Más que pistas, dos autopistas diferenciadas y al fin confluyentes se pueden transitar para asomarse al pleno vínculo entre ficción y política que se atisba desde cualquier ventanilla en la novelística de Manuel Puig. La doble vía contempla, por un lado, el carril de la sentimentalidad como utopía, el corazón deseoso y exaltado a la búsqueda de una plenitud donde por fin se abracen el cuerpo y la ilusión, la materialidad y el imaginario. En el otro carril, hay Puig expresamente político, que hace hablar a sus personajes desde un amplio abanico de posiciones: el conservadurismo acérrimo y su variante argentina, el más craso gorilismo, hasta la izquierda vanguardista y jugada de los años 70.
No es necesario indagar en pliegues, elisiones, silencios y significados crípticos que juegan a las escondidas entre líneas para apuntar la politicidad del autor. Está presente en un primer nivel superficial de su escritura siempre, aunque desde allí se pueda –y conviene hacerlo– hundir el cuchillo y pasar por todas las capas de la torta rogel que es posible desmigajar en los textos.
Tan políticas fueron sus creaciones y su autor que los poderes fácticos, sobre todo los totalitarios, siempre le anduvieron atrás. La censura lo castigó durante el onganiato y las subsiguientes dictaduras militares. Pero también en la última presidencia de Juan Domingo Perón. Durante la gestión de su viuda, Isabel, fue amenazado de muerte por la Triple A y debió exiliarse en México. En 1971, junto a los escritores Juan José Sebreli, Blas Matamoro y el poeta Néstor Perlongher, Manuel Puig fundó el Frente de Liberación Homosexual en la Argentina.
MALENTENDIDOS Y PREPOTENCIA
Los malentendidos en torno de sus posiciones públicas fueron mucho más allá de las obvias prepoteadas, persecuciones, silenciamientos y vendettas de las ortodoxias nacionales de variado pelaje. También se le pusieron de punta sectores del periodismo, la crítica literaria y la intelectualidad ligadas a corrientes de izquierda, dentro y fuera del país, como el rechazo, en Francia, de El beso de la mujer araña, ya que una asesora de Gallimard, la lituana Ugné Karvelis, sostuvo que la construcción de uno de los personajes, Arregui, degradaba la imagen del guerrillero leninista. Antes se le había sido negado el premio de novela Seix Barral por La traición de Rita Hayworth cuando ya estaba casi otorgado. Sucedió que el entonces revolucionario Mario Vargas Llosa amenazó con la renuncia al jurado que integraba si se premiaba a ese argentino “que escribe como Corín Tellado”. Años después, Vargas entrevistará, ensalzará y confesará su rendida admiración precisamente por Corín Tellado, la escritora popular española, y la subirá a un heterodoxo Olimpo literario fundado por él mismo.
Es que a Puig le tocó –o se propuso– remontar los ríos a contracorriente. Nacido en 1932, tiene poco o nada que ver con su generación de escritores, bisoños existencialistas de posguerra, ideologizados hasta el caracú como jóvenes poseídos por el discurso crítico a todo lo que podía atisbarse en las vidrieras satisfechas de los países que se querían centrales. Y sobre todo con una impugnación certera hacia el colonialismo expoliador que, con ejércitos uniformados o invisibles aparatos de inteligencia, copaban los países del tercer mundo en nombre de Estados Unidos o de la Francia de la liberté que ocupó y martirizó Argelia.
Puig no respiró esa atmósfera. Y, además, había nacido antiperonista pueblerino y reforzado esa pertenencia cuando Perón prohibió la importación de sus amadas películas extranjeras en los 50. Como se sabe, Manuel-Coco-Toto Puig se había formado entre los suspiros sollozantes de la sala de cine de General Villegas, en la bonaerense Pampa seca, y su caparazón emocional cobró forma a partir de los fervientes encuentros y desencuentros del melodrama amoroso.
OTRA UTOPÍA
De esa curiosa combustión, como esbozó Ricardo Piglia, bien puede nacer una utopía. Es una utopía de intensidad, una ilusión de placer, un deseo de imbricación plena, corporal y espiritual, entre dos personas. La utopía de Puig es la del bolero como carrera de obstáculos. Claro que era un narrador inteligente y sabía que para mostrar su modelo de felicidad lo que había que exhibir en la ficción era su fracaso. El abrazo “entre dos”, “entre nos”, es el dibujo en escorzo que propone Manuel Puig, y cabe sospechar que él estaba al tanto de que ese material iluminado por los estudios de Hollywood, entrevisto entre gasas, lentejuelas y bijouterie, esa felicidad, digamos, guionada, se tocaba, en algún punto, con la epifanía. O sea: con los amores, las casas con tejas a dos aguas, la pareja, los paisajes, los bienes materiales a los que todos querían acceder. Es curioso, pero compartía ese saber con Eva Perón. ¿Qué modelo de “chalecito” eligió Eva para construir viviendas populares, esos que finalmente quedaron en manos de la codicia dolarizada de ciertos sectores medios y que aún se pueden ver en el Gran Buenos Aires?
Hay otra expresividad política más directa y muy claramente tematizada. Es una línea que crece a partir de la trayectoria dramática de la joven militancia del peronismo revolucionario, de su propio exilio de escritor en México y de la cercanía con otros exiliados. Puig bifurca su marcha hacia cierta comprensión: no del peronismo como fenómeno histórico y popular pero sí de los afanes de la militancia joven. Lo ejemplifica muy bien el Pozzi de Pubis angelical, que una y otra vez debe explicar que en la Argentina es en vano intentar cambios económico-sociales por “afuera” del peronismo.
La sola preocupación, el solo abordaje de estos temas, la trabajosa paciencia para crear personajes que encarnen sujetos políticos de época, muestran hasta qué punto el dueto amor-destino político es central en Puig. Hay estereotipos –incluso fallidos– pero no parodia en su novelística. El amor, el antiperonismo, el peronismo aggiornado por la pasión revolucionaria de los 70, suenan en su obra como un bolero cantado con el corazón.