Se cumplen 67 años. Fueron víctimas treinta y un civiles y militares peronistas sin juicio previo o con desdibujadas caricaturas de un proceso judicial. Sus verdugos fueron los complotados e insurrectos del 16 de septiembre de 1955 que derrocaron al gobierno constitucional de Juan Domingo Perón que había asumido la presidencia -tres años antes- con el 62,49 por ciento de los votos emitidos. Ahora que eran gobierno y poder recurrían a la violencia.
Los datos fácticos y cronológicos de los acontecimientos están excelentemente narrados por Salvador Ferla en su libro “Mártires y Verdugos” y por Rodolfo Walsh en “Operación Masacre”. Pero, podríamos resumirlos diciendo que los detenidos en la noche del 9 de junio de 1956 fueron obligados a bajar a punta de pistola del camión en el que los transportaban y fueron obligados a caminar por un basural de José León Suárez, iluminados por los faros de los vehículos policiales. Cuando es evidente que van a matarlos, Norberto Gavino salió corriendo mientras le decía a Nicolás Carranza que había que huir. Este último, muy corpulento para correr, suplicó por sus hijos segundos antes de que lo maten. Los detenidos corrieron en todas las direcciones mientras los policías disparaban. Rogelio Díaz logró escabullirse del camión sin ser visto y desaparecer. Juan Carlos Livraga, Horacio Di Chiano y Miguel Ángel Giunta se tiraron al piso y se hicieron los muertos. Francisco Garibotti fue alcanzado por los disparos y cayó muerto. Giunta aprovechó para salir corriendo y logró escapar. Rodríguez cayó herido y fue rematado en el piso. Mario Brión tenía una polera blanca que facilitó su asesinato por la espalda mientras corría. Julio Troxler, Reinaldo Benavídez y Carlos Lizaso intentaron luchar cuerpo a cuerpo con los policías: los dos primeros lograron huir, pero Lizaso fue tomado entre tres y fusilado. Una vez cesada la balacera y la caza, Rodríguez Moreno caminó entre los cuerpos para verificar que estén muertos. Di Chiano se salvó porque lo da por muerto, pero vio parpadear a Livraga y ordenó que lo rematen. Lo dieron por muerto, pero lograría sobrevivir, luego de un calvario. En el basural quedaron cinco muertos: Brión, Carranza, Garibotti, Lizaso y Rodríguez. En total, siete de los doce detenidos sobrevivieron a la masacre: Benavidez, Díaz, Di Chiano, Gavino, Giunta, Livraga y Troxler.
¿POR QUÉ?
Pero más allá de la cronología de los hechos, ¿basta con decir que los fusilamientos fueron aberrantes desde el punto de vista jurídico? ¿Alcanza con recordar el espanto que produjeron? ¿Nos conformamos con saber la entereza con que los condenados enfrentaron la muerte?
Recuerdo al general Juan José Valle escribiendo a Aramburu antes de que este lo mandara a fusilar: “Entre mi suerte y la de ustedes me quedo con la mía. Mi esposa y mi hija, a través de sus lágrimas verán en mí un idealista sacrificado por la causa del pueblo. Las mujeres de ustedes, hasta ellas, verán asomárseles por los ojos sus almas de asesinos”. O al Coronel Alcibíades Eduardo Cortines, exigiendo frente al pelotón de fusilamiento: “Soldados, apunten de la cintura para arriba; las bolas las quiero enteras”.
Creo que profundizando un poco más podemos encontrar las causas de ese magnicidio que se perpetró contra el pueblo peronista por parte de un sector social y de clase: feudal, oligarca, cipayo, que creyó oportuno escarmentar al pueblo para de paso retrotraer la Argentina al período anterior a la experiencia del gobierno nacional, popular y revolucionario que existió de 1946 a 1955. Es decir volver al país de la “Década infame”.
Pero para poder llevar a la práctica esa regresión histórica, esa involución social, resultaba necesario e imprescindible generar terror en el grueso de la gente del pueblo, que de a poco se iba sumando a la Resistencia Peronista. El “Perón Vuelve” con tiza, con carbón, con alquitrán iba cubriendo todas las paredes del país. Había que cortar de cuajo tal pretensión.
