Su cuna no fue un conventillo, pero los conoció de cerca. Hijo de inmigrantes bolivianos, creció con su familia y la omnipresente máquina de coser, en un cuarto de 4×4, a una cuadra de la cancha de Boca. Mientras tanto, estudiaba en el Conservatorio de Arte Dramático y hacía teatro callejero, alternando con algún trabajo ocasional.
“En casa, nunca faltó un plato de comida”, aclara, pero se aguantaba el día entero de clases y ensayos con un jugo y un alfajor.
La conversación con Osqui Guzmán se postergaba por compromisos profesionales. En pandemia epidemiológica y laboral, él supo generar sus propios proyectos para salir adelante, como siempre lo hizo.
–¿Qué venís de hacer?
–Cuando arrancó la cuarentena, el año pasado, veía que en televisión se generaban muchos contenidos educativos para los chicos que no podían ir a la escuela, pero no aparecía nada de entretenimiento, que es algo que ya me preocupa en el adulto y más todavía en los chicos, con los que siempre trabajé mucho. Sin entretenimiento, sin diversión, sin juego, no podés esperar nada bueno de ellos. Entonces, llamé a Pakapaka, donde había grabado Derechos torcidos, la obra de Hugo Midón, que se estaba repitiendo, y terminaron ofreciéndome hacer un Emocionario, para guiar a los chicos a tratar de entender sus emociones, que es algo que de grandes nosotros hacemos en el diván (se sonríe). Lo trabajamos con Leticia (González de Lellis, su mujer). Hicimos un piloto en casa con el teléfono, ella filmaba y actuaba detrás de cámara, y eso dio el pie para se aprobara el proyecto. Consta de trece capítulos, está en etapa de edición y esperamos verlo programado antes de fin de año.
–¿Cómo te cambió trabajar en pandemia y cumplir con todos los cuidados?
–Hubo que formar grupos reducidos de trabajo para armar una especie de burbuja, ubicar un lugar accesible a todos para evitar desplazamientos innecesarios y con jornadas muy largas, para evitar prolongar el período de realización. Sin paranoia, pero con mucho autocontrol y cada uno con hisopado previo.
–Sos un animal de teatro. Con un proceso largo de pandemia y la necesidad de generar contenidos, ¿el streaming puede llegar a ser una nueva forma de llegar al público?
–El streaming llegó para quedarse, tanto en las clases como en los espectáculos. Ahora, lo que sabemos quienes hacemos teatro es que la presencialidad, igual que en la escuela o en las relaciones, es irremplazable, y sin embargo, las redes sociales de contacto tienen cada vez más éxito. Hay un público, cabezas nuevas, que si les va el streaming, bueno, les va el streaming. No tenemos por qué decir que eso no es teatro. Siempre el que termina de completar el hecho artístico es el que lo ve. El que lo hace es un artista que se limita a comunicar lo que le sucede. Si lo quiere hacer presencial o a través de una plataforma, es una cuestión que debe meditar él, pero el que termina de definirte como artista es el otro.

UNA OBRA DENTRO DE OTRA OBRA
Su último trabajo presencial fueron las funciones especiales de El Bululú (Antología endiablada) en el Centro Cultural 25 de Mayo, donde revisitó su recreación del universo lírico de José María Vilches y su obra icónica, suceso inesperado y descomunal de los años 70, en plena dictadura.
“Un amigo que lo vio en su momento me contaba que era muy fuerte saber que los militares chupaban gente y Vilches te contaba en el escenario que la Guardia Civil mata a un gitano por nada, porque es gitano. Para mí, es una evocación, porque mi conciencia política nace recién con Alfonsín”, refiere.
–¿Qué significan Vilches y El bululú en tu vida?
–Cuando ingreso al Conservatorio, ese mismo año (1989) me echan de un laburo que había conseguido como repartidor y veo un cartelito en mi barrio donde pedían actores. Me probaron, quedé y empezamos a hacer sainetes del 30, en la esquina de Caminito. Ni siquiera pasábamos la gorra porque el director decía que nuestra función social era hacer teatro. Ese director, que era gerente del Citi Bank en la semana y director de teatro callejero el domingo, que fue casi un padre para mí mientras hice teatro callejero, me dio un cassette grabado del disco de El Bululú, de José María Vilches. Entonces lo escucho, en la azotea del cuarto de chapa donde vivía con mi familia, y era mágico escuchar su voz, el público que se reía y aplaudía, los silencios, que volvían a explotar en risas. Escuchar a Lorca, a Machado, a Quevedo… Fue mi maestro sin saberlo y yo, su alumno, sin quererlo.
Veinte años después, Guzmán volvió sobre ese material iniciático, en colaboración con su socia artística y compañera de vida. Aunque, en rigor, nunca lo dejó del todo. Cuando estaba en el Conservatorio comenzó a hacer el Monólogo de la mujer fea, de Lope de Vega, que interpretaba Vilches, y le adjuntó una pantomima sin texto, La cucaracha, fruto de su invención y consecuencia de su obsesión con el tema viviendo en una casilla infestada de insectos. Lo paseó por fiestas universitarias y hasta representó al Conservatorio en un encuentro en Porto Alegre.
“No tengo la menor idea de qué fue lo que me abrió la puerta del Conservatorio. Había algo en mí que yo no veía, ni buscaba para nada. Entré al Conservatorio para darles un título a mis viejos, y como había una materia que se llamaba Acrobacia, violencia en escena y esgrima, pensé que me serviría. La verdad, yo no quería ser actor, quería ser profesor de kung-fu”, confiesa.
