“La vuelta de Malvinas fue muy dura. Cuando regresamos a trabajar al hospital todos estaban más preocupados porque se había perdido el Mundial y por la visita del Papa que por la guerra”, recuerda Silvia Barrera, la veterana más condecorada de las Fuerzas Armadas, en una entrevista por el 39° aniversario del conflicto bélico.
A sus 23 años, Barrera fue una de las seis instrumentadoras que se ofrecieron como voluntarias para viajar a las islas apenas se publicó la solicitada desde el Hospital Militar de Puerto Argentino. Aunque en una primera instancia solo podía establecerse en la zona de conflicto bélico el personal militar, con el pasar de los días de guerra fueron necesitándose recursos humanos capacitados para preparar los quirófanos. De esa manera surgió la convocatoria.
Silvia era de familia militar, trabajaba en el Hospital Militar Central y había cursado los estudios de instrumentación quirúrgica, una carrera del campo de la sanidad: no tuvo dudas ante la solicitada y se alistó. La urgencia de las fuerzas era tal que al otro día de haberse inscripto se encontraba viajando a Río Gallegos.
Desde el 8 hasta el 18 de junio, Barrera y las otras cinco voluntarias cumplieron funciones de enfermeras dentro del buque ARA Almirante Irízar, frente a Puerto Argentino, en plena zona de conflicto armado. Durante la primera noche, Silvia tuvo que acondicionar el buque, que contaba con un quirófano “sucio” (para pacientes infectados) y otro para especialidades traumatológicas.
Todas las acciones de las enfermeras voluntarias fueron a bordo del Irízar. Barrera relató minuciosamente, en más de una oportunidad, cómo se desarrollaban las rutinas: alrededor de las 17 horas comenzaban los bombardeos británicos (ya que poseían visores nocturnos), lo que significaba que al rato llegaban los heridos desde Puerto Argentino, los subían al buque con gomones y los intervenían si llegaban con vida. En caso contrario, se guardaban en cámaras para luego trasladar los cuerpos a Comodoro Rivadavia.
Trabajar a bordo del rompehielos no era sencillo. Una de las noches más recordadas por la instrumentadora es cuando ingresó un herido al que comenzaron a intervenir quirúrgicamente. Por su complejidad, la operación llevaba varias horas y el mar no daba tregua. El oleaje, debido a las malas condiciones climáticas, dificultaba la intervención hasta que el equipo médico decidió atarse al paciente. El cirujano, el ayudante, la anestesista y Silvia utilizaron vendas para amarrarse junto al soldado herido y moverse todos al mismo tiempo para poder continuar así la operación con oscilaciones a 45 grados.
Si bien no se conoce el número con exactitud, se estima que por el Almirante Irízar, transformado en buque hospital, pasaron más de 350 heridos de guerra y se realizaron al menos 30 cirugías hasta el 18 de junio. Sí, hasta el 18 y no hasta el 14 de junio (fecha en que se concretó el alto al fuego), porque el buque quedó “prisionero” por cuatro días hasta que las fuerzas inglesas permitieron su retorno.
Como para la mayoría de las mujeres, el camino de vuelta de las islas y la posguerra fueron tan o más difíciles que el conflicto en sí mismo. Navegaron hasta Comodoro Rivadavia y allí, antes de bajar del buque, debieron firmar un documento en el que se comprometían a no difundir nada de lo que habían vivido en Malvinas o en las zonas de operaciones. Al día siguiente, despegó el avión rumbo al Palomar sin mayores diferencias: nadie les dirigía la palabra en vuelo. Al llegar a Buenos Aires tampoco se verían cambios.
El compromiso firmado antes de bajar del Almirante Irízar se cumplió a rajatabla: nadie hablaba de Malvinas. Tanto es así que las antiguas colegas del Hospital Militar Central se enteraron que Silvia Barrera, Susana Mazza, María Marta Lemme, Norma Navarro, María Cecilia Ricchieri y María Angélica Sendes habían cumplido funciones en la guerra de Malvinas quince años después.
Luego de un tiempo, Silvia comenzó los estudios de Ceremonial y Protocolo. Hoy, y luego de 41 años, sigue trabajando en el Hospital Militar Central, pero ya no como instrumentadora quirúrgica, sino como la encargada del protocolo de la institución.
DESTRATOS DE GÉNERO
Si en algo coinciden todas las mujeres que estuvieron presentes en la guerra de Malvinas (más cerca o más lejos geográficamente) es en el destrato y maltrato recibidos muchas veces de parte de miembros de la fuerza. “Sentían que invadíamos su espacio”, concuerdan.
Cuando Silvia Barrera y las cinco voluntarias que la acompañaban llegaron a Río Gallegos, la capital de Santa Cruz, nadie las estaba esperando. Ni siquiera se había informado el arribo de las enfermeras, quedaron solas en el aeropuerto hasta que casualmente encontraron a un médico conocido que las llevó al hospital de la ciudad. Luego fueron trasladadas hacia un galpón de la Fuerza Aérea, donde tampoco se volvió sencillo el ingreso, para que mediante helicópteros se dirigieran al buque Almirante Irízar.
Tampoco fue cordial la bienvenida en el rompehielos. El jefe de cubierta y sus camaradas comenzaron a discutir qué hacer con ese grupo de mujeres jóvenes que solo generarían “una complicación a bordo”. El comandante decidió que ingresaran y les asignaron un camarote con tres camas para las seis voluntarias.
Otro destrato vivieron al llegar a Puerto Argentino. Cuando Silvia Barrera y las voluntarias estaban por bajar del buque y comenzar a trabajar en el hospital allí establecido, hubo un nuevo impedimento. Una mezcla de improvisación, tecnicismo y cuestiones de género imposibilitaron que se les otorgara el “grado militar”, indispensable para bajar a tierra. Ordenaron que se quedaran en el buque y realizaran, junto a un grupo de médicos, desde allí las intervenciones a los heridos de guerra, tal como ocurrió durante diez días. Silvia Barrera hubiera preferido bajar a tierra.