He participado en muchos debates, charlas, encuentros académicos y de todo tipo donde se aborda de un modo u otro la cuestión de qué es el arte. Y damos vueltas por asuntos como comunicación, expresión de las emociones, interpretación, la llamada estética y otros barrios o aledaños de la filosofía, uno o dos alemanes, algún griego y, yendo más al grano, cosas ¿concretas? como forma, código, equilibrio o síntesis.
Y cuando allá por la décima botella (o termo de agua caliente, según la hora) llegamos a ese ítem de la síntesis, hay un momento en que siempre, siempre, acabo recurriendo al relato hablado de alguna viñeta de Quino. Me brota de las entrañas como ejemplo máximo, magistral, supremo de esa cualidad –para mí– definitiva de lo artístico. Tanta data y emociones y experiencia catártica de hallazgo, y de identificación, en un cuadradito con un dibujo y unas pocas palabras, a veces ninguna, y ni siquiera colores…
–No, no, no… ¿Cómo me vas a decir que la síntesis no es tan importante? ¿No viste esa viñeta de Quino? Esa donde sale el pianista al escenario para tocar el concierto y mira consternado cómo algún hereje aficionado ocupó su lugar y convirtió el teatro en milonga? ¿Y todo el público está bailando en parejas? ¿O esa otra en la que está la soprano con el casco de walkyria puesto, y una zanahoria atravesada en un cuerno, llorando en los brazos del pelado de anteojos que la consuela diciendo “la gente no sabe nada de ópera” o algo así?
No puede ser más condensador de mundos, como un alfiler de lucidez y belleza que pincha varias capas de sentido cultural, a la vez las une y las problematiza, las ilumina e impregna de sonidos, de perfumes, pone en evidencia sus contradicciones, hace pensar y conmueve de un modo personal a cada alma que se detiene a verlo.
Me pega en particular la viñeta de la pobre soprano, robusta ella y desesperada por el desamor de un público ingrato, con silueta tan lejos de las diosas re diosas tipo Frank Frazetta que cualquier televidente Netflix siglo XXI esperaría de una deidad noruega o finlandesa (claro que hay que ser parte de la tribu para que esa visión de señora-entrada-en-carnes-con-casco-de-cuernos evoque Die Walküre, la gran ópera de Richard Wagner, tercera de la tetralogía El anillo del nibelungo, haga presente la embriagadora seducción de la épica nórdica, o el recuerdo de una gran frase musical romántica cantada en alemán con sonido exquisito de solista femenina y esplendorosa orquesta. Otra virtud del mago del lápiz: ser capaz de hablar al corazón de distintas tribus).
Pobre walkyria, puedo entender su angustia.
Años y años trabajando para lograr los agudos y todos los matices de la interpretación, la pronunciación del alemán más papista que el Papa que nos autoimponemos los cantantes de la periferia, el contraste feroz entre grabaciones divinas de Deutsche Grammophon que nos dan como “referencia para el estudio” y el propio sonido acústico cansado de tantas clases y vocalización, los esfuerzos laborales cantando rolcitos de ocho compases muchas temporadas para tener por fin un papel en una producción realmente profesional –nadie más hace Wagner–, y entonces ¡zas! en el punto cúlmine, cuando por fin todo debería empezar a funcionar, el debut soñado termina con una zanahoria clavada en el cuerno del casco (no necesita explicación el significado de que a uno le arrojen verdura desde el público, es algo bastante más difundido que la iconografía wagneriana).
Ya que de identificarse se trata, puedo estar segura de que la mujer no es una estrella internacional con contrato de muchos ceros, no. De ser así, habría tenido un productor que contrate aplaudidores, o si no cual auténtica diosa guerrera se habría arrancado la zanahoria del casco y se la habría arrojado de vuelta a la muchedumbre de bárbaros sudacas ignorantes.
Una artista de a pie
No, en ese estado de desolación, la walkyria de la zanahoria en el casco solo puede ser una de nosotras, las trabajadoras de la ópera que no “triunfamos”, así que puedo morirme de ternura y llorar con ella. Mucho mejor si me da por pelearme con el pelado de anteojos y traje oscuro, claro que sí, que de eso se trata la catarsis y la necesitamos como el pan. Y me dirijo con vehemencia a ese “otro” de la cantante, el protector de traje oscuro, tal vez pareja, maestro, hermano, admirador, amigo. Dígame, señor, ¿quién sería en definitiva “la gente” para usted? ¿Y qué es lo que habría que “saber” para poder disfrutar el canto, llegado el caso? ¿Y quién le dio derecho a afirmar que ese bodoque interminable, vetusto y raro rarísimo en un idioma incomprensible es representativo de “la ópera” para “la gente”?
