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Caras y Caretas

           

El Iberá se recupera, a un mes de los incendios

A pesar del fuego, que hizo arder al diez por ciento de la superficie de Corrientes, la flora del lugar comienza a asomar entre la tierra chamuscada. Las especies autóctonas lograron ser rescatadas. Y la naturaleza comienza a equilibrarse.

“Cuando florecieron los lirios de la lluvia, cientos, miles de lirios de la lluvia, sobre la tierra chamuscada, todavía en el medio del humo, todavía con focos de incendio, fue como si floreciera la esperanza. En Iberá estamos acostumbrados a que todo sea verde, a los pájaros, a la alegría. Daba mucha angustia ver cómo el fuego destrozaba ese equilibrio perfecto. Hay vida, se va a salir, nos decíamos mirando a los lirios. Lloramos de emoción.”

La que cuenta es Marisi López, coordinadora del Proyecto Iberá de Rewilding Argentina. Jovial y expresiva como toda correntina. Una vida, toda la vida, trabajando entre esas aguas y esos verdes.

Este febrero, una tremenda vorágine de fuego, nunca antes vista, se comió unas 200.000 hectáreas de los esteros del Iberá. Para desesperación e impotencia de propios y extraños, donde antes reinaban los sonidos de la naturaleza y el susurro del agua sobrevino el crepitar del fuego entre las ramas, los árboles carbonizados, videos de yacarés huyendo con sus crías a cuesta. El incendio parecía capaz de arrasarlo todo. 

Sin embargo, no fue así.

Los primeros días de marzo, tras las lluvias que aplacaron los incendios, sobre la tierra chamuscada, todavía bajo nubes de humo espeso, ocurrió un primer milagro, aquel que hizo llorar a Marisi López: las corolas de millares de lirios de la lluvia, rosados o blancos, cubrieron con su suave perfume las heridas del Iberá, las “aguas brillantes” como las bautizaron los guaraníes. El suelo estaba vivo.

Otro milagro, anunciado por la Fundación Rewilding Argentina, una asociación de ambientalistas inspirada en la obra del fallecido millonario estadounidense Douglas Tompkins, fue que los animales extinguidos o en vías de extinción reintroducidos en los esteros en los últimos años habían sobrevivido. Todos.

“Respecto de los animales que reintrodujimos –afirma Marisi con orgullo–, todos tienen collar de rastreo y por eso podemos afirmar que están con vida.” El collar de rastreo colecta puntos con latitud y longitud mediante un GPS y luego los envía a una computadora, a través de una conexión satelital.

Ni los soberbios yaguaretés, ni los parsimoniosos osos hormigueros, ni los torvos tapires, ni el pesado pecarí de collar, ni el astuto lobo gargantilla sucumbieron al incendio. Todos fueron capaces de encontrar un camino y sobrevivieron.

¿Milagros? En todo caso milagros con fundamento.

Entre esta enorme biodiversidad, así como hubo especies muy afectadas, también otras se beneficiaron por las condiciones de falta de competencia y de sequía con un poco de humedad tras la lluvia. “Estas flores de bulbo aprovecharon estas ventanitas de oportunidad que da la naturaleza y florecieron en las zonas de lomada alta. Esperaba ver todo negro y encontré una belleza increíble”, dijo en las redes sociales Sofía Heinonen, directora ejecutiva de Rewilding.

Marisi López también tiene una explicación: “En realidad, los carpinchos, los yacarés y los guasunchos fueron los animales más afectados porque también son los que más abundan. Los ocho yaguaretés pudieron huir del fuego moviéndose hacia el sur de la isla Alonso, que es muy grande. También los osos hormigueros y los pecaríes están con vida”, repite como si aún no pudiera creerlo.

En el fondo de los tiempos

Para entender qué pasa hoy en el Iberá, no está de más recordar que hace unos diez mil años la superficie que ocupan los esteros era una gran planicie sobre la que corría el cauce del río Paraná, en el corazón geográfico de lo que hoy llamamos provincia de Corrientes.

Cuando los movimientos de la Tierra hicieron que el Paraná se retirara hacia un costado, en los bajos que las corrientes del río habían ido cavando durante siglos, quedaron los esteros: una masa gigante de agua, lagos y arroyos conectados entre sí, alimentados casi exclusivamente por el agua de lluvia.

