y obreras pertenecientes a no importa qué nación de la tierra. Así, para todo individuo considerado extranjero, los beneficios de la Unión serán absolutamente los mismos que para los franceses”.

Flora distribuye la primera edición, de 4.000 ejemplares, entre las asociaciones obreras de Burdeos. La entusiasta respuesta la decide a emprender lo que llama su propio Tour de France. Recorrerá Francia entera difundiendo su propuesta. En 1844, comienza una gira por Auxerre, Lyon, Toulon, Marseille, Nîmes, Montpellier. Habla en las plazas, en las puertas de los talleres, en los sindicatos, arenga a los trabajadores y los interpela: “En la vida de los obreros la mujer lo es todo (…) A vosotros obreros, que sois las víctimas de la desigualdad de hecho y de la injusticia, a vosotros os toca establecer, al fin, sobre la tierra el reino de la justicia y de la igualdad absoluta entre el hombre y la mujer”.

Y les advierte: “La ley que esclaviza a la mujer y la priva de instrucción os oprime también a vosotros, hombres proletarios. En nombre de vuestro propio interés, hombres; en nombre de vuestra mejora, la vuestra, hombres; en fin, en nombre del bienestar universal de todos y de todas os comprometo a reclamar los derechos para la mujer”.

El 24 de septiembre, en Burdeos, Flora se desmaya en una función de teatro. La pareja que la acompaña, dos socialistas utópicos, el matrimonio Lemmonier, la hospedan en su casa pero Flora ya no se recupera. Muere de tifus la noche del 14 de noviembre de 1844, a los 41 años.

Decenas de trabajadores llevan a pulso el ataúd hasta el cementerio La Chartruese e inician una colecta pública para elevarle un monumento. El 22 de octubre de 1848, el año de “la primavera de los pueblos” que acabó con la Restauración, ocho mil trabajadoras y trabajadores inauguran el monumento en su honor. Lleva grabadas estas palabras: “A la memoria de la señora Flora Tristán, autora de La Unión Obrera, los trabajadores agradecidos. Libertad, Igualdad, Fraternidad, Solidaridad”.

Escrito por
Olga Viglieca
Ver todos los artículos
Escrito por Olga Viglieca

Descubre más desde Caras y Caretas

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo