Pasajero de ese tren fantasma que pasó de los militares a la lánguida letanía, de la liberación ochentosa a la resistencia de los estragos neoliberales de los 90. Admirador de una vanguardia que pendula entre la chusma y el exorcismo. De lo que recrudece en los ojos, como una lágrima, con ese tono que afecta lo absurdo como si fuese una ventaja y no un fracaso. Fernando Noy apunta sin temor a la pérdida y sin premura nos adelanta trecho, con su forma de decir las cosas, despojada de formalismos, sujeta a una coloquialidad tan personal como desafiante.
Poeta incansable, letrista, performer, actor, dramaturgo, periodista y traductor, es autor de El poder de nombrar (1971), Dentellada (1990), La orquesta invisible (2006), Piedra en flor (2012), Sofoco (2014), Historias del under (2015) y Te lo juro por Batato, biografía de Batato Barea. Tradujo El corazón disparado, de la poeta brasileña Adélia Prado. Noy es una forma poética que no descansa. Un respiro entre tanta vacuidad. Una luz exigente frente a tantos inútiles y absurdos simulacros de la muerte.
–Contanos algo del Fernando pibe. De tus viejos y tu crianza. De las calles donde jugabas. De qué soñabas ser de grande.
–Pasé mi infancia en el mágico pueblo Ingeniero Jacobacci, muy cercano a Bariloche. Desde allí a los 10 años vine a cursar el secundario a Buenos Aires, como se acostumbraba en esos tiempos. Estar en la Capital de los sueños fue digno de celebración hasta el día de la fecha. Me encantan innumerables ciudades que por suerte he conocido pero no hay ninguna más fascinante que Buenos Aires. Aquí, a pesar de todo, logro entrar en éxtasis. Un estado de sublimación y belleza que justamente era lo anhelado desde niño.
–¿Cuál fue tu primera obra de arte?
–La poesía estuvo desde siempre, brillando con luz propia. Se es o no poeta. Y hay que vivir como ello. Mientras tanto, habrá que resistir y quizá de eso se trata. Resistir floreciendo en poemas. Hasta que lleguen o vuelvan tiempos mejores que de pronto perdimos o con la pandemia se evaporaron. A pesar de todo lo tremendo de este instante, permanecer con ese raro don intacto lo confirma aun más y, a la vez, siempre te deja en una especie de estado de alerta, con la lapicera en el bolsillo, por si acaso.
–Cuando muchos se iban a Europa vos elegiste Brasil, donde formaste parte del tropicalismo. ¿Qué dejó esa experiencia en tu identidad como artista?
–Con el tiempo me fui dando cuenta de que en realidad fue Brasil que de algún modo extraño me llamó, como un hechizo o destino inexorable. No sólo lo creo sino que terminé descubriéndolo a medida que experimentaba esos viajes con mochila y a dedo, vividos a lo largo de casi quince años, desde los 70. Placer ilimitado, alegría, fiesta sin final. Nada de esa represión tremenda en la Argentina. Aunque también estuviéramos bajo otra siniestra dictadura, todavía no se habían dado cuenta de lo poderosos que eran esos locos excéntricos tan pintorescos que llamaban “hippies”. Playas, islas, espacios de increíble belleza, especialmente en Bahía, tanta musicalidad, amigos y amores de todo el mundo. Un carnaval maravilloso del cual fui gran atracción ipso facto. A veces ni yo mismo puedo creer que por emigrar haya sido tan afortunado. Pero en verdad había que rajar.
–¿Qué significa para vos esta patria? ¿Dónde comienza?
–Mi Matria Grande no tiene fronteras. Ya no creo en límites ni tantas diferencias. Soy, diría el poeta Saint-John Perse, como el propio mar y una misma ola recorriendo todo nuestro planeta.
–Amelia Biagioni aparece como una influencia directa en tu poesía, una poeta sin tanta exposición como Pizarnik y Orozco, pero que incluís en esa tríada. ¿Por qué?