Esa puede ser una forma de contar los orígenes de Iberá, el segundo mayor reservorio de agua dulce del planeta, después del Gran Pantanal del Mato Grosso. Un universo vital complejísimo, un tesoro que albergó desde musgos y hongos hasta palmeras y árboles altísimos, peces y pájaros, aves acuáticas y animales terrestres en perfecta armonía.

“Aguas brillantes” significa Iberá. Así bautizaron los guaraníes a esa enormidad de esteros, bañados, lagunas, embalsados, pastizales, selvas en galería, pajonales y montes a los que consideraron su casa. Una superficie inabarcable y esplendorosa, bendecida por la lluvia y los rayos poderosos del sol correntino.

Espejos de agua y embalsados de no más de tres metros de profundidad, a veces tapizados de hierbas, a veces de pequeñas flores, los aguapés y las lentejas de agua. A veces del magnífico irupé, un descomunal plato verde que puede medir hasta dos metros de diámetro, donde suelen anidar los pájaros. Las flores, que van rápidamente del blanco al rojo, de noche se cierran y recién abren sus capullos cuando sale el sol. Los frutos –“maíz del agua”– tienen unas semillas enormes que alimentan a humanos y a pájaros.

Un puñado de los guaraníes todavía está ahí, en los esteros. Conservan la lengua de sus ancestros, tejen las mismas fibras, pescan con las mismas herramientas, viven en las mismas casas armadas con juncos y tacuara, que abandonan sin pena para levantar una nueva en otra isla cuando la naturaleza se los pide. Aún quedan algunas familias muy adentro del estero, en un entorno de carpinchos, canoas y garzales, afrontando las crecidas y la crudeza del ambiente.

Es que la armonía de la naturaleza, que parecía inmutable, fue jaqueada durante todo el siglo XX por los ganaderos que quisieron aprovechar la tierra para pastoreo y por los comerciantes que buscaban especies exóticas, pieles y plumas, muy demandadas por la moda europea.

Los pobladores del Iberá dejaron de cazar y pescar para comer su pan de cada día y comenzaron a hacerlo para vender lo que obtenían a cambio de mercadería. Ninguno se hizo rico. Los “mariscadores” –que casi no han salido de sus parajes y aún hoy casi no hablan español– recibían de los traficantes de especies un poco de harina, un poco de grasa, un poco de yerba a cambio de kilos de pieles o cientos de presas de gran valor en el mercado.

El costo de ese intercambio ruinoso para los cazadores y ruinoso para el medio ambiente fue la extinción de las especies más “valiosas” al punto que solo unos pocos ciervos de los pantanos, carpinchos, zorros y yacarés lograron sobrevivir. Una catástrofe ambiental silenciosa pero sistemática que tuvo un primer límite en abril de 1983 cuando la provincia creó la Reserva Natural del Iberá y votó una ley de protección de tierras que prohibió la caza y la pesca.

En la actualidad, las 700.000 hectáreas del Iberá se dividen en un área protegida nacional y un área protegida provincial que conforman el mayor parque natural de la Argentina. Los guardaparques, sin embargo, son insuficientes. No es raro que Prefectura intercepte lanchas que sacan clandestinamente desde Ituzaingó hacia Paraguay hasta 700 kilos de carpinchos faenados. En lo que va de marzo, fueron dos.

El trabajo de las administraciones nacional y provincial, en colaboración con la Fundación Rewilding, favoreció la recuperación del medio ambiente, de especies perdidas o en riesgo de extinción, como el oso hormiguero gigante. Dos décadas de trabajo lograron que Iberá dejara de ser tierra de nadie, recuperara muchas especies perdidas y se convirtiera en un valorado destino turístico nacional y, sobre todo, internacional. Durante todo el año, observadores de pájaros se acercan a admirar las 350 especies, algunas ya casi inhallables, como el altivo yetapá de collar.

El impacto del ecoturismo cambió la vida de los pueblos de acceso a los esteros –“los portales”–. Estimulados por cursos y tecnicaturas relacionados con el turismo, muchos jóvenes volvieron a su tierra a trabajar.