–¿Cómo es eso?
–Cuando tenía 13 años, vi a Bruce Lee en el Cine Dante, de la Boca, y me fascinó lo que transmitía. Vi todas sus películas, me compraba revistas de artes marciales. Y empecé a copiarlo en mi casa, me armaba nunchakus con palos de escoba y sogas, hasta meditaba. Era muy loco. Hasta que finalmente me anoté en taekwondo en Boca, porque vivía a una cuadra de la cancha. Después, me pasé a kung-fu con un profesor particular, pero no tenía un mango ni para el uniforme, ni para rendir examen para los niveles, que son pagos.
–¿El teatro callejero complementaba la academia?
–Trataba de llevar lo que hacía en la calle, donde me iba bien y hasta me pedían autógrafos, al Conservatorio, donde no me iba nada bien. Un profesor me dijo: “No te preocupes por repetir, porque acá nunca se repite, esto es arte. Vos ya lo incorporaste, ahora necesitás que aflore”. Cuando volví después de ese primer año que repetí, ya era otra persona.
–¿Cómo sigue, o comienza, la carrera de un egresado del Conservatorio?
–También tuve suerte ahí. En cuarto año, ensayábamos Juan Moreira con Joaquín Furriel y estaba por dejar. La situación en casa era insostenible, debíamos muchos meses de alquiler, era tremendo. Mis dos maestros de teatro en verso, que era lo que cursaba justo con improvisación, hablaron con los directores y le encargaron a mi vieja el vestuario del Molière que iban a representar los egresados, y con esa ayuda la pudimos sobrellevar, aunque tuve que abandonar los ensayos del Moreira. Después me conseguí un trabajo por ahí, cerca del Conservatorio. En el 93, me echaron, me indemnizaron y me fui directo a avisar: “Me echaron”. “¡Bien”, me dijeron todos. Y ahí volví a los ensayos y a improvisación, si no tenía que abandonar porque no me daban los tiempos. Finalmente, me recibí y mi maestro, Julio Vaccaro, me dice que me iban a llamar del San Martin y así fue. Al año siguiente, hice una obra de Florencio Sánchez, con Alfonso De Grazia y Eva Franco, la última obra que hizo.

–¿Nunca te sentiste un outsider?
–No tenía demasiada conciencia. Con el tiempo, me di cuenta de que me anulaban todo. “No, eso menos”, me pedían. Yo hacía cosas que iban bien para otros espacios, no en teatros oficiales. Yo venía de la calle, donde hay que ganarse y mantener la atención del público. En cambio, en un teatro, el espectador que pagó, se sienta y pide que le devuelvas la entrada.
–¿Cuándo comenzaste a vivir del arte?
–En el 98, hice Los indios estaban cabreros en el Cervantes, gané varios premios, me vio mucha gente y fue un éxito. Era un grupo hermoso, todavía hoy nos seguimos viendo y juntando. A partir de entonces, entré en un círculo profesional y ya no paré de trabajar.
Más recientemente, Guzmán actuó en las promocionadas biopics de Netflix dedicadas a Maradona (Sueño bendito) y Carlos Tevez (Apache). En la primera, se puso en la piel de Galíndez, legendario masajista de la Selección y amigo personal del 10. En la segunda, interpretó a Chito, tío del jugador y único miembro de la familia Tevez que continúa viviendo en el escenario natural de la historia, el Barrio Ejército de los Andes, más conocido como Fuerte Apache.
–¿Cómo viviste la filmación?
–Fue muy fuerte, por las condiciones en que se vive que están tan normalizadas ahí adentro. Estar viendo a un chico jugar a la pelota y de fondo, un escuadrón policial armado, caminando todos juntitos… Un día nos tuvimos que ir, porque llegaros dos autos, chocaron entre ellos, vino otro de la policía y empezaron a los tiros. Y a Patricio Contreras se le ocurre: “Vamos a comernos un dulcecito” y yo que le sigo la corriente. “Te subís al auto, ya!”, nos gritan, y nos tuvimos que ir. En un tramo de la filmación, yo notaba que uno me miraba y de repente, se me acerca y me corrige la pronunciación. Resultó ser el hijo del personaje que interpretaba. A Galíndez no lo llegué a conocer, él ya había tenido demasiada exposición y el público podía esperar una imitación, y ese es un riesgo para el actor, porque siempre se trata de una ficción, por más que se base en hechos verídicos.
–¿Qué es lo más parecido al teatro en la cultura de tus padres, que también asoma en la Antología endiablada?
–Los ritos. La primera versión que escribimos con Leti transcurría en un Día de los Muertos, cuando se arma una “tumbita”, que puede ser una mesa con paño negro, donde se depositan ofrendas, fotografías propias y de otros familiares que se han ido, cartitas, etc., hasta que el alma se despide nuevamente.
–¿Cómo se mide el éxito en un artista que viene de abajo?
–Éxito es existir, tener entidad. No podemos hablar de carrera, porque acá no hay una industria del espectáculo, como en Estados Unidos o Europa o México. Acá, los actores profesamos una profesión, que significa trabajar hoy y mañana. El fracaso es no hacerlo. En 2009, me declararon Ciudadano Ilustre de la ciudad porque consideraron que tenía ciertos méritos. Como dice el Otelo de Shakespeare: “Bienvenido lo bueno, porque me trata mejor de lo que merezco”.
–Viene un productor y te ofrece un millón de dólares para hacer lo que quieras…
–Lo que le parezca a él, porque es su proyecto, no el mío.