Antonio Berni era un ser mutante e impredecible, pero siempre trabajaba en la misma dirección. Puede crear a Juanito Laguna, un niño soñador de la villa miseria de Bajo Flores, con la misma complejidad tierna con que construye a una entrañable prostituta de Pompeya, Ramona Montiel. Es un Berni maduro el que les da vida a estos dos personajes. El artista rosarino ya había pasado por París, por el cubismo suave del maestro francés André Lhote y también por el impresionismo lavado de Othon Friesz. Pero lo que más lo marca de ese viaje a Europa es el contacto con el surrealismo. “Nunca dejé de ser surrealista del todo”, repitió una y otra vez a lo largo de su vida. Y cuando miramos a sus personajes nos chocamos con esos contenidos oníricos y mágicos. Juanito es un chico pobre, pero no un pobre chico, tal como lo definió Berni, que compensa la pobreza de su entorno de desechos de las grandes industrias con una creatividad esperanzadora. Donde muchos ven latas, Juanito ve teteras estrelladas de cohetes espaciales que viajan a la Luna. Cuando Juanito está cansado, hace de un cajón de frutas su árbol mágico de descanso. Cuando Juanito duerme, puede soñar. Su cansancio es real, pero Berni le regala un horizonte. Esperanza, lo llama. Porvenir.
Berni construye sus personajes como un artesano. Pega, martilla, ensambla. Maestro mayor de obras, orfebre de cada material: lata, arpillera, rejilla, latas de pintura, madera, restos que obligan a Juanito a sobrevivir con lo que la industria expulsa, y con lo que ya ha sido disfrutado por otros. Pero Juanito carga su escobillón como una bandera. Juanito Laguna es Antonio Berni. Él mismo lo dijo: “Podría decirse que Juanito Laguna, mi personaje, es un poco mi personalidad, un poco soy yo. Es un niño de extramuros de Buenos Aires o de cualquier capital de América latina”.
CRIATURAS UNIVERSALES
Berni era también hijo de inmigrantes en un pueblo pequeño y satelital. Sabía qué es ser un poco extranjero. Napoleón y Margarita, sus padres, son inmigrantes italianos. Conoce el olor de los materiales de trabajo y el valor de los oficios. En la sastrería de Napoleón también se medía, se pegaba, se cosía, se ensamblaba. A los nueve años, el artista comienza a trabajar en una fábrica de vitreaux. Ese contacto permanente con técnicas diversas, vidrio, madera, telas, pintura, le suma a su extraordinario talento el don del alquimista. Transforma la materia. En Juanito y en Ramona están todos: el pintor, el muralista, el grabador, el ilustrador y el escenógrafo. Está el joven que pasó por París y conoce muy de cerca las técnicas con las que Max Ernst enamoró a Leonora Carrington y a todo el mundo: los collage-assemblage. Ya había trabajado codo a codo con Siqueiros. Berni sublima el género del retrato, tan devaluado durante siglos. El retrato como una forma de acceder al mundo de la vida, el retrato como una forma de ser y comprender a través de los otros. Un niño marginado y una prostituta ambiciosa cuyos sueños tienen tanta o más legitimidad y vitalidad que los de aquellos que nacen entre terciopelos y riquezas. Ese toque surrealista distinguió a sus personajes. Su realismo socialista, su militancia política, estallan de magia y se actualizan con un lenguaje pop. Humor y poesía acompañan su denuncia social. Juanito Laguna nace en 1961, tamizado por ese Berni de 56 años experimentado. El artista explicó en una entrevista: “Juanito Laguna forma parte de una narrativa hecha con elementos de su propio ámbito”.
Ramona Montiel se configura con fuerza un año después, en 1962. Berni afila todos sus instrumentos y Ramona –a través de la técnica inaudita de xilocollage relieve– se mueve por soportes con la fuerza de una leona triste y adornada, y con una ternura que estremece. Es una costurera de Pompeya que mientras cose sueña con ser una estrella de Hollywood. Si en Juanito Laguna teníamos los residuos industriales, aquí el rosarino nos enfrenta con la industria de la cultura. Por los medios de comunicación, televisión y radio, se cuelan en el imaginario de esta mujer sencilla y trabajadora resabios de una vida de lujos y poder. Lencería y encaje serán, como en las estrellas de Hollywood, los medios para una vida donde Ramona logra atención como un objeto sexual, aunque las miradas duren lo mismo que un turno de albergue transitorio y se muevan como una obra de teatro rápida y fugaz.
Le chamuyan amor, ella escucha poder: dinero, viajes y perfumes. Antonio Berni trabaja la mirada de Ramona con la sofisticación de un orfebre y la meticulosidad de un poeta: comienza de niña con ojos como soles que el peso de la vida le va transformando en lunas para devenir en lentejuelas. Artificios, fetiches que el artista construye con una genialidad intraducible. La vida nocturna se encarna en esta muñeca que se calza sus portaligas y se empluma como un pavo real. Podemos palpar todo: su perfume, la mirada lasciva de los varones, la ambigüedad de la noche, con sus embrujos tentadores y fugaces. Cuanto más le crece la corona de hojalata dorada a Ramona, más se desarticula su cuerpo. Berni la talla, la dibuja, la ensambla, la pinta. El trabajo con las planchas de madera, el pegamento con piezas de matricería y los espesores del bajorrelieve construyen ese territorio donde siempre es de noche, donde siempre pasa algo, donde siempre está vivo. Como los siniestros militares con dientes como dagas, repletos de galardones dorados y chapitas de Coca-Cola, con miradas duras, ojos que son botones, orejas como sacacorchos. Asoma aquí un Berni cubista que compone con una gracia y una originalidad extemporáneas. Como los monstruos de Ramona. La sociedad establece sus veredictos y condena las diferencias. Sus sueños son pesadillas, que son pájaros, cuervos pop de madera con resabios de la cultura africana como sólo Berni puede darles cuerpo. Como esa figura rosa chicle, muñeca endurecida, en cuyo cuerpo cada condena social es un clavo, aun entre encajes y terciopelos.
Antonio Berni también es Ramona. La oscuridad repleta de relieves multicolores, la noche con todos sus premios y sus precios, el tango, es lo que escuchamos a través de sus obras.