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Caras y Caretas

           

Una noche de cristal que se hizo añicos

Hace 20 años Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota daban su último show. Sin saberlo, el Indio Solari y Skay cerraban la historia de una banda que desafío todas las definiciones y cambió la cultura rock argentina para siempre.

La Argentina se despeñaba al abismo y en algún lugar del planeta  mentes extraviadas últimaban detalles de esa obra maestra del terror que fue el ataque a las Torres Gemelas. El cambio de milenio se teñía de apocalipsis y bajo el cielo cordobés, en el medio de la República Argentina, la banda más vibrante, singular, masiva e inexplicable de la historia del rock nacional se despedía, sin saberlo, para siempre.

Fue el 4 de agosto de 2001. El del Estadio Mundialista cordobés pintaba para ser un show más. Inolvidable, como todos. En un escenario de 42 metros de largo y 12 de ancho flanqueado por dos pantallas gigantes, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota tocó para más de cuarenta mil personas. El sonido fue impactante: 200 mil watts de potencia. Rocambole había armado una introducción visual y el tema que abrió fue un rock and roll del primer disco, Gulp!, “Unos pocos peligros sensatos”. El título de la canción parecía cifrar la encrucijada de la banda: se necesitaba mucha sensatez ante el peligro.

La banda tocó las canciones del último disco, Momo sampler, álbum complejo si los hay, que a través de una trama de capas de sonidos procesados expresaba la simulación, el artificio, la decadencia de una sociedad detrás de siniestras máscaras de carnaval. Tampoco faltaron los hits inapelables.  Durante casi tres horas los Redondos desataron la fiesta habitual. Cuando parecía que todo había terminado con la última frase de “Ji ji ji”, fueron un poco más allá del gigantesco pogo e hicieron la épica marcha “Un ángel para tu soledad”. Presos de la ilusión, todos bailaron lo que fue finalmente el requiem de la banda.

La historia es conocida: pensaban seguir. Ya tenían un concierto pautado para el 2 de noviembre de 2021, en el estadio de Unión de Santa Fe. Pero el país era una olla a presión. Ya cada concierto de los Redondos se había convertido en una zona de riesgo. El descontento social –sumado a una idea de fiesta que contemplaba agredir a la policía, estados alterados por la combinación de drogas, alcohol y cansancio y la asistencia en manada y sin entradas– le dio un carácter profético a aquel verso publicado en 1986, justamente de la canción “Ji ji ji”: esos chicos efectivamente fueron como bombas pequeñitas.

Todo era tensión. Esa misma noche, ante una desmesurada demostración de cariño de la gente, luego de cantarLas andanzas del capitán Buscapina en Cybersiberia”, el Indio le espetó a alguien del público: “¿Qué te creés, boludo? No somos Los Violadores. ¡Vení al camarín a tirarme cosas!”. Antes y después hubo desmanes: balas de goma, corridas, la policía que intentaba dispersar algunas peleas. Durante el concierto tres personas cayeron al foso –dos chicas y un varón– y fueron llevadas de urgencia al hospital. Otro cayó de cabeza y no pudo zafar: Jorge Filipi era santafesino, tenía 31 años y murió luego de varios intentos de reanimación.

El violento paisaje de los conciertos provocaba un estrés extra en el seno de la banda: esto es, Poli, el Indio y Skay. Lo que había empezado como un happening en la ciudad de La Plata se volvió tortuoso. La filosofía del placer cedió progresivamente y cada movimiento de la banda era una audacia extrema. Cuando se analizan las causas del final luego de más de 20 años de fatigar un camino que fue del más rancio under a los más llamativos predios en el medio de pueblos y ciudades insospechadas, habrá que contemplar varios planos. Motivos personales –el Indio acaba de ser padre, por ejemplo– y también musicales y económicos, con el marco de un país en llamas que derivó en la fuga en helicóptero del presidente Fernando De la Rúa.

El Indio estaba fascinado con un sonido electrónico –el trip hop patentado en Bristol, Londres– y, además, cada vez se lo veía más obsesionado con cuestiones de sonido en general. Los discos Último bondi a Finisterre (1998) y Momo sampler (2000) fueron el resultado de esa fascinación. De alguna manera, enterraron la guitarra de Skay –esos riff sinuosos, esas escalas orientales–  como sello distintivo de los Redondos. Por otra parte, se destapó una olla que permanecía cerrada a presión: la custodia de una serie de videos profesionales que registraron los conciertos de Racing y River.  Lo que fue una larga y hermosa historia de amistad empezó a contaminarse por gestos mezquinos y una desconfianza creciente. Nada que no haya ocurrido y que no ocurra en casi toda banda de rock.

El Indio Solari y Skay Bellinson brillaban sobre el escenario pero abajo comenzaron los conflictos.

El estadio mundalista de Córdoba obró, en perspectiva, como la terraza del Let It Be de los Beatles. El Indio aprovechó el parate para dedicarse a la crianza de su pequeño hijo y maquetar un disco solista en el estudio montado en su casa; Skay primereó y grabó A través del Mar de los Sargazos, en el cual regresó al espíritu ricotero de los ochentas, ese sonido valvular, esas guitarras aguerridas, en las antípodas de los intereses sonoros de Solari. Nadie habló de separación. Lo de los Redonditos fue una muerte lenta, en fade out. Por ese entonces, Skay le contó a este periodista: “Se acabó la magia, el misterio. El Indio también hacía tiempo que quería parar y el nacimiento de su hijo habrá influido. La verdad es que todos necesitábamos un cambio. Decidimos tomarnos un año sabático. Un año sabático no tiene que durar exactamente un año. Pueden ser dos, tres años. Quién sabe. Llega un momento en que uno no se sorprende con las ideas del otro”.

Las cartas estaban echadas: como dice la vieja canción, la noche de cristal se hizo añicos. Terminó la banda, nació la leyenda y un mantra de los primeros años de separación se hizo fuerte en cada uno de los conciertos solistas del Indio y de Skay: “Solo te pido que se vuelvan a juntar”, suplicaba la grey, esos feligreses que rendían culto a un grupo que era, a todas luces, mucho más que una banda de rock.

Viejos sabios, respetaron la romántica historia de autogestión y obcecación artística y no mancillaron el nombre del querido Patricio Rey. La fábula, única en el mundo, conservó su pureza. Skay y el Indio desoyeron ese coro deseante, y no se juntaron. También desoyeron todo los cantos de sirena que ponían millones de dólares sobre la mesa para un regreso. Pasaron veinte años y, más allá de alguna miserable escaramuza mediática, quedó claro que el rock de Los Redonditos de Ricota –noble, vibrante, honesto– no se mancha.

Escrito por
Mariano Del Mazo
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