No hay en la Argentina un gran corpus de literatura erótica. No hay un Satiricón ni un Decamerón, ni una celebración de la carne a lo Rabelais o a lo Apollinaire. Desde que, en el origen oficial de la literatura, los falos de los carniceros federales amenazaron el esfínter del apuesto unitario de El matadero de Esteban Echeverría y hasta El niño proletario de Osvaldo Lamborghini, el sexo persiste a través de la violencia. La metáfora fundante de la violación actúa como destino y ficción orientadora. El campo literario argentino no abunda en goce de los sentidos, pero sí en coitos forzados. En este panorama, y dentro del sistema patriarcal, es paradójico que quienes legaron las páginas más radicalmente sexualizadas de las letras argentinas sean dos mujeres: Alfonsina Storni y Alejandra Pizarnik. A ambas la historia quiso reducirlas al papel de mujeres depresivas que se suicidaron por amor. Sin embargo, la potencia subversiva de sus vidas y obras las elevó a íconos del feminismo y las sexualidades diversas a la heteronormatividad. Pero mucho más que eso: entre ambas trastocaron las reglas del campo literario local. Si Alfonsina introdujo e inventó en la literatura y en la política argentina el deseo femenino, Alejandra continuó y llevó al paroxismo postulados sobre la sexualidad presentes en Alfonsina. En especial, en la excepcional La condesa sangrienta (1966), el tópico clásico argentino de los cuerpos ultrajados devino metáfora de la liaison entre el éxtasis del placer corporal y el de la muerte.
ALFONSINA Y ALEJANDRA
En su obra, Alfonsina dio cuenta de una aparente novedad: ¡las mujeres también podían desear! En el poema “El adolescente del osito” reinvierte un tópico del erotismo y reinventa un pasaje de pornografía anclado en el ojo femenino. Allí, la remanida –y en ocasiones perversa– imagen de la colegiala inocente y voluptuosa de los sueños masculinos se metamorfosea en un bello joven de 18 años que aprieta contra su pecho un osito de peluche amarillo. La mirada de Alfonsina se detiene en la lana que con su aspereza hiere la piel turgente. En su viaje a Europa de 1933, la poetisa registra que en el barco su mirada se recreó en los varones de la edad de su hijo.
De manera diferente que para Alfonsina, que huyó de los dolores del cáncer, para Pizarnik la muerte era el anhelado fin del dolor de vivir. Mientras ese fin del dolor no llegara, la única manera de existir parece ser haciendo el amor. Así, Pizarnik hizo de la vida una obra de arte donde el cuerpo y las letras expresan sendos y únicos placeres: sexo y muerte. Nadie como ella expresó la definición de orgasmo como “pequeña muerte”.
Esa conexión aparece explicitada en La condesa sangrienta, su poema en prosa sobre Erzsébet Báthory (1560-1614), la aristócrata húngara acusada de asesinar a 650 muchachas bellas luego de aplicarles los métodos más refinados y crueles de tortura. La leyenda le atribuye el plus de alimentarse de la sangre de sus víctimas para conservar su juventud.
Encubierta bajo la apariencia de la reseña de un libro de Valentine Penrose, Alejandra Pizarnik reescribe la vida de la cruel condesa cuya obsesión por la belleza femenina la lleva a los límites del sadismo y el crimen. Así, la poetisa argentina disfraza su fascinación y repulsión alternativas e incluso su identificación con ciertos aspectos de una figura histórica que devino ícono de los feminismos y lesbianismos radicales.
Sin ahondar en moralismos, la imagen de Pizarnik se centra en la belleza convulsiva del personaje, en el reino tenebroso de Erzsébet Báthory situado en la sala de torturas de su castillo medieval. “Se escogían varias muchachas altas, bellas y resistentes –su edad oscilaba entre los 12 y los 18 años– y se las arrastraba a la sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa”. A continuación, Pizarnik describe minuciosas formas de suplicio que la condesa infringía a las beldades. De esas narraciones se puede escribir lo mismo que Deleuze del suplicio de Damiens relatado por Foucault en Vigilar y castigar: son atroces descripciones plenas de amor. El clímax de la atracción y el rechazo aparecen en el párrafo final: “Como Sade en sus escritos, como Gilles de Rais en sus crímenes, la condesa Báthory alcanzó, más allá de todo límite, el último fondo del desenfreno”.
No se trata de decir: “He aquí reflejado como en un espejo en el personaje de la condesa el ansia de belleza de una Pizarnik que desde su adolescencia con acné y exceso de peso se sintió fea y buscó mujeres hermosas durante toda su existencia hasta la extenuación”. Tampoco de afirmar que fue la manera de la artista de expresar sus sentimientos lésbicos ni sus preferencias sadomasoquistas.
LAZO ERÓTICO
De hecho, la condesa Báthory tiene un lazo erótico indescifrable con las supliciadas: no se explicita que copule con ellas. Ahí radica la clave de la identificación entre autora y personaje. La fascinación que Pizarnik ejerce en la actualidad puede leerse en términos de un cuerpo, una vida y una obra que conectan sexo, placer, dolor y muerte, Eros y Tánatos. Y de una sexualidad que se resiste a cualquier encasillamiento. Alguna vez, Pizarnik afirmó que “haber nacido mujer es una desgracia, como lo es ser judío, ser pobre, ser negro, ser homosexual, ser poeta, ser argentino”, pero no explicitó en dónde se agrupaba.
Más que buscar la identidad sexual de Alejandra Pizarnik, los detalles de su antológico enamoramiento por Silvina Ocampo –del cual quedó un registro epistolar que expresa un deseo carnal humano, demasiado humano–, de las orgías que se le adjudican con Julio Cortázar y Aurora Bernárdez, por separado y con los dos a la vez, lo que fascina en Alejandra es esa forma de escribir, amar y vivir bordeando los límites del abismo y la destrucción. Por eso, el fragmento que más parece definir su sexualidad es aquel que afirma: “Si el acto sexual implica una suerte de muerte, Erzsébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo”.
Escribir sobre la sexualidad de Alejandra Pizarnik remite no sólo a la condesa sangrienta, sino también a Diana, la diosa siempre rodeada de mujeres pero que sostiene amoríos con algún efebo, a la que dedicó un libro de poemas (Árbol de Diana). Y a una Scherezada criolla que escribe y copula como única alternativa a la angustia de vivir y morir. Y de forma concomitante, su escritura y su sexo van en busca de la muerte tan escondida.