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Caras y Caretas

           

Ellas, tras un manto de neblinas

Ilustración: Federico Parolo
Ilustración: Federico Parolo

La guerra de Malvinas no fue solo un territorio masculino. Tuvo, también, protagonistas mujeres: enfermeras, instrumentadoras quirúrgicas, radioperadoras, auxiliares de a bordo. Sus tareas fueron fundamentales, a la vez que invisibilizadas durante décadas. Recién en 2012 algunas obtuvieron un reconocimiento por parte del Estado. A cuarenta años del conflicto bélico, se impone la necesidad de rescatarlas del olvido.

Las emociones humanas, sufrimientos y desdichas que provocan las guerras en todo el mundo han alcanzado en nuestro país a muchas familias y a muchas mujeres casi desconocidas.

Una mirada diferente de un conflicto sobre el que se dijo mucho y sobre el que se omitió demasiado revela protagonistas cuyas historias son tan enriquecedoras como invisibles.

La narración de la epopeya está creada, guardada y custodiada por los veteranos, sus familias y las instituciones que los contienen. Lo que no significa que aquello que esa narración sostiene no sea del todo verdadero. Lo que sí es seguro es que omite una enorme cantidad de historias que no existirían sin lo que sucedió oficialmente, según esas instituciones y sus hombres.

Las mujeres en el ámbito de las Fuerzas Armadas han avanzado mucho en integración, no existiendo seguridad de que sea una integración por vocación genuina, en todos los casos. Las banderas de la igualdad de género han sido impuestas a muchos militares y se van afianzando con el ejercicio.

En el caso de la guerra, probablemente porque su accionar estuvo más vinculado con la atención y contención de soldados conscriptos y no son ellos los que han escrito la historia, las mujeres fueron omitidas. Los testimonios de muchas mujeres demuestran la desprotección moral a la que fueron sometidos los jovencísimos soldados argentinos. Fueron ellas quienes los salvaron.

Algún oficial alguna vez dijo: “Creo que tenemos unas enfermeras veteranas por acá”, lo que tristemente evidencia no solo el desconocimiento de su labor y su participación, sino lo que es peor, ignora la enorme importancia que tuvieron para los heridos.

DESTINOS CRUZADOS

Un hecho inédito, único en la historia del Reino Unido, fue haber embarcado por primera vez en su buque hospital SS Uganda a treinta y una mujeres con una edad promedio de 23 años. Pertenecían al Servicio de Enfermería Naval Real de la reina Alexandra.

Atendieron a más de 150 soldados argentinos a bordo, realizaron intercambios con el buque hospital argentino ARA Almirante Irízar y sufrieron el mismo olvido, pasaron las mismas penurias, tuvieron los mismos miedos.

En el relato común, en ambos buques, que operaron en condiciones meteorológicas dramáticas, golpeados por olas de más de diez metros, estas mujeres, de ambos países, se ataban a las camillas fijadas al piso de los buques para poder asistir, atender y salvar vidas.

En marzo último, se produjo en la Argentina el encuentro de camaradas de los buques de ambos países. Dos mujeres veteranas se dieron un abrazo por primera vez, cerrando el círculo sobre el que giraron todos estos años, habiendo sufrido los mismos temores en las aguas agitadas del Atlántico Sur.

Ellas son Silvia Barrera, instrumentadora quirúrgica del ARA Almirante Irízar, y Sue Warner, enfermera del SS Uganda. Pasada la guerra, ninguna sabía de la existencia de la otra.

De ambos testimonios nació un sueño, con un encuentro, donde estas dos grandes mujeres, en representación de muchas otras, se daban ese abrazo. Y se lo dieron.

A la hora de los héroes no hay banderas, se es héroe porque el temor a morir hace que se arriesgue la vida, se cumplan órdenes, se sigan mandatos, pero siempre es la propia vida la que reacciona al peligro.

Todas estas mujeres, sin experiencia previa, hicieron lo que las circunstancias determinaron. Las inglesas contaban con el peso de la historia en otras guerras, aunque en la propia situación de estar frente a un conflicto armado, de nada vale esa historia.

Las enfermeras argentinas, más confundidas, más temerosas, pero igual de valientes. Era la primera vez que la Argentina, en su historia, requisaba buques hospitales.