En enero, antes de los incendios, esta cronista entró en una canoa cinchada por un caballo desde el Puesto Ramírez, entrando por el Portal Concepción de Yaguareté Corá. Lo montaba un adolescente de sonrisa ancha que no hablaba una palabra de español. El guía de la excursión había abandonado un exilio de ocho años en una hamburguesería del microcentro porteño para volver a los esteros apenas abrió la tecnicatura: “Falta un metro por lo menos de agua, el estero llegaba hasta aquí”, decía señalando un muelle absurdo, plantado en el medio de la tierra seca.

Son los mismos jóvenes que atienden un puñado de museos ubicados en los portales –el Histórico de Yaguareté Corá, el del Chamamé de Mburucuyá, el de Arte Sacro de Loreto, que recupera las tallas guaraníes en las misiones jesuíticas.

Otros pobladores forman parte de diversos programas –Artesanos del Iberá, Cocineros del Iberá– que promueven la recuperación de la cultura y la historia regional y ayudan a sumar unos pesos a esas familias donde nunca sobran.

El guaraní, antes denostado como lengua de ignorantes –“nos prohibían hablarlo en la escuela, pero mi abuela nos enseñó”–, ahora forma parte de lo que los guías muestran y traducen, orgullosamente, a los visitantes.

Qué es el rewilding

El rewilding –la “producción de naturaleza”– es una tendencia conservacionista afianzada en la Argentina, que se propone reparar la biodiversidad en ecosistemas amenazados. El pionero en la Argentina, y en el Iberá, fue un personaje controversial, el fallecido millonario estadounidense Douglas Tompkins. La estrategia es reintroducir especies en riesgo –como el aguará guazú– o que ya no existían en la región –como el yaguareté o el guacamayo rojo– a su hábitat original. El rewilding combina la recuperación de especies con la promoción de actividades no invasivas, que ocupen a la gente del lugar y generen recursos, como el ecoturismo.

La Fundación Rewilding hace un par de décadas que trabaja en Iberá y en otras zonas del país, como el Impenetrable chaqueño y la Patagonia

En Corrientes muchos opinan que el aporte de Tompkins, que donó sus tierras a la Nación, fue providencial. El Proyecto Iberá reconvirtió a los mariscadores en guardaparques y en celosos custodios de la fauna local. Otros se convirtieron en guías turísticos o anfitriones de turistas que quieren experimentar las condiciones de vida ancestrales en los esteros.

Con la ayuda de los ibereños, Rewilding Argentina logró devolver a su hábitat al yaguareté, la especie más amenazada del país, al tapir, al guacamayo rojo –que hacía setenta años que había desaparecido del país–, al oso hormiguero gigante, al venado de las pampas y al pecarí entre otras muchas especies. Muchos animales fueron trasladados de otras zonas. Las nutrias gigantes, por ejemplo, llegaron desde Budapest y Copenhangue.

El oso hormiguero fue la primera especie con la que comenzó a trabajar el programa de Rewilding en Iberá. En 2007, se liberó la primera pareja de osos hormigueros en la reserva Rincón del Socorro, donde ya existe una numerosa población autosustentable. También existe otro núcleo iniciado en 2013 en isla San Alonso, considerado autosustentable, y núcleos iniciales iniciados en 2018 en el sector Carambola y San Nicolás, y en la Estancia Don Pablo en 2016, esta última afuera del Parque Iberá. La mayor parte de los animales liberados son crías huérfanas rescatadas en otras provincias del norte del país, cuyas madres fueron víctimas de la caza furtiva.

Pero el rey del Iberá, sin duda, es el yaguareté, el mayor felino de América, que en la Argentina se encuentra en peligro crítico de extinción porque perdió el 95 por ciento de su distribución original. Las crías de yaguareté –ya fueron liberadas en su ambiente natural– nacieron en la isla San Alonso, dentro de las instalaciones del Centro Experimental de Cría de Yaguaretés (CECY).

