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Caras y Caretas

           

ALEJANDRA, LA QUE SE FUE, QUEDANDO…

Poeta.

Cuando pienso en Alejandra vuelvo a reencontrarla sonriendo como en secreto sólo para mí, sentada ante alguna de sus dos máquinas de escribir, deteniéndose apenas un instante al saludarme para de inmediato continuar tecleando poseída, como ella misma comentara, por cierto “viento negro que impide respirar”.

Con su mirada de mar al rojo vivo, recorriendo la aparentemente ínfima vastedad de ambos cuartos donde pasaba los días acunada por Olga Orozco, Raúl Gustavo Aguirre, Enrique Molina, Octavio Paz y otros poetas favoritos de cualquier época u origen especialmente reunidos, forrados con exclusivos papeles, en esa especie de biblioteca que más se asemejaba a un legítimo altar, separada del resto.

Esos pares selectos de todos los tiempos y nacionalidades imposibles de enumerar, sin siquiera invocarlos parecían volver a conversar con ella y su anfetamínica vigilia después de tantas horas e incluso días sin dormir.

Siempre viajando, “peregrina de mí”, desde un cuaderno a otro, mientras abordaba temas diferentes; abiertos como ventanas de alados precipicios donde arrojaba sus palabras, muchas de ellas antes escritas con tiza en pequeños pizarrones estratégicamente ubicados sobre las paredes, donde a pura inspiración iba anotado frases que de pronto, mágicamente, coagulaban conformando un nuevo y definitivo poema. “Palabra por palabra yo escribo la noche”.

Así lograba completar su nuevo libro, que había bautizado El infierno musical. Antes de entregarlo al editor, salimos a corregir, como le dicen, su definitiva “prueba de galera” en El Cisne, bar de la esquina, abierto hasta el amanecer. “La noche, de nuevo la noche, la magistral sapiencia de lo oscuro”.

Oh, los requiebros y jadeos de Alejandra cuando encontraba todavía una simple coma definitivamente innecesaria, descubría aquella rima interna despreciable, conjunciones abyectas reiteradas o cualquier otra frase dudosa para descartar de inmediato y en definitiva alcanzar el perfecto corpus poético del que tan sólo cronológicamente sería el último título porque, en verdad, toda su poesía se suma y amalgama en una misma obra insoslayable, sin excluir esos textos asaz desmesurados de La bucanera de Pernambuco, el palimpsesto estremecido sobre La condesa sangrienta de Valentine Penrose, como también una petite nouvelle que recién había comenzado sobre la pequeña libreta de tapa verde: Otoño o los de arriba, además de las innumerables cartas, diarios y entrevistas parcialmente ya editados.

En todo brilla su figura incomparable que produce sin cesar como si la escritura fuera su verdadera vida de placer absoluto, que a sí misma le hablara: “Perdida por propio designio, has renunciado a tu reino por las cenizas. Quien te hace doler te recuerda antiguos homenajes”.

Poseída por respectivas musas, como Janis Joplin, a quien además de escuchar sin pausa, Alejandra dedicara un poema en el que profetizaba morir cantando como sublime logro compartido: “Hay que llorar hasta romperse/ para crear o decir una pequeña canción”.

Reiterando cierto fervor tanático que desde siempre la acechara: “Esta lúgubre manía de vivir/ esta recóndita humorada de vivir/ te arrastra Alejandra no lo niegues”. Seguramente como enmascarada despedida, una semana antes de entrar en los espejos, la excepcional poeta publicó en el suplemento literario de La Nación aquel poema que culminaba diciendo: “La que no supo morirse de amor/ y por eso nada aprendió. / Ella está triste porque no está”.

Sin duda, originado en la ya imposible relación con Silvina Ocampo.

Desgarradura existencial finalmente intolerable que en cada uno de sus poemas, hoy tan celebrados, nos la dejara para siempre viviente y, sobre todo, ofrendada por completo.

Escrito por
Fernando Noy
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