Todos hemos visto, y eventualmente admirado, esculturas y obras de Luis Perlotti. Aunque no lo sepamos. Porque están, literalmente, por todas partes. En Plaza Irlanda, por ejemplo. En Parque Avellaneda y en Parque Los Andes (Chacarita), en esta ciudad de Buenos Aires. Pero también en la playa La Perla, de Mar del Plata. En la rambla de Puerto Madryn (Chubut). En la cumbre del cerro Portillo, en Tunuyán (Mendoza). Incluso, tiene su propio museo, en Caballito, en pleno centro geográfico de la Capital, que justamente reabre sus puertas en sintonía con la Noche de las Museos, luego de la pandemia.
Ahora, ¿quien fue Perlotti, este artista omnipresente en tantos barrios porteños y cultor del perfil bajo, además de prolífico laburante del arte?

Nacido el 23 de junio de 1890, era hijo de inmigrantes italianos: tuvo un padre zapatero y una madre modista. El temprano fallecimiento de esta, cuando el futuro artista contaba apenas nueve años de edad, lo empujó a buscar recursos para sostener la economía familiar. Así se desempeñó como aprendiz en distintas fábricas, la más conocida, Rigolleau, todavía hoy sinónimo de cristalería en la Argentina. Aunque su primera fuente de inspiración la bebió en su propio hogar, apreciando la caja de instrumentos diseñada y construida por su propio padre. Así, el niño Luis habrá entendido que aun las manos más rústicas podían producir cosas valiosas en su perdurabilidad, y mientras aprendía ebanistería, tomaba cursos nocturnos de dibujo en la sede de Unione e Benevolenza y asistía a la Asociación de Estímulo a las Bellas Artes, preparando su ingreso a la Escuela Nacional.
Por intermedio de sus maestros comienza a recibir encargos de bustos, como El tambor de Tacuarí (que se conserva en el Colegio Militar de la Nación) y un par de efigies de Domingo Sarmiento, por cuenta y cargo de la Escuela Naval.
Hacia 1914, sus obras ya se exponían en el Salón Nacional y se vincula con otros pares, entre ellos, alguien que será fundamentalmente un entrañable amigo, el gran Quinquela Martín.
También ingresa en el Ministerio de Agricultura, donde cumple funciones de dibujante y tallista, preparando el muestrario de la expo que realizaría en California, al año siguiente.
En simultáneo con estas inquietudes históricas de manual, Perlotti comienza a interesarse por el pasado precolombino de América, sus culturas originarias: los primeros desaparecidos de la historia oficial. Influenciado por la filosofía americanista que trasunta el ensayo Eurindia (1924), de Ricardo Rojas, que pretende contrarrestar los vientos europeístas de moda, se lanza repetidamente a la aventura por los caminos del Altiplano, y al regreso se convierte en su intérprete en madera, roca o bronce, lo que induce a su autor a considerarlo “el escultor de Eurindia”.
De ese período (de esa devoción), resultan obras como La danza de la flecha, Quechua o Niña del Cuzco. En Flor de Irupé, traslada al formato artístico la leyenda de la doncella guaraní inmolada, que se transmuta en la planta característica de la región de las cataratas del Iguazú.
Su obra monumental expuesta en lugares públicos remite a motivos funerarios, alegóricos, conmemorativos. Por su experiencia y ductilidad, fue repetidamente convocado por instituciones, colectividades y gobiernos locales, nacionales y extranjeros.
En su carácter docente se inscribe la labor en el Colegio Industrial Otto Krause, pero también y sobre todo, la apertura a la comunidad de su casa taller, ubicada en Pujol al 600. Perlotti adquirió la propiedad en 1948 y la remodeló para que cumpliese funciones de museo de sus obras terminadas, distribuidas en dos amplias salas.
A partir de 1954, comienza a organizar visitas guiadas por él mismo, acercando el arte al vecino común y corriente del barrio.

Caballero del tornillo flojo
En su juventud, el artista en ascenso que era Perlotti compartió la mítica bohemia del Café Tortoni junto a Quinquela, Alfonsina Storni, Baldomero Fernández Moreno, Ricardo Güiraldes, tantos otros. Con la decadencia y dispersión de la peña original, Quinquela muda el sitio de reunión a los altos de su vivienda en la Boca y funda la Orden del Tornillo, una cofradía de artistas e intelectuales, con la misión de “darle coherencia la locura”. Perlotti será uno de los primeros en ser ordenado Caballero en una singular ceremonia en la que se hacía al aspirante dar unas vueltas y, tras ser tocado por un bastón como la espada de los antiguos ritos medievales, se le entregaba el tornillo correspondiente.
“Bueno, ya estás atornillado. ¡Pero no te lo ajusté mucho porque eso no es bueno!”, solía advertir entre risas, el embajador de la República de la Boca, vestido con traje de almirante de utilería.

En el verano de 1969, Perlotti vacacionaba con su esposa Negra en el balneario uruguayo de Punta del Este. Regresaba de retirar la correspondencia en la oficina de Correos, cuando un automóvil conducido por otro turista argentino lo embistió fatalmente en plena avenida Gorlero.
Su casa taller, con todo el patrimonio artístico, fue donada a la Municipalidad de Buenos Aires, que la aceptó por ordenanza algunos años después. Aunque recién en 1987 y por gestión del profesor César Fioravanti, se dispuso su uso como museo y se inauguró como tal en 1990.
En 2004, el gobierno de la ciudad llamó a concurso para la remodelación de la casa y el museo se trasladó provisionalmente a la Dirección General de Museos, hasta su reapertura en diciembre de 2008.
Hoy en día, alberga no sólo producción de su mentor y homenajeado, sino que se propone como un espacio de fomento de la actividad escultórica y artística en general.
Un Perlotti auténtico.