El regreso a su hábitat de una especie perdida tiene un impacto sobre todo el ecosistema, explica Marisi: “El yaguareté, por ejemplo, es el mayor depredador natural de los ecosistemas correntinos. Resulta indispensable para mantener el equilibrio, porque se alimenta de los carpinchos, ciervos o yacarés más débiles y enfermos. Además controla a los zorros o gatos monteses, preservando las aves o pequeños animales”.

El Gran Parque Iberá –el Parque Provincial sumado al Parque Nacional– también alberga dentro de su territorio unas 350 especies de aves, entre ellas la mayor población mundial del bellísimo yetapá de collar. Sirve además como refugio fundamental para especies amenazadas, como el ciervo de los pantanos, el aguará guazú, el venado de las pampas, las aves de pastizal casi extintas en la Argentina por la actividad agrícola, el yacaré y el lobito de río.

En marzo de 2021, Rewilding Argentina y el gobierno provincial, a través del Centro de Conservación de Fauna Silvestre Aguará, lograron liberar a una veintena de guacamayos rojos en los Esteros del Iberá. Los guacamayos habían desaparecido hace 170 años, aniquilados por el tráfico de plumas y la deforestación.

También se han recuperado los moitúes, una suerte de pava de monte de plumas negras y 80 centímetros de alto que desapareció hace cuatro décadas por las mismas razones. Una primera camada de ocho moitúes –regalados por Brasil en 2019– fueron entrenados para sobrevivir en los bosques de la isla Alonso. Meses después nacieron los primeros pichones.

Tanto el moitú como los guacamayos son clave para la restauración de la biodiversidad: el 80 por ciento de su dieta son frutos. El moitú, al ser un ave grande, se alimenta de frutos carnosos de gran porte, mayores a los que podrían comer aves más pequeñas e incluso mamíferos. Esto lo convierte en el principal dispersor y depredador de semillas del Iberá. “Al defecar las semillas en distintos sitios, ayuda a regenerar los bosques. A su vez, al romper otras semillas duras y abundantes en su estómago, controla y mantiene la heterogeneidad del ambiente”, explica la bióloga Sofía Zalazar.

“Durante el incendio, los moitúes y los guacamayos pudieron volar a otros montes. Pero sabíamos que los pichones de guacamayo no iban a poder hacerlo. Entonces los equipos de rewilding en los Portales Yerbalito y Cambyretá, en pleno incendio, se subieron a los árboles y rescataron los nidos. También retiraron muitúes que estaban en un período de adaptación en un corral de presuelta y seis huevos. A todos los trasladaron al Centro de Conservación Aguará, en Paso de la Patria”, añade Marisi.

La primera conclusión de los ambientalistas es que los animales reintroducidos pudieron adaptarse a situaciones imprevistas, sobrevivir en libertad sin necesidad de los humanos. Los preocupa que los pichones de guacamayo rescatados sobrevivan sin tener conexión con los humanos, eso hará posible que después puedan volver a su hábitat natural. Para eso quienes los cuidan utilizan marionetas o están disfrazados de guacamayos.

Los pichones van a volver recién “cuando el Iberá esté en condiciones” dice Marisi López. ¿Y cuándo será eso? “Cuando haya terminado el fuego, y cuando un equipo de especialistas releve la zona y vea la recuperación de los bosques nativos, que para los animales son a la vez refugio y comida.” Marisi confía en una recuperación rápida del bosque nativo “porque el Iberá está saludable, la reintroducción de especies permite que cuente con su elenco faunístico casi completo. Un escenario muy diferente al de hace veinte años, con un ecosistema más frágil e incompleto”.

Sin embargo, todos saben que el peligro sigue allí.

En Corrientes cada año llueve menos. El promedio en la provincia es de 1.200 milímetros de agua. Hace dos años llegó a 1.800 y todos se sintieron felices porque creció más la vegetación. Pero fue contraproducente: como volvió la sequía y en el año llovieron menos de 1.000 milímetros, la acumulación de vegetación seca resultó una bomba de tiempo.

Las razones del incendio que hizo arder el 10 por ciento de la provincia de Corrientes están muy lejos de Iberá: se explican por el cambio climático, por la deforestación, la avidez de la producción agropecuaria y por la consiguiente sequía cruel que bajó más de un metro el nivel de agua de los esteros.

Escrito por
Olga Viglieca
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