El maestro del lápiz mágico se ríe, con ternura como siempre, del equívoco cultural que supone un poder comunicativo “universal” en cierto canon de repertorio, y de su hermano gemelo, el equívoco operativo –¿y político?– de que si eso no funciona es debido a deficiencias de los receptores, que podrían subsanarse con “educación”. No sé si a propósito o no, pero el hallazgo gráfico del casco con cuernos (seguramente porque le divirtió tanto la idea de la zanahoria ensartada) también pone el lápiz en la llaga de un tercer equívoco, que atrapa y tritura la vocación de tantísimos cantantes en cada generación.
Me refiero a la entelequia positivista que subyace en el itinerario de la escolarización, el caminito calcado del star system que se consolida en la conciencia a fuerza de horas y horas de dibujitos, series, películas, publicidades. Ese principio del devenir deportivo de las eliminatorias aplicado con toda naturalidad por todo el mundo a “la carrera” del canto. Para empezar, EL TALENTO EVIDENTE A SIMPLE VISTA (así con mayúsculas) que te pone en la línea de largada, of course. Y después de “fácil” a “difícil”, de “simple” a “complejo”, de “abajo” hacia “arriba”. Primero el folklore, el tango, el rock, esas cositas fáciles acá nomás, luego casi igual de fácil la música coral –toda junta en una misma bolsa–, después las arias italianas antiguas, siguen la canción de cámara, Mozart, Bel Canto, la ópera francesa, después los verismos y último, coronación máxima, suprema de la gloria vocal, para unos poquísimos elegidos, ¡cha channnn!
Wagner.
Aunque tuve mi dosis (recuerdo un Oro del Rin completo del Colón en los 90 disfrutado estoicamente en cazuela de pie, con el debido estudio previo del libreto bilingüe, y también haber aprendido con placer y no sin reverencia uno de los Wesendonck Lieder), muy felizmente el deseo de concretar, de aprender y vivir las cosas realmente me llevó a hacerme cargo bastante pronto de unas cuantas revelaciones, algunas dichas por maestros y maestras, otras de cosecha personal temprana o intermedia (ofrezco aquí humildemente mi propia definición casera de realidad: plano de la existencia a menudo áspero pero el único en el cual se consigue una buena milanesa con fritas).
Primero, mi voz no es “para Wagner”. Puede funcionar en una salita con piano, pero nunca con ese orquestón, y punto. Segundo, hacer ese tipo de ópera “realmente”, es decir, con el presupuesto, elenco y sobre todo el público que lo decodifique en cuanto experiencia, implica primero emigrar y luego tener éxito laboral en un mercado hipercompetitivo. Supe en algún momento que no me quería ir, y descubrí también, dolorosamente, que siempre canto peor si estoy en una competencia.
Y después, la progresiva madurez personal y política, que me llevó a realizar el trabajo de integrar en una misma lectura tanto las visiones del mundo como las visiones del canto, y las de la docencia, y descubrir que muchas cosas están mal, muy mal, demasiado mal. A partir de ahí, fue posible ir llegando a una fórmula que me salvó de pasarme la vida llorando con una zanahoria en el casco.
Es preciso inventar una manera de compartir con mis prójimos y prójimas cercanos esto que amo hacer. Si creo de verdad que todas las personas son igualmente dignas, si estoy segura de que el arte es, sobre todo, experiencia (gracias Dewey), si la experiencia es histórica, sucede en un espacio tiempo determinado, y todos los espacios tiempos son igualmente dignos, si el género ópera es algo tan variado y diverso, si no hay podio con óperas “menores” y “mayores”, si ser grande o chico no es un mérito en sí mismo y además nada impide crear nuevas obras a medida para situaciones históricas, replicando el modo de nacimiento de muchas de las óperas del canon, si realmente me hago cargo de todas esas cosas y me animo a ser libre. Si lo importante es cantar, cantar lo más hermoso posible algo que me encante y que también pueda llegar a encantarle a mi público. Entonces solo es cuestión de arremangarse y empezar a realizar (en el sentido Reyes de la palabra).
He cantado bastante desde aquellas epifanías y todavía pienso seguir haciéndolo, mucho más en teatros de provincias, salones de usos múltiples, auditorios, salones de actos y patios de colegio que en teatros “como la gente”. Incluso en espacios como la sala del Centro Polivalente de Artes de Río Gallegos, que también tiene aros de básquet (unas funciones de La Cheneréntola de Rossini que nunca olvidaré).
El martes llegué a Buenos Aires y subiendo por avenida Córdoba a bordo del 132, al cruzar la 9 de Julio claro que lo miré de refilón a mi izquierda, como siempre lo hago. El perfil imponente del templo en el cual quizá nunca cantaré. Lugar de maravillas con su acústica exquisita, sus alfombras, sus cristales y dorados.
Algo muy especial se enciende en mí cada vez que lo veo, algo que Quino entendió muy bien, y que supo retratar con lucidez, empatía y ternura en esa viñeta inolvidable.
Qué bueno saber que siempre podré derramar mis angustias de cantante en un abrazo cálido y protector, la red mágica de trazos gruesos y finitos, palabras, blancos y negros del arquetipo que me recibe junto a mis expectativas de zonza, sin reproches, para convertir mi dolor en carcajada.
Gracias, Maestro.