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Caras y Caretas

           

ENTRE LAS HUELLAS Y LOS MITOS

Detrás de sus poemarios, sus diarios y su correspondencia hay una figura que atrapa hasta el cansancio. Tres escritoras evalúan el peso de la obra, su influencia y la ficción creada tras el nombre de Alejandra Pizarnik.

Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”, escribía Alejandra Pizarnik en su poemario El infierno musical, publicado un año antes de su muerte, remarcando lo que a lo largo de su obra fue una constante: hallar en el lenguaje una respuesta insuficiente, una explicación siempre incompleta y un refugio frágil y surrealista.

Admiró, se nutrió y manifestó abiertamente las influencias de escritores como Franz Kafka, André Breton, Antonin Artaud y Julio Cortázar. Bajo su nombre se publicaron siete poemarios, una obra teatral y gran cantidad de correspondencia. Por momentos, supo hablarse menos de su obra que de su mítica locura. Hoy, a 85 años de su nacimiento, tres escritoras relatan sus arribos, sus pasajes y sus estadías en la obra de Pizarnik.

Luciana Caamaño, poeta marplatense y directora de la editorial Sacate el Saquito, agradece de forma irónica a una cadena de librerías su primer acercamiento a la autora: “Ser lesbiana y adolescente, en esos años, en Mar del Plata, me ponía en un margen desde el cual era profundamente difícil encontrar con quién o con qué identificarme. Había ido muchas veces a la Biblioteca Municipal pero no entendía cómo buscar. A mis trece años apareció esta librería en donde se hacía la perfo del comercio amigable, montada con base en unos sillones y la posibilidad de hojear ‘de onda’. Ahí encontré un criterio posible para la búsqueda: el género. Me llamó la atención el –siempre marginal– sector de poesía. Ahí estaba el ladrillo azul de Corregidor (hace referencia a las obras completas publicadas por dicha editorial)”. Y continúa: “Primero entré por la voz que después hicieron canon, ese lamento infinito, ese dolor más grande que el mundo, esa imposibilidad de decir, pero decir de todos modos. Conocía esa temperatura emotiva, pero en Pizarnik había algo más. Una serie de artimañas, monstruosas y hermosas, para hacer un jugueteo, la reescritura desquiciante y, sobre todo, la risa. Aguzando un toque la mirada, la escritura de Pizarnik puede volverse refugio vital”.

Por su parte, la escritora, profesora e investigadora Laura Estrin reconoce que profundizó en la autora alentada por dos alumnos: “Había leído parte de sus poemas y sus geniales cartas a Ostrov. Pero en esta nueva oportunidad fueron sus Diarios los que me hicieron volver a preguntarme qué se lee cuando se lee. Pizarnik efectivamente leída no es el ‘mito-Alejandra’, chorreante y ciego, epigonal y repetitivo de lugares comunes y frases hechas sobre la poesía. Leer los Diarios de Pizarnik me puso frente a una autora, a una guerra que ella traspone perfecta en su escritura. Los autores singulares tienen escrituras singulares y deben ser leídos y presentados del mismo modo. Las leyes genéricas y la domesticación crítica no les cabe. Tranquilizar la escritura enloquecida, terrible, en carne viva, de Pizarnik es una falla ética de la lectura”.

María Magdalena, autora junto a Javier Galarza y Leonardo Leibson de La perfecta desnudez. Conversaciones desde Alejandra Pizarnik (2018), publicado por la editorial Letra Viva, recuerda: “Era adolescente. Me había iniciado con los poetas malditos a través de Baudelaire y Rimbaud y luego comencé a descubrir mujeres escritoras cuyas vidas y obras me fascinaban. En algún punto de ese recorrido me topé con Pizarnik. Tengo el primer libro suyo que compré lleno de marcas, subrayados y anotaciones. Pasé mucho tiempo sumergida en su poesía, no sólo porque allí me sentía menos sola, sino también porque Pizarnik puede funcionar como maestra: abre mundos poéticos, traza caminos de lectura, interpela la propia escritura”.