Igualadas en el temor, dieron de sí la luz, la vida, acompañaron las muertes y lloraron a solas, para no desanimar a sus compañeras.

Azotadas por un mar azul, helado, violento, con olas enormes, tuvieron los mismos malos presentimientos, por ellas y por sus camaradas. También por los hombres, los combatientes, que eran la razón de su estancia en el fin del mundo.

Respecto de las civiles a las que afectó la guerra, la ignorancia es completa en la sociedad en su conjunto (en el mundo en general, nadie recuerda a los civiles después de una guerra): aquellas que recibieron a soldados en sus casas, en las ciudades de la Patagonia, las que les hicieron comida cuando volvieron de la guerra, las que organizaron los operativos de oscurecimiento ante el riesgo de bombardeo en esas ciudades de la costa.

En las islas, en esta guerra, las únicas personas civiles muertas fueron tres mujeres, y siete más, en la posguerra, debido a accidentes ocasionados por minas.

Un gobierno impuesto llevó al país a una guerra, aplaudido por muchos de los que, luego, no tuvieron otra opción que llorar, porque vieron irse a sus hijos, que eran los hijos de todos.

Los mismos civiles que pedían a gritos una solución mágica, de la mano de un gobierno militar, aplaudieron la guerra, vieron el Mundial y se olvidaron de los héroes, no consideraron a los sobrevivientes e hicieron invisibles a las mujeres.

En 1982, los nombres femeninos eran, por estas latitudes, pocos, con Margaret Thatcher como figura emergente. Las mujeres que como en una campaña sanmartiniana donaron sus joyas a la causa, las tejedoras de abrigos que nunca llegaron a abrigar y las maestras que hacían redactar cartas a sus alumnos, para los soldados, muchas de las cuales jamás le dieron aliento a nadie. Ellas son desconocidas.

Los soldados conscriptos eran civiles bajo bandera cumpliendo una carga pública, fueron carne de cañón en la guerra. Sus madres no alcanzaron a comprender por qué se iban, cuando tuvieron que entender por qué no volvían o volvían destrozados.

Muchas de esas madres murieron poco tiempo después de la guerra, por diversas enfermedades, que hoy sabemos vinculadas con el estrés. Otras, en el interior más profundo, los seguían esperando después de más de tres décadas y no entendían por qué les pedían dar una muestra de sangre para identificarlos en una tumba. Muchas de ellas no sabían leer, nunca tuvieron una asistencia del Estado para abordar sus duelos.

SER O NO SER, ESA ES LA CUESTIÓN

La Argentina tiene dieciséis veteranas de la guerra de Malvinas, incluidas en la misma nómina que los varones y según la misma ley. Pero el 2 de abril, Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas, en el conflicto, no las evoca. En el mundo, la palabra “veterano” remite a un varón.

Después de casi cuarenta años, se presentó un proyecto de ley para que este día sea el del “veterano y la veterana”, única manera de darles a ellas, por fin, presencia histórica y social.

El proyecto fue presentado por la diputada riojana Hilda Aguirre de Soria, y propone la modificación del artículo 1º de la ley 25.370, que establece “Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas”, y será denominado, de aprobarse el proyecto, “Día del Veterano, la Veterana y los Caídos en la Guerra de Malvinas”.

El argumento de la diputada es claro: “Es necesario y urgente dar de una vez perspectiva de género al episodio histórico de la guerra de Malvinas, donde existen mujeres veteranas, al igual que los hombres”.

Fueron muchas más mujeres las que, en otro terreno, en el continente, dieron todo por atender heridos, oscurecer ciudades, rehabilitar, cuidar y acompañar a los soldados que volvieron del combate.

Lamentablemente, como sucede con los varones, a las mujeres las alcanza la disputa entre aquellas que estuvieron en el continente y las que son veteranas.

Algunas veteranas prefieren no participar de actividades públicas porque son agredidas por los veteranos, que las destratan con el argumento de que no dispararon armas, o por esas otras mujeres continentales que no alcanzaron la veteranía porque la ley no las abarca.

Algunas han recurrido a la vía judicial y consiguieron ser declaradas veteranas, y esto genera conflictos que escalan hasta las autoridades políticas y militares, que prefieren no homenajear a ninguna.

