Tanto El Eternauta como su protagonista han sido objeto, a lo largo de los años, de distintas lecturas y versiones, desde las que llevaron al propio autor del relato a reescribirlo primero y a completarlo después hasta las que varias décadas más tarde permitieron a una fuerza política en el gobierno del país homenajear a su líder, que acababa de morir, alojando el dibujo de sus ojos tras el vidrio de la máscara que coronaba el mítico traje de goma que había vestido el inopinado héroe de aquella historia. Una historia que, por su parte, no dejaba de ser, ella misma, el resultado de un conjunto de apropiaciones y reinterpretaciones, empezando por las de un género que había escoltado, en los países más ricos del mundo, los grandes desarrollos científicos y tecnológicos: la ciencia ficción, y dentro de ella las del específico subgénero de los relatos de invasiones extraterrestres, célebremente inaugurado por La guerra de los mundos, de H. G. Wells, y popularizado por su recreación radiofónica, cuatro décadas después, por Orson Welles.
Por cierto, es por la radio que los protagonistas de nuestra historia se enteran del ataque, y también que después son engañados sobre la existencia de “zonas liberadas” de la nieve mortal. Pero esa radio es ahora escuchada en una casa de Vicente López, y toda la historia transcurre en una geografía bien reconocible: Oesterheld y Solano López les cambian el domicilio –si puedo aludir así a un precioso libro de Juan Sasturain sobre estas cosas– a las aventuras de marcianos y platos voladores, y al hacerlo las ponen en diálogo también con la historia política y literaria de nuestro país: con la epopeya de las luchas por la independencia y con la tradición que va, para decirlo rápido, de Amalia a “Casa tomada”. Y si la devastación ocurrida entre el tiempo en que transcurre la primera parte y la época en que lo hace la segunda vuelve las referencias a la ciudad de Buenos Aires, en esta última, bastante más borrosas, a cambio nos devuelve al viejo tópico –fundante de los grandes proyectos políticos nacionales– del desierto. Un desierto con sus liebres, con sus chimangos y con sus nuevos bárbaros, aunque estos deban menos a la herencia de nuestro género gauchesco que a la de Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift.
Decíamos que las primeras lecturas y reinterpretaciones de El Eternauta son las de su propio creador, o sus creadores. En 1969, Oesterheld se asocia con Alberto Breccia para volver a contar la historia de Juan Salvo y sus amigos, ahora en las páginas de la revista Gente. La versión, que se distingue de la original por una estética expresionista, oscura, tal vez demasiado experimental, una presentación un tanto más esquemática de las situaciones y de los personajes y un ritmo narrativo más acelerado (la decisión de los editores de reducir el número de entregas obligó a resolver la historia con cierta brusquedad) no carece, sin embargo, de interés, y por cierto que da cuenta, entre otras cosas, de un diálogo más intenso que el que sostenía su antecesora con las contemporáneas teorías de la ideología, de la manipulación de las conciencias y de la dependencia de nuestros países respecto a los grandes centros imperiales del planeta. En 1976, ya durante la dictadura, Oesterheld vuelve a trabajar con Solano López y publican una segunda parte de la historia, en la que el propio guionista se convierte en protagonista, y que se caracteriza por una politicidad más manifiesta, unas metáforas más explícitas y el elogio de una moral militante, revolucionaria.
UN HOMBRE COMÚN
Se ha observado ya la similitud de la escena con la que empieza la historia que narra El Eternauta (unos amigos de clase media suburbana jugando inocentemente al truco) y la escena con la que empieza la historia que narra Operación Masacre (unos amigos de clase media suburbana oyendo inocentemente una pelea de box), una coincidencia tanto más destacable cuanto que la perfecta contemporaneidad entre estas dos obras mayores de nuestra literatura hace difícil suponer que una de ellas esté citando u homenajeando a la otra. Más todavía: esos dos inicios lo son de unas historias que, en las estructuras narrativas de una y otra obra, quedan como enmarcadas por otros dos comienzos: el del escritor de novelas policiales al que le llega de un basural un fusilado que vive y el del guionista de historietas de aventuras al que se le corporiza en la silla del otro lado de la mesa un navegante de la eternidad. La historia les había tocado la puerta a esos dos hombres comunes, o que alguna vez habían sido comunes, tan imprevistamente como estos dos hombres comunes –y las historias que traían consigo– les tocarían a su vez la puerta a estos dos escritores, que todavía no sabían que también iban a volverse héroes.
Ese tipo de figura heroica, muy atractiva, tiene, por supuesto, una larga historia. Son los héroes de Hitchcock: héroes que no estaban llamados a serlo, o que no lo eran antes. Hombres comunes a los que les pasa algo. A los que les cae encima una responsabilidad inesperada, como a Cary Grant en Intriga internacional. Como a Juan Carlos Livraga. Como a Juan Salvo. “Un hombre común con responsabilidades poco comunes.” A esos hombres, que podríamos ser cualquiera de nosotros, Hitchcock nos los mostraba de cerca, con primeros planos, con muchos cuadros de los ojos. Para que sintiéramos como propios el asombro o el miedo que revelaban esos ojos, como sentimos como propios los que revelan los ojos, tantas veces dibujados (en la segunda parte más que en la primera: son allí ojos “abismales”, que han visto el horror), de Salvo. “Un hombre común”: no es extraño que sean los ojos del autor de esa gran frase de la política argentina los que aparecen tras el vidrio de la máscara del Eternauta en su última expedición por nuestra historia.