La perfecta desnudez tiene doble origen: por un lado, se vincula a un grupo de investigación que interroga al psicoanálisis desde su poesía, y por otro, se remonta a una jornada de Literatura y Psicoanálisis, donde los autores fueron invitados a conversar sobre Pizarnik. Allí, sin saberlo, se trazaron las coordenadas del libro. Luego llegarían tardes y noches en el café La Paz, intercambios de correos en la madrugada, debates, viajes, poetomancias, lecturas, relecturas y descubrimientos entre los autores. El desafío estaba en que ya mucho se había escrito sobre Alejandra, pero el escribir desde implicaba, entonces, una lectura diferente, contra todos los mitos, patologizaciones y lugares comunes que se construyeron a su alrededor.

MARCAS, TONOS Y VOZ PROPIA

La lectura paciente de la obra de Alejandra Pizarnik dejó en algunas escritoras vestigios, más o menos conscientes, a la hora de construir con la palabra, y en otras, fue directamente la causa para involucrarse de lleno en el camino de la escritura. En uno u otro caso refutan la creación morbo-comercial que se ha formado sobre la vida íntima y el final físico de la poeta.

Caamaño reconoce que fue la lectura de Pizarnik la que la sedujo, la atrapó y de la cual luego se preocupó por distanciarse: “A los 13, 14, 15 años, y un poco más también, quedé sonando en su tono. Después, lo único que quería era poder salir de ahí, así que escribí un buen tiempo en contra de su poesía, con la firme convicción de distanciarme. Fui encontrando otro tono y luego otro y luego otro. Desde hace unos años para acá, su marca más que en la escritura está en la lectura en vivo”. La autora de poemarios como Plan bestia (2015), Acá no (2016) y Al taco (2017), entre otros, asegura que la poesía y la prosa de Pizarnik pueden oficiar de puerta de ingreso a la lectura y especialmente a la escritura: “Además, está esa carta a Silvina Ocampo, sufriente, insoportable, pero lésbica. Ahora que lo repienso, creo que a pesar de los mancomunados esfuerzos que han hecho la familia, las editoriales y la academia para invisibilizar toda marca deseante, Pizarnik es ante todo y para todes un ícono poético lésbico”.

Por su parte, Estrin reflexiona: “Leer a Pizarnik sin prevenciones y sin recurrir a fórmulas me hizo recuperar cosas concretas, como la terrible vida de una chica judía porteña que pidió siempre ayuda mientras su madre la inscribía en Hebraica o la quería mandar a Israel. Pizarnik me habló a mí. Ella tenía muchos elementos para el mito, pero hay que leerla; no repetir ese sonsonete trágico que la aleja cuando es una escritura en carne viva, quiero decir, un registro literario por concentración, una piedra, como su libro Extración de la piedra de locura”.

“Pizarnik escribe en su propia sombra entenebrecida, por eso vive escribiendo o al revés. Ella supo que crear fue lo que la separó del amor, de la familia, de las distracciones”, agrega Estrin, quien, además, escribió dos textos analíticos indispensables para comprender la producción y la figura de esta poeta bonaerense: Pizarnik. El viento de la escritura que abre el mito (2016) y Pizarnik. El viento de la vida, la militancia de la escritura (2018).

Las obras de Alejandra son, para Estrin, crónicas algo elípticas, cerradas, cuyo mito las coaguló como de un autor doliente; pero leerlas es ver que la herida vive y se abre nuevamente. Esa queja-acusación hizo de ella una figura insoportable y, por lo mismo, la volvieron mítica, para domesticarla, para apaciguarla o para dejar de leerla. “Pizarnik nunca se abandonó, y eso es imperdonable en la era de la muerte del autor”, finaliza.

Lo que hace de Pizarnik una poeta ineludible es, para Magdalena, su diversa obra: desde poemas que tensionan el lenguaje hasta rozar lo decible, pasando por textos con una finísima prosa, como La condesa sangrienta, o llenos de ironía salvaje, como La bucanera de Pernambuco, finalizando en su obra de teatro y su correspondencia. “Alejandra sabía encantar y cautivar. Por supuesto, tenía además un talento descomunal que la respaldaba. Talento y facilidad para el lobby no suelen ir juntos. Esa faceta no coincide con el mito. Ese mito que la prefiere niña indefensa, encerrada en su casa tartamudeando. Para muchos resultó más morboso detenerse en los detalles de su ‘locura’ que en su obra. No es menor que haya sido una escritora mujer, lesbiana y judía que eligió seguir el ideal romántico de unir vida y obra hasta las últimas consecuencias, en detrimento de la vida familiar, heterosexual y doméstica que tenían como mandato las mujeres de su época.”

Escrito por
Damián Fresolone
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