De las 16 veteranas, la Fuerza Aérea Argentina tiene la única que pisó territorio insular de Malvinas durante la guerra, Liliana Colino, que, atada a la compuerta de un avión Hércules 130 que no se detenía en la pista, cargaba heridos para trasladarlos al continente. Sus misiones eran de un riesgo absoluto sin embargo, hoy, no se habla de ella en la Fuerza Aérea.

Formaba parte de la dotación del hospital reubicable, que estaba en la cabecera de pista del aeropuerto de Comodoro Rivadavia, junto a otras compañeras que permanecieron allí, recibiendo a esos heridos que bajaban del avión llorando y pidiendo por sus madres.

Hace pocos días se inauguró en el Edificio Cóndor, sede de la fuerza, la Sala Gesta de Malvinas “Sentimiento vivo”, que conmemora los 40 años de la guerra.

De la única veterana, Liliana Colino, no hay ningún objeto, banner o comentario, y esto tiene que ver con el conflicto descripto anteriormente.

LAS CHICAS DEL IRÍZAR

El buque hospital argentino más grande, declarado así para la guerra, según la Convención de Ginebra, fue el ARA Almirante Irízar, a bordo del cual se embarcaron seis mujeres voluntarias civiles, instrumentadoras quirúrgicas.

Ocurrió en los peores días de la guerra. Una de ellas ya murió. Y esperamos que alguna sala de hospital, una calle o una escuela lleve su nombre, como pasa con los varones.

Otra de ellas, Silvia Barrera, habló por primera vez de su experiencia de guerra 32 años después. En un auditorio repleto de militares, médicos y veteranos, ella contó su historia.

Silvia Barrera. De aspecto alegre, pequeña, de cabello muy corto. Transmitía de entrada, que, a pesar de lo que iba a contar, nunca la abandonó la alegría.

Todos atendían en silencio. De pronto, un señor habló: “Estas chicas las tuve yo en el Irízar”. Sus palabras estaban llenas de orgullo, y contó a quienes lo rodeaban que él había sido el jefe de operaciones del buque, que había sido destinado ahí en diciembre de 1981, sorpresivamente, e intuía el porqué: la Junta Militar planeaba la guerra.

Siguieron escuchando a Silvia. Sus palabras eran acompañadas por una serie de fotografías que, ella misma señaló, fueron tomadas con su cámara pocket, adquirida con su primer salario.

Las guardaba celosamente, ordenadas, porque pudo salvarlas de que se las quitaran, escondiéndolas en la ropa.

Las fotografías hablaban por sí mismas, unas tomadas antes de embarcar, otras en el buque, en la cubierta.

Habló de su experiencia, de como ella fue una de las que atendieron a un sargento allí presente. Su voz cambiaba, variaba su tono, hasta que rompió en llanto. En la pantalla, una imagen tomada desde el buque mostraba los bombardeos sobre Puerto Argentino.

Silvia trabajaba como enfermera instrumentista quirúrgica en el Hospital Militar Central, tenía apenas 22 años en 1982. El 8 de junio, las reunieron en el hospital y les informaron que necesitaban instrumentadoras quirúrgicas, voluntarias, para viajar a Malvinas.

Se ofrecieron veinte. Cuando les dijeron “hay que salir mañana”, solo quedaron seis. Por entonces, Silvia tenía el pelo muy largo y un novio militar que no tomaba a bien que una mujer fuera a la guerra. Ella pensó: “Hombres hay muchos, guerra una sola”. Dijo adiós al novio y se fue a una peluquería. Se cortó el pelo muy corto, porque supuso que con el viento y el trabajo en Malvinas sería un problema.

No dudó un instante. Al día siguiente volaba rumbo al sur, donde sería embarcada junto a sus compañeras. Tomaron un vuelo de Aerolíneas Argentinas a Comodoro Rivadavia y desde allí fueron trasladadas de noche en un helicóptero.

Llegó al Irízar el 10 de junio. Una antigua creencia del mundo de los marinos afirma que los curas y las mujeres a bordo son de mala suerte. Esto, sumado a que los militares no estaban acostumbrados a trabajar con mujeres, generó una escena en la que se sintieron extrañas.

Era de noche cuando las dejaron en el buque, había estrellas, hacía frío, pero el destello de los bombardeos en Puerto Argentino hacía que el paisaje del cielo se perdiera.