Se comprenderá mejor esta hipótesis si nos adentramos en la mentalidad del “gorila” consumado, del “contrera” como solía definirlo el gran Discepolín. Para ellos existía una situación anómala creada en su “República” con el surgimiento de Perón. Invencible en las urnas solo restaba derrocarlo por un golpe cívico, militar y eclesiástico en este caso. Con el “Dictador” exiliado lejos de la patria, pensaron que “muerto el perro se acabó la rabia”. Que la gente lo había seguido y votado a Perón por las prebendas que entregaba (pan dulce, sidra, pelotas de fútbol, máquinas de coser, etcétera) ahora lo olvidarían y pasaría a ser un mal recuerdo y algo irrepetible “para el normal desenvolvimiento de las instituciones democráticas” como solía proclamarse ceremoniosamente.
Pero el pueblo seguía siendo peronista, porque con Perón había tenido acceso por primera vez en la historia de la Argentina a salud, trabajo, educación y bienestar. Ya no solo tenía obligaciones –como antes– sino que ahora también tenía derechos. E iba a luchar por ellos.

RODOLFO Y ENRIQUETA
Hace dos años atrás aparecieron por primera vez las memorias escritas de quien ayudó al investigador a desanudar los silencios y reconstruir la trama de los fusilamientos ocurridos en los basurales de José León Suárez y que luego llevarían a la aparición de “Operación Masacre”. Estoy haciendo referencia al libro de Enriqueta Muñiz que se titula “Historia de una Investigación”, de Editorial Planeta. De su lectura se desprende un Walsh que va mutando de antiperonista a no serlo. En un momento se expresa sobre víctimas y victimarios: “Mientras esperamos que nos abran, Walsh me dice: ‘¡Y luego quieren que dejen de ser peronistas! ¡Si Perón les dio una casita con flores, y estos vienen a sacarlos de ella para llevarlos a un baldío y matarlos como a perros, por la espalda!’”. Y seguirá diciendo Enriqueta: “El 9 de junio fue un pretexto para el odio y la revancha. Se mató sin ton ni son. A todos cuantos tenían antecedentes peronistas, ‘para hacer un escarmiento’. Y a pesar de que tanto mi amigo (Walsh) como yo apoyamos a la Revolución (Libertadora), nos callamos avergonzados cuando la señora nos dice (sigue un largo monologo de una de las viudas de los fusilados). Terminado el encuentro, “Walsh y yo nos retiramos, acongojados. Caminamos una cuadra sin hablarnos. A pesar del día caluroso, no puedo reprimir un escalofrío”. Para el final la periodista deja asentado por escrito porque actuaron como actuaron: “Tal vez haya llegado el momento de decir por qué nos metimos en esto. Me consta que Walsh lo hizo por hombría, por rigor civil y periodístico y por su demonio interior. Pero lo hizo con altura, plenamente consciente de los riesgos que corría, a sabiendas de que lo llamarían ‘peronista’, conociendo que comprometía su futura carrera literaria y aún su tranquilidad venidera. Sintió lástima de unas víctimas, sintió vergüenza de su país, sintió el deber imperioso de rebelarse contra la ola de cobarde silencio”. Nada más ni nada menos.
Es el mismo Walsh que luego militará en las Fuerzas Armadas Peronistas y después en Montoneros hasta su muerte. El éxito de “Operación Masacre” hace que se editen repetidas ediciones a través del tiempo. Y cada vez que eso ocurría Rodolfo adaptaba o reescribía parte del prólogo. En una de ellas, ya militante, deja esta sentencia por escrito: “Escribí este libro para que actuara; en este momento no reconozco ni acepto jerarquía más alta que la del coraje civil. No puedo, ni quiero, ni debo, renunciar a un sentimiento básico, la indignación ante el atropello, la cobardía, el asesinato. Este caso está de pie resuelto a impedir para siempre que un militarote prepotente juegue con la vida de la gente mansa. Sólo un débil mental puede no desear la paz. Pero la paz no es aceptable a cualquier precio”.