–Ojalá Amelia Biagioni hubiera influenciado mi poesía, como usted dice. Siento una admiración enorme por toda su obra. En su casa regaba enormes malvones amarillos cuyos gajos se los había regalado el propio Borges, que también la señalaba como una grande. Hablábamos horas por teléfono. Siempre poetizándonos. Alejandra Pizarnik llegó primero a esta parte tan afortunada de mi vida, por ella conocí a Olga Orozco y por Olga a Amelia. Las tres me deslumbraron de manera diferente pero muy marcante: Alejandra sería la pasionaria, Olga la hechicera y Amelia la cósmica. Por supuesto, también tenemos muchas otras voces enormes, imposibles de enumerar ahora, pero estamos seleccionando algunas junto a la actriz Julieta Ortega para un proyecto futuro del cual tendrán más datos cuando se concrete.
–¿Las drogas marcaron tu poética o son el reflejo epocal del que emergiste?
–Ambas cosas. Por un lado, en los 70 la anfetamina se compraba sin receta a dos pesos y algunos la consumíamos, como incluso un porro de marihuana, caminando por Corrientes, ya que hasta entonces casi nadie percibía su perfume después tan demonizado. Aunque en realidad sea todo lo contrario. Pero la posesión o, mejor dicho, inspiración, surge de otro modo. Como un trance. Jamás escribiría ningún poema a pedido. Cuando el poema llega puede ser en cualquier parte o momento, pero no por las drogas o un buen vino obligatoriamente, aunque también logren potenciar el estado poético y la celebración de todos los sentidos.
–¿Cómo fue el proceso de construir un lenguaje cuya impronta está marcada por el cuerpo?
–Como el gran poeta Enrique Molina o Charly García, soy de Escorpio y por eso, quizá, todo surge a través de la piel, incluso de un crepúsculo o tantas epifanías de lo más inesperadas. La pasión es un estilo que si no se transmite puede desaparecer. En eso ando. Poesía o prosa, da lo mismo, pero el abordaje es distinto.

–¿Qué diferencias y semejanzas encontrás de esos años en el Di Tella del hippismo y las performances en Cemento y el Parakultural una vez que regresaste al país?
–Hay un mismo lazo entre todos ellos. Desde Roberto Villanueva en el Di Tella o el Grupo Lobo al Centro Cultural Ricardo Rojas tres décadas después con Batato, Urdapilleta y Tortonese parodiando poetas o estrenando La Carancha, una dama sin límites, donde critican con ferocidad y osadía, ya que estaba en el pode, a María Julia Alsogaray. Igual siempre vuelve a reinventarse una expresión ajena y tanto o más poderosa que el mainstream, en infinidad de artistas de la actualidad. También, con el advenimiento de las redes sociales, se logró con un simple clic descubrir dónde está la nueva movida, en verdad, por suerte interminable.
–¿Te considerás un sobreviviente de ese arte?
–Sobrevivir es sobre todo poder decirlo y celebrarlo. En vez del peso del tiempo yo altero esto y leo “el beso del tiempo”, porque así lo siento como el primer día. Una certeza que tiene más de medio siglo pero en mi caso reúne todos los ayeres.
–¿Cuál fue tu relación con Lohana Berkins? Siempre se te vio muy cercano al colectivo de travestis y trans.
–Lohana Berkins es una cumbre absolutamente pionera desde el reclamo porque nada la detuvo hasta impulsar la Ley de Identidad de Género aprobada en 2012, entre tantos otros aportes. Fuimos amigas de verdad. Yo hablo en femenino y ese es mi travestismo personal. Pero sólo me monto para alguna escena, de lo contrario, trato de ser simplemente invisible.
–¿Sigue habiendo machismo y odio a las disidencias en la escena cultural a pesar del paso de los años y las leyes sancionadas?
–Por supuesto. Es como la censura o autocensura, algo atávico. Como la represión, que siempre está presente. Pero ahora, al menos, tenemos donde reclamar y somos grupos unificados por un mismo clamor. Como dice el sabio I Ching: “El mal siempre se hace presente”. Para combatirlo estamos. Y hemos progresado. De aquel país tan antigay al actual gayfrendly hemos recorrido un larguísimo pero también muy difícil camino, muchaches.
–¿Qué lugar ocupa la muerte para vos?
–El de una gratísima sorpresa al fin revelada. Pero nadie muere mientras sea recordado, puesto en palabras. Esa es una de las funciones más poderosas del legítimo poeta. Y volvimos al mismo tema del comienzo, por suerte.