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Caras y Caretas

           

El ritual de iniciación del terrorismo de Estado

Ilustración: Emiliano Raspante
Ilustración: Emiliano Raspante

Los asesinatos en la Base Almirante Zar fueron planificados y ordenados por la dictadura de Lanusse. “Lo hecho, bien hecho está”, había sentenciado en un discurso a su tropa el contralmirante Horacio Mayorga.

Fue un oscuro ritual. Tan oscuro como la madrugada de ese martes 22 de agosto en la estepa patagónica que, a las 3.30, se estremeció con un tableteo frenético de ametralladoras. Luego, algunos disparos aislados. Y, por fin, el silencio. Se había consumado la ceremonia iniciática del terrorismo de Estado en la Argentina. ¿Cuánto demoraron casi media docena de oficiales de la Marina en fusilar a mansalva a diecinueve detenidos políticos desarmados y desprevenidos? Apenas minutos, seguramente; pero el plan había sido mascullado por los altos mandos castrenses desde el día de la fuga de los guerrilleros del Penal de Rawson. En solo una semana, el Comando en Jefe de las tres armas decidió inaugurar la temporada de espanto que nos obligarían a transitar durante más de una década.

La masacre de Trelew dejó un saldo atroz de dieciséis presos asesinados y tres heridos. La misión ordenada por la Junta Militar había sido cumplida: plantar la simiente del horror de los años por venir. Aplastar a todos los que se opusieran al “ser nacional”, sin necesidad de justificaciones. A poco de la matanza, el contralmirante Horacio Mayorga, de quien dependía la Base Almirante Zar, pronunció un discurso transparente ante su tropa: “No es necesario explicar nada. Debemos dejar de lado estúpidas discusiones que la Armada no tiene que esforzarse en explicar. Lo hecho, bien hecho está. Se hizo lo que se tenía que hacer. La muerte está en el plan de Dios no para castigo sino para la reflexión de muchos”.

EL HUEVO DE LA SERPIENTE

Desde que el gobierno de facto de Alejandro Agustín Lanusse se enteró de la evasión de veinticinco presos políticos, se sucedieron ingentes reuniones del Estado Mayor Conjunto. Los encuentros arreciaron con la noticia de que los seis líderes guerrilleros que habían copado el avión de Austral habían aterrizado en Chile y solicitado asilo político al presidente Salvador Allende.

Los otros diecinueve, varados en el aeropuerto de Trelew, confiaron en un pacto envenenado con el capitán de corbeta Luis Emilio Sosa, representante de la Armada: se entregarían y depondrían sus armas exigiendo a cambio ser devueltos al penal y que su integridad física sería respetada. De nada sirvió la presencia de la prensa, un médico, un abogado y un juez como garantía del acuerdo. Empeñar la palabra no es igual para todos. Al subir al micro que debería haberlos llevado al presidio, supieron que serían confinados en la Base Aeronaval Almirante Zar. Su destino comenzaba a sellarse en simultáneo con la decisión de los comandantes en jefe de enjuagar la afrenta con sangre, convencidos de que solo el “temple militar” conjuraría la humillación. Había despertado el huevo de la serpiente.

El segundo día en la base ya pintaba muy denso. Sosa les había lanzado su advertencia: “La próxima no habrá negociación. Los vamos a cagar a tiros”. Los cabildeos en la cúpula parecían haberse intensificado. Y en la noche, con la aparición en escena del teniente de navío Roberto Guillermo Bravo, los maltratos devinieron en vejámenes y torturas.

“¡Ya les vamos a enseñar a meterse con la Marina!” “¡Van a ver lo que es el terror antiguerrilla!” Vociferando así, Sosa y Bravo irrumpieron, desencajados, en el oscuro pasillo de la base la madrugada de la masacre. Otros oficiales con metralletas completaron el elenco de la dantesca ceremonia, y los tiros de gracia fueron el colofón del espanto. Algunos presos debían sobrevivir para narrarlo.

IMPUNIDAD

El norte de los oficiantes del rito fundante del terrorismo de Estado estaba, valga la redundancia, en el Norte. Incluso algunos periodistas consideraron la masacre como “una obra de los marines”.

Sosa había recibido adiestramiento en Fort Gulick, Panamá. Y, después de su sanguinaria actuación en la Base Almirante Zar, fue el destinatario del último decreto de Lanusse, que lo designó en la Agregaduría Naval de la Embajada Argentina en Estados Unidos, como “personal seleccionado” en “misión transitoria”. Y allí fue. Nada se supo de él hasta que, a más de 35 años de los fusilamientos, fue detenido. Condenado a prisión perpetua en 2012, la pena fue revisada y confirmada en 2014 pero fue recurrida. La Corte Suprema de Justicia de la Nación demoró seis (6) años en resolver el planteo. La siesta del alto tribunal permitió que el verdugo muriera en su casa de la ciudad de Buenos Aires en 2016, a los 80 años, sin sentencia definitiva. Ni un solo día en cárcel común. La denominada “impunidad biológica”. Con un aviso en el diario La Nación, la promoción 80 de la Escuela Naval Militar lo despidió como “un digno camarada” que “falleció en cautiverio”.

Bravo fue designado como agregado militar en Estados Unidos. Allí llegó diez días antes de que Lanusse entregara el gobierno a Héctor Cámpora, en uno de los recreos cívicos acotados que las Fuerzas Armadas concedieran entre golpe y golpe durante casi todo el siglo pasado. La Armada y sus socios civiles lo apañaron durante cuarenta años y el verdugo ya tiene 80. En los Estados Unidos aun no resuelven su extradición; pareciera que el tiempo se encapsulara en algunos (demasiados) ámbitos. Quizás estén aun analizando la reflexión del asesino: “Argentina no era el país para tener una vida feliz”. A medio siglo de haber sido un oficiante feroz de la liturgia iniciática del terrorismo de Estado en la Argentina, un tribunal de Florida –en el que los familiares de los presos asesinados interpusieron una demanda civil– lo declaró culpable de los fusilamientos. Durante la primera audiencia, con cara de nada expresó: “Hace cincuenta años que no pensaba en esto”.

Otros fusiladores murieron en sus hogares a la espera de veredictos, mientras que Mayorga ni siquiera fue juzgado por razones de salud. Impunidad biológica reiterada.

Fueron necesarios treinta y cinco años para que el encubrimiento cívico-militar fuera resquebrajado, y lo fue gracias a la perseverancia de los familiares. La falta de decisión política y la pereza/complicidad judicial durante todos los gobiernos que sucedieron a la dictadura de Lanusse permitieron la libertad protegida de los asesinos durante siete lustros.

Cincuenta años de la masacre: a pesar de las condenas, ninguno de los fusiladores y cómplices cumplió siquiera un día de cárcel; la cofradía del poder económico local y de los monopolios e intereses financieros y militares de los amigos foráneos continúa vigente, y el pacto de silencio de la “hermandad” está intacto. El huevo de la serpiente en modo latencia.

Escrito por
Liliana Cheren
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