La tripulación no las esperaba, las llevaron al buque en helicóptero y tuvieron que buscar un camarote para las seis, ya que no estaba prevista su presencia.

La adrenalina que provocaban los bombardeos, el temor, el mal del mar, la atención de heridos hicieron que los diez días que estuvo embarcada no durmiera ni una noche. Las afectó el mal del mar, por lo que solo comían pan. Desde aquellos días, contó, nunca más volvió a dormir bien, era una de sus secuelas de la guerra.

Silvia sigue trabajando en el Hospital Militar, su imagen irradia alegría y brinda la certeza de que esa mujer dio luz en medio de las noches oscuras de la guerra, salvó vidas, acompañó con palabras, animó con miradas y siguió dando ejemplo de dar vida hasta hoy, que pudo convertir la horrorosa experiencia de la guerra en un mensaje de fe.

EMBARCADAS

La Armada Argentina tuvo a su servicio buques mercantes durante la guerra. En varios de ellos había mujeres a bordo.

Graciela Gerónimo era comisaria de a bordo del buque Bahía San Blas, en un mundo que hace cuarenta años era absolutamente machista. Una pionera, una mujer de avanzada en un lugar de varones.

Navegó las 200 millas que rodean las islas durante todo el tiempo que duró la guerra, bajo fuego. Graciela murió en 2004 sin ver reconocida su tarea y sin que la sociedad la conozca. Solo era parte del listado de veteranos incluidos en la ley.

Como ella, en otro buque, estuvo Doris West, que tiene hoy 90 años. Era la enfermera a bordo del Formosa, de la Empresa Líneas Marítimas del Estado (ELMA), que fue bombardeado por fuego amigo, atendió a los heridos y es aún un testimonio vivo de esos días de espanto.

Doris hizo la escuela de enfermería en el Hospital Británico de Buenos Aires, de donde egresó en 1958. Comenzó a trabajar en ELMA en 1978. Piensa en la guerra y su rostro, aun en esos momentos, transmite serenidad.

“Veníamos de un viaje desde el golfo de México y, al llegar al puerto de Buenos Aires, nos enteramos de que habían recuperado las islas. Estábamos en guerra. Cargaron el barco, subieron militares con pertrechos y zarpamos con rumbo desconocido, hasta llegar a Puerto Quilla, en Santa Cruz, a las 7 de la tarde del 2 de abril. En ningún momento sentí deseos de abandonar el barco, lo hubiese vivido como una traición. Llegué a la zona de Malvinas el 24 de abril y estuve hasta el 1º de mayo. En Puerto Argentino, los aviones ingleses ya habían empezado a bombardear.

”Esa tarde del 1º de mayo, estaba en la enfermería preparando vacunas y medicamentos, cuando escucho, primero, el sonido de un avión que volaba a baja altura, y luego, un estruendo de hierros abriéndose en la cubierta del barco y ruido de ametralladoras. Una bomba MK 82 había caído en la bodega, pero por suerte no había detonado.

”Fue un error, el atacante era un avión argentino, un A 4b Skyhawk, de la Fuerza Aérea. Los hombres de la tripulación estaban lívidos. Recién un año después de que la guerra terminara supimos que había sido fuego amigo.”

Como si el fuego de la guerra pudiese ser amigo; era fuego, y las víctimas no se distinguían de las demás.

Doris recuerda a uno de los heridos que atendió, un chico de La Plata llamado Gustavo Polo: “Me pidió que llamara a su mamá y a su novia y les diera un mensaje de su parte. Después de un tiempo lo vi y supe que se había casado con esa novia”.

Hubo también radioperadoras, mediadoras que viajaron a las islas a entablar diálogo con los isleños. Estas 16 mujeres son las únicas veteranas latinoamericanas, producto de una guerra internacional.

ASPIRANTES POR UN MUNDO MEJOR

Un grupo particularísimo de jóvenes de entre 15 y 18 años eran las aspirantes navales del Hospital Naval de Puerto Belgrano, estaban bajo la tutela del Estado de la dictadura, ya que eran menores de edad. Debían ser cuidadas, preservadas del horror.

En la tripulación del Bahía Paraíso, el otro buque hospital argentino, no había mujeres, pero sus huellas estaban en lo que fue su preparación y configuración.

Cuando el Bahía Paraíso fue requisado como buque hospital, las cabos fueron alojadas en él, para la configuración, y a las aspirantes les asignaron la tarea de preparar las cajas con insumos que llevarían en el hospital y alcanzarlas al buque.

Fueron horas de mucho trabajo, sin descanso, sin saber muy bien, a tan corta edad, qué era lo que estaba pasando y mucho menos lo que estaba por suceder. Lo que vendría después.

Todas las enfermeras y aspirantes de enfermería que estuvieron involucradas en la preparación del buque Bahía Paraíso asistieron también a los heridos que venían del frente, y fueron quienes acompañaron hasta su alta a todos los sobrevivientes del crucero General Belgrano.

La Armada Argentina declaró veteranos a todos los miembros de su personal embarcado durante la guerra, aunque no estuvieran dentro de las coordenadas que indica la ley. A estas mujeres no.

Después del hundimiento del crucero ARA General Belgrano, el 2 de mayo de 1982, la vida se les volvió negra a estas jóvenes.

Fueron puestas a disposición de las enfermeras profesionales, sin herramientas, sin conocimientos suficientes: debían colaborar con la atención de los heridos. Eso implicó ponerse en contacto con el dolor, el horror y el sufrimiento de aquellos sobrevivientes, que llamaban a sus madres, que habían sido, algunos, sus compañeros de cantina en algún recreo en la base naval.

La guerra para estas mujeres duró hasta el 22 de diciembre de 1982, día en que se fue de alta el último herido. Para la sociedad, había terminado el 14 de junio.

DE ESO NO SE HABLA: ABUSOS

Una de ellas, Claudia Patricia Lorenzini, después de 35 años y de una vida de adicciones y enfermedades, decidió dedicarse a la lucha por la visibilización de ella y sus compañeras, y se convirtió en una abanderada de la causa Malvinas.

Siempre supo muy bien cuál era su rol, que estuvo en el continente y jamás se consideró veterana ni pidió serlo.

Contó públicamente los abusos a los que fue sometida, física y sexualmente, creyó que era el momento de sanar. Solo recibió el repudio de sus propias compañeras, porque aún de esas cosas no se hablaba.

La habían dado de baja después de la guerra, cuando denunció el abuso, y le prohibieron hablar de eso, amenazándolas a ella y a su familia.

Patricia se quitó la vida de una manera espantosa, nunca recibió ayuda, o la recibió tarde; su vida adulta había comenzado a partir de aquella experiencia en circunstancias de la guerra. Y fue un desastre. Se prendió fuego un 30 de agosto.

Un tiempo después, aparecieron en el museo de la Armada las llamadas de atención en el legajo de la persona que la abusó, por conductas inapropiadas con las aspirantes. Registrar una conducta inapropiada hace cuarenta años significa que debió de ser mucho más que eso. Pero era tarde para Patricia.

La sociedad merece conocer estas historias, para que no vuelvan a ocurrir. Merece conocer los nombres de esas dieciséis mujeres veteranas, mientras la política resuelve evocarlas el mismo día que a los varones. Porque las mujeres somos parte de la historia de la humanidad, no somos una historia aparte.

Sus nombres son Mariana Soneira; Marta Giménez (ARA Canal de Beagle); Graciela Gerónimo (ARA Bahía San Blas); Doris West (ELMA Formosa); Susana Mazza, fallecida; Silvia Barrera; María Marta Leme; Norma Navarro; María Cecilia Ricchieri; María Angélica Sendes (ARA Almirante Irízar); Liliana Colino (enfermera de la Fuerza Aérea Argentina); Maureen Dolan, Cristina Cormack y Silvina Storey (mediadoras); Olga Cáceres, y Marcia Marchesotti (buque Río Cincel).

Todas ellas cumplieron, al igual que sus compañeros masculinos, las exigencias de la operación militar.

Se puede contar la guerra desde la táctica militar, la logística de la defensa, la estrategia del ataque, describir sistemas de armas, flotas y baterías de artillería.

Se pueden evaluar las ambiciones de poder y de permanencia en él. Se debe rescatar a las personas que en una guerra trabajan para la paz.

Alicia Panero es autora del libro Mujeres invisibles. Remoto Atlántico Sur, 1982.

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