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Caras y Caretas

           

Los inseparables de la tierra

Ilustración: Gabriel Hernán Ramírez
Ilustración: Gabriel Hernán Ramírez

Entre zambas y chacareras, entre composiciones líricas y narrativas, artistas salteños rememoran la vida y obra de Leguizamón y Castilla.

“La muerte que es solterona, se le dio por discutir, ella queriendo llevarme, yo sin quererla seguir. Zapateaba con los huesos, sin boca quería reír, y entre copla y chacarera se empezaba a despedir”, sentenciaban los dos amigos salteños, allá por 1980, en uno de sus últimos trabajos juntos, titulado “Chacarera de la muerte”. Meses más tarde, Manuel Castilla fallecería y el Cuchi Leguizamón sería el encargado de dejar grabada la pieza, en una histórica placa en vivo en la ciudad de Rosario.

A pesar de contar con una vasta obra por separado, casi todos sostienen que los trabajos en conjunto fueron, sin duda, los más destacados. Castilla, letrista y periodista, alcanzó un reconocimiento indiscutido entre los “poetas del norte”. Leguizamón, abogado, pianista y compositor, es hoy en día un referente del denominado folklore de la tierra. Nadie mejor que colegas coprovincianos para recordarlos.

Carlos Aldazábal, poeta, ensayista y coordinador del espacio literario del Centro Cultural de la Cooperación, recuerda que, durante su infancia, Leguizamón era un señor que comía empanadas en el bodegón El Farito, del centro de Salta: “Ahora, en ese lugar hay una estatua homenaje. A Manuel no lo conocí personalmente, ya había fallecido. Pero a las obras me acerqué a mis diez años, cuando escuché un disco del Dúo Salteño en la casa de un primo. Era 1984, y ese disco significó, en un momento donde la dictadura estaba tan cercana, una bocanada de libertad y maravilla que recién pude apreciar un tiempo después”.

El vínculo con la obra de Manuel Castilla llegó años más tarde. Aldazábal no se olvida de que el primer título del autor que leyó, durante la adolescencia, fue el poemario Triste de la lluvia. “No era fácil conseguir sus libros. Por suerte habían quedado algunos ejemplares en la biblioteca de la provincia”, recuerda.

Para Aldazábal, nadie que quiera escribir poesía desde la tradición del norte puede hacerlo desconociendo a Castilla, quien, como todo gran poeta, propone un lenguaje propio. En la misma línea, sostiene que nadie que escuche una zamba del Cuchi va a desconocer que es del Cuchi.

Un recorrido similar, pero desde la música, vivió la cantora y compositora (también salteña) Agustina Vidal. De muy chica escuchó por primera vez a Leguizamón por las eternas guitarreadas que se organizaban los domingos en su casa, con familia y amigos. “Me volvían loca las disonancias en las armonías de Cuchi. A Castilla, en cambio, comencé a consumirlo de más grande. Me fascinó su poesía, y tenía ese plus de hacerme recordar siempre mi infancia”.

Vidal reconoce a ambos como padres artísticos: “De grande los miré con otros ojos y los reconocí como padres musicales de mi vida. Al componer siempre comienzo improvisando para que el trabajo sea lo más auténtico posible, y en esas improvisaciones hay mucho del Cuchi y Castilla. Por las melodías, las armonías, lo primario siempre nace de ahí. Dejaron obras extensas que es necesario saborear bien”.

Santiago Sylvester, reconocido poeta, escritor y miembro de la Academia Argentina de Letras, se acercó de muy pequeño a la obra de ambos: “Primero llegué a la poesía de Castilla, cuando empecé a escribir y me acerqué a los poetas de la región. Casi en paralelo comenzaban a salir canciones de Leguizamón, por ejemplo ‘Zamba del pañuelo’, que fue inmediatamente cantada por los mejores conjuntos del momento, como Los Chalchaleros o Los Fronterizos. Fue un momento irrepetible para el folklore de Salta y de la región norte”.

En la cultura salteña (y nacional), tanto el Cuchi como Castilla son referencias que se manifiestan a menudo. “Son artistas que en la cultura norteña aparecen continuamente, en reuniones de canto y poesía, pero también en el día a día cotidiano. Para la cultura nacional, son clásicos, cada uno en su área, y juntos renovaron la canción popular y la llevaron a un nivel inédito hasta entonces. Y un nivel que en estos días anda bastante escaso.”

LA NATURALEZA COMO ESTANDARTE

Manuel Castilla fue uno de los poetas que pensó su obra ligada transversalmente a la naturaleza animal, vegetal y humana; a la observación de las personas y su contexto con el medio ambiente. Fue un poeta de la tierra, claro, pero sin dejar de lado, ni mucho menos, la importancia de lo social y la denunciación. Lo mismo se ve en el Cuchi, con innumerables melodías que representan distintos efectos de la vida animal y vegetal. Quizá sea este punto la máxima yuxtaposición de las obras de uno y otro artista.

“Los describo a ambos como artistas de la tierra, artistas que tienen paisaje adentro, que supieron conectar con sus raíces y reinterpretarlas desde la música y la poesía con mucha autenticidad. La música del Cuchi es nostálgica, como la esencia de la zamba, y está llena de tierra aunque haya evolucionado hacia algo más complejo que el folklore tradicional”, afirma Agustina, quien participó en varios homenajes a Leguizamón y suele interpretar temas como “Me voy quedando” y “Amores de la vendimia”, entre otros.

Castilla, asegura Vidal, está conectado con el mismo sentir: “Manuel, para nosotros, fue el primer poeta amerindio. La sensibilidad y profundidad de su obra es lo que la caracteriza. Cada vez que tuve que vivir en otro país, fueron ellos dos los que lograban hacerme sentir el hogar cerca, me hacían volver a casa”.

Para Aldazábal, ambos tienen una faceta innovadora y vanguardista: “Sin embargo, siempre tuvieron el oído atento a la cultura popular y a las bases de su lugar. Hay un antes y un después en la música a partir de las composiciones del Cuchi y un antes y un después en la poesía del norte a partir de la producción de Castilla. Juntos lograron una obra de una perfección asombrosa”.

En la misma línea, Santiago Sylvester ubica a ambos artistas en la llamada literatura de la tierra. “Por separado o en sociedad, ambos se sumaron espontáneamente a esa corriente que cruzó toda América latina. Esa línea vino a celebrar el mito de la naturaleza y las tareas rurales. La poesía de Castilla recorre deliberadamente el paisaje, su gente, su flora y fauna y sus costumbres para construir un lugar de pertenencia. Y la música de Leguizamón, por las características propias del folklore, hizo el mismo recorrido”, relata el autor de más de una veintena de poemarios, libros de cuentos y ensayos.

Leguizamón y Castilla tenían con la muerte –expresado por ellos mismos– un vínculo de gran naturalidad. El primero solía recitar que “siendo la muerte un hecho tan universal, debe ser para el hombre un gran beneficio”; el segundo escribió: “Un día estaré muerto. Y a pesar del olvido que cubrirá mi nombre, sin quererlo, en una tarde azul, has de rezar mis versos”. Ambos postulados parecen irrefutables.

Escrito por
Damián Fresolone
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