En 1989 yo estaba en tercer año de la secundaria y Alejandra Pizarnik era una leyenda. Un misterio a secas, un mito que no podíamos encontrar por ninguna parte. Era muy difícil acceder a sus libros porque no estaban, eran inconseguibles. Pese a esa imposibilidad de lectura era la preferida incuestionable de todos los lectores y lectoras de aquella época. Era imposible enamorarse y no terminar recitando sus breves y potentes versos a cada rato. Nos hablaba directamente a todas y a todos los enamorados (éramos muchísimxs). Enamorarse y leer la poesía de Alejandra era prácticamente lo mismo. Recuerdo la mañana que la descubrí de casualidad en los anaqueles de la biblioteca del colegio. Un solo libro, editado por la editorial Botella al Mar, Árbol de Diana. Lo leí y cambió mi vida, me volví pizarnikiano. Fue una dulce adicción, lo pedía prestado día tras día hasta que la biblioteca se encariñó con mi locura de joven lector y me dejó llevármelo a casa por quince días. Fueron los quince días más felices de aquel período juvenil. Alejandra despertó en mí una curiosidad tan grande que decidí investigarla: recorrí cada calle, cada librería de usados, cada biblioteca pública, pero no aparecía un solo libro. Decidí formar un grupo de detectives juveniles pizarnikianos a la búsqueda del mayor tesoro de Buenos Aires: los libros de Alejandra. Obviamente, no había ni un libro disponible y la misión se volvía muy difícil. Alejandra era un misterio, no había fotos, muy pocos contemporáneos la conocían. Sus huellas nos llevaron a la Biblioteca Nacional, que en aquel entonces estaba ubicada en la calle México, allí descansaban varios volúmenes editados durante la década del 60 y del 70. Recuerdo bien nuestras caras de asombro y de felicidad cuando el señor bibliotecario nos trajo varios ejemplares a la mesa. Brillaban, no lo olvidaré nunca, esas ediciones vilipendiadas por el paso del tiempo, que conservaban una identidad poderosísima y nos advertían que estábamos ante un verdadero milagro de la vida: la poesía. Los demás detectives de la logia pizarnikiana que estaban en la Biblioteca Nacional esa mañana me miraban con la boca abierta como si hubieran encontrado un sarcófago egipcio. Copiamos aquellos versos en nuestros cuadernos, ya que no nos permitían fotocopiarlos. Y nos volvimos felices. Descubrimos la revista Sur, descubrimos a Olga Orozco, a Arturo Carrera, a Emeterio Cerro y a Octavio Paz. La leímos un par de años más y después, como pasa siempre, la vida nos separó. Ediciones Corregidor editó su Poesía completa. Cristina Piña escribió una biografía con fotos de Hilda la polígrafa. Seguí leyéndola a lo largo de mi vida, pero jamás encontré un libro de ella por más que buscara en ferias y en librerías de viejos. Pizarnik nunca dejó de ser un misterio para mí, como una estrella que me alumbraba con su luz, me daba fuerza, pero jamás se aproximaba ni podía tocarla. Estrella distante, diría Roberto Bolaño. Lo que me pasaba con Alejandra era algo más que lectura de poesía, era un suceso vital, su pensamiento, su gran atrevimiento, su espíritu revolucionario y amante del arte influía directamente en mi organismo. Con Alejandra fui un joven valiente, me atreví a cosas que, sin su poesía, sin su figura, hubiese sido imposible que hiciera. Por ejemplo, la búsqueda a lo largo de la vida, la lectura misma, la creación del grupo de detectives, mi amor incondicional por las poetas y los poetas de su generación. Mi interés por conocer su época, la música que escuchaba, los poetas y las poetas que admiraba. Todo me interesaba y me fascinaba. Alejandra, a diferencia de otrxs artistas, me abrió un mundo infinito, su mundo trágico y dulce, su época, su romanticismo. Seré sincero, yo no hubiese sobrevivido en la vida sin este gran acto de amor de Alejandra. Millones de veces soñé con su época, que también era la época de mis padres. Su poesía, su manera de pensar y de sentir el mundo me convirtieron en un viajero sin tiempo, como imagino que somos todas y todos los lectores de poesía a lo largo y ancho del mundo.
PIZARNIK Y YO